miércoles, 30 de diciembre de 2009

La cuestión humana


(La question humaine) Francia, 2007. 143m. C.
D.: Nicolas Klotz
I.: Mathieu Amalric, Michael Lonsdale, Edith Scob, Lou Castel

William S. Burroughs decía que el lenguaje es un virus. En La cuestión humana, basada en la novela de Elisabeth Perceval, el lenguaje, las palabras, ha perdido todo su valor expresivo para convertirse en una sucesión de símbolos codificados, un código que esconde en la asepsia de su enunciado la degradación más absoluta. La escena en la que Simon, psicólogo encargado de la sección de recursos humanos de una planta petroquímica alemana afianzada en Francia, comienza a leer un informe con las bases bajo las cuales se decide el despido de los empleados de la empresa para la que trabaja para, en un corte directo, enlazar con los sistemas que utilizaban los nazis para gasear al pueblo judío resulta escalofriante. No sólo por el significado en sí, sino porque ahora, con esa información, ya no podemos mirar al mundo igual: las reiterativas imágenes de las chimeneas de la fábrica expulsando el humo adquieren el terrorífico valor subliminal que enlaza directamente con los hornos crematorios de los campos de concentración.

La cuestión humana es un thriller gélido, al igual que su protagonista es una persona de presencia firme, gesto calculado y expresiones frías. Durante los primeros minutos en los que se nos presenta a Simon en el edificio en el que trabaja y su no-relación con los trabajadores (en el baño o en los ascensores Simon no dirige la palabra a sus compañeros y, si lo hace, es para intercambiar palabras banales) se nos describe un universo de autómatas, en el que todos van vestidos de la misma manera y actuan con los mismos movimientos mecánicos. No hay lugar para los sentimientos, para los expresiones de afecto o para la pasión en una sociedad en la que el capitalismo más feroz ha convertido a las personas en arribistas en potencia que temen que su corazón descubra las debilidades del ser humano.

Es por ello que, en clara consonancia con el estado anímico de su protagonista, La cuestión humana es un film gélido. La puesta en escena de Nicolas Klotz no da concesiones al sentimentalismo: los planos fijos, la escasez de movimientos de cámara, la distancia que abandona a los personajes en escenarios vacíos componen una atmósfera acuática, como si los personajes se movieran en una pecera, de manera lenta, flotando. Pero esta frialdad también parece equiparar el lenguaje cinematográfico con el antiséptico lenguaje corporativo que maneja su protagonista. De esta manera, al final del film, a la vez que el protagonista asimila que sus actos en realidad no hacen más que continuar con el proceso de limpieza del Tercer Reich, el cine se queda sin imágenes posibles. Un plano sostenido en negro acompañará el definitivo descenso de Simon en los infiernos de la consciencia. No hay imagen posible que pueda ilustrar la capacidad del ser humano para la destrucción de su semejante y su capacidad para camuflarlo bajo herméticos informes enviados por burofax.

lunes, 28 de diciembre de 2009

Apocalypse Now Redux


(Apocalypse Now) USA, 1979. 202m. C.
D.: Francis Ford Coppola
I.: Marlon Brando, Martin Sheen, Robert Duvall, Frederic Forrest

Durante unos segundos la pantalla permanece en negro. Sólo oímos el ruido lejano de los helicópteros al pasar. El fundido se abre y vemos un majestuoso plano de la selva. El encuadre es cruzado por el tren de aterrizaje de los helicópteros. Suena "The End", de The Doors y una gran explosión cubre todo de fuego. Sobre ese infierno se superponen diversas imágenes: el rostro de Willard y el de una estatua budista. El ruido de las hélices de los helicópteros acompañan el movimiento de las aspas del ventilador de la habitación en la que el capitán Willar espera su misión. Espera volver a la jungla. Pero si algo nos ha mostrado este comienzo, es que Willard lleva la jungla en su mente. Forma parte de él. Alguna de las imágenes que hemos visto pertenecen al final de la película. El pasado (las anteriores misiones de Willard en Vietnam), el presente (su estancia etílica en un hotel de Saigón) y el futuro (su siguiente objetivo en la selva) se funden. Apocalypse Now es un viaje mental a través del tiempo. Concretamente, un viaje hacia el pasado.

Durante su primera hora, Apocalypse Now transcurre durante un escenario concreto y con un objetivo específico: la jungla vietnamita a finales de los años 60, en pleno conflicto bélico; la misión de Willard y sus acompañantes es remontar el río más allá de Camboya para terminar con la vida del coronel Kurtz, quien se ha perdido en la selva, lejos del mandato de sus superiores, y formando un pequeño ejército personal: en suma, convirtiéndose en un Dios. En esta parte del film, Coppola confecciona la película bélica más operística de la historia: el ataque de los hombres de Kilgore con sus helicópteros al ritmo de "La cabalgata de las Walkyrias" de Wagner, o el espectáculo de las chicas Playboy para entretener a los chicos que dan su vida por su país, combinan el retrato realista con la parodia; la histeria con el drama, para realizar una visión de la guerra tan épica como absurda.

A medida que Willard se acerca a los territorios de Kurtz, la selva se difumina y el enemigo resulta inconcreto (el tigre que ataca a Willard y Chef mientras buscan mangos en la selva) e invisible (el ataque con bengalas que parecen disparadas por los mismos árboles). La selva se convierte en un cementerio en el que el hombre no tiene cabida, sólo quedan vestigios enterrados de su paso (la cola de avión que surge del río y permanece posada en las ramas de los árboles). Finamente, Willard recala en la prehistoria: las armas de fuego son sustituidas por flechas y lanzas. Un imponente templo construido con piedra emerge de la espesura de la selva. El propio Lance, que nos es presentado como un joven rubio típicamente californiano aficionado al surf y que pasará a fusionarse con los indígenas que acompañan a Kurtz. Hemos llegado al mismo inicio del alma humana: lucidez y locura; fuego y sangre; barro y agua. Todo está envuelto en un terreno moral alejado de cualquier vestigio de civilización. Sólamente está el hombre, con todo su poder atávico.

La escena de la plantación francesa (inédita en la versión original y recuperada en la Redux), situada estratégicamente justo antes de la llegada a los dominios de Kurtz, es esencial para la supervivencia de Willard, tanto la de su mente como la de su cuerpo. Emerge entre la niebla, envuelta en una atmósfera ensoñadora. La iluminación natural, los colores cálidos, nos sitúa en un limbo en el que la esperanza humana aún no se ha perdido. Aquí, los muertos reciben sepultura, mientras que el campamento de Kurtz estará formado por los cuerpos de sus víctimas, tirados, colgados. Abandonados. Durante la cena con la familia que vive allí, Willard recibirá una lección acerca del papel militar de Estados Unidos a través de la historia de sus conflictos bélicos. De esta manera, ese paisaje abstracto en el que se había sumergido tomará forma. Principios como "honor" y términos como "ideología" volverán a adquirir significado. La noche que pasa con Roxanne Serault le recordará que el cuerpo humano también puede ser cálido y suave. La pasión se impone a la muerte. Gracias a este contacto humano, a esta luz de esperanza, Willard podrá internarse en el mismo corazón de las tinieblas y sobrevivir.

Senderos de gloria

(Paths of Glory) USA, 1957. 87m. B/N.
D.: Stanley Kubrick
I.: Kirk Douglas, Ralph Meeker, Adolphe Menjou, George Macready

La noche anterior al ataque suicida contra un puesto alemán que les ha sido encomendo, dos soldados franceses del regimiento a cargo del coronel Dax discuten acerca de las diferentes maneras de caer en combate bajo el fuego enemigo: las balas de las metralletas del enemigo, la explosión de una granada; ¿qué es más doloroso, el impacto en la cabeza o en el trasero? O, quizás más importante, ¿con cual se tarda más en morir? Sólo quien vive rodeado de la muerte, a la que ve día a día, que se ha convertido en una compañera inseparable, puede llegar a este tipo de disquisiciones. Pero lo que está claro es que, de una manera o de otra, todos van a morir.

Tras el frustrado ataque, el general Mireau pide responsabilidades del fracaso a la hora de conquistar una posición enemiga. Según su opinión, los soldados actuaron con cobardía, negándose a obedecer las ordenes de atacar y replegándose en sus trincheras. La única manera de salvaguardar el honor del ejército francés es una medida disciplinar: el fusilamiento. En el momento en el que el general Mireau regatea la cifra de soldados a condenar a una muerte institucional, lamentándose de que su petición de 100 muertes se quede en sólo 12, queda claro que su concepto de la muerte es diferente del de los soldados anteriores.

En Senderos de gloria, posiblemente una de las películas más ferozmente antibelicistas de la historia, el campo de batalla es un tablero de ajedrez en el que las únicas piezas en juego son peones: los soldados son símbolos, carne de cañón anónima que es lanzada a la muerte y cuya única valía es la de servir de escudo humano para el resto de piezas. Los jugadores mueven las piezas observándolas desde las alturas, desde la lejanía: en las escenas de ataque predominan los planos generales, con cientos de soldados arrastrándose en conjunto, formando un único cuerpo. No son individuos, sino una masa. No son hombres, sino un solo cuerpo que va siendo desmembrado poco a poco.

Deciamos que Senderos de gloria es considerado un film antibelicista. Hay quienes , matizan, lo ven como una película antimilitarista. Para mí, Senderos de gloria es un ejemplo más de la visión pesimista que Stanley Kubrick tenía acerca del ser humano. Los dos escenarios es los que transcurre la acción de la película son: el cuartel general en el que se reunen los generales y se celebra el juicio; y las trincheras, donde malviven los soldados. El primero, decorado a modo de un palacio, es mostrado casi siempre con la cámara colocada a ras de suelo y en ligero contrapicado, remarcando la majestuosidad del decorado. En cambio, las trincheras son retratadas mediante contínuos travellings que nos sitúa en el interior mismo de éstas, rodeados de suciedad, de desesperación y de muerte. Ambos decorados son productos del hombre y la puesta en escena de Kubrick en cada uno diferencia claramente las diferencias entre los que mandan y los que obedecen.

El final resultará especialmente significativo. En una taberna en la que un grupo de soldados se divierten antes de volver al frente es humillada una joven alemana. La joven comenzará a cantar intentando apaciguar los gritos y las burlas de los soldados. Pero éstos, subyugados tanto por las lágrimas de la joven como por su voz, acabarán llorando y cantando a su vez. Por un instante, las nacionalidades no existen. Francia y Alemania no son más que nombres sin contenido que pretenden diferenciar un todo común: el ser humano. Un instante de lucidez que se borrará en cuanto los soldados pisen de nuevo el frente y tengan que matar a sus semejantes para no ser, a su vez, asesinados.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Avatar


(Avatar) USA/UK, 2009. 162m. C.
D.: James Cameron
I.: Sam Worthington, Zoe Saldana, Sigourney Weaver, Stephen Lang

James Cameron es un tecnófilo. La obsesión del director de Terminator por la alta tecnología le ha llevado a plantear su carrera como un campo de pruebas con el que hacer avanzar, película a película, el cine en su vertiente más técnica y espectacular. Así, películas como Abyss o Terminator 2. El Juicio Final significaron un punto y aparte en lo que a la evolución de los efectos visuales se refiere. Con Titanic, Cameron llegó a un callejón sin salida, pues ya no se trataba de un avance en cuanto a progreso tecnológico sino que cerró todo un capítulo de la historia del cinematógrafo como modelo sociológico (pues Titanic es uno de los pocos auténticos fenómenos sociológicos de la historia del cine moderno) e industrial (la película más taquillera de la historia).

Avatar supone el regreso de Cameron al cine de ficción comercial, doce años después del fenomenal éxito de Titanic, y se ha vendido (por el propio director) como una revolución. Avatar no revoluciona el cine comercial, pero sí que, en cierto modo, lo reinventa al utilizar como base argumental una historia prototípica a medio camino entre el cine de ciencia-ficción en su vertiente más aventurera (el descubrimiento de un mundo nuevo) y la fábula con conciencia (la crítica sociopolítica hacia el imperialismo USA y la defensa ecológica del planeta como red neuronal que mantiene la vida) para ofrecer un enmudecedor despliegue audiovisual en el que el virtuosismo digital que abarca tanto lo maravilloso (las hermosas escenas que exploran el ecosistema del planeta Pandora) como lo épico (la batalla final entre el ejército que pretende explotar el planeta y la tribu nativa de los Na'Vi alcanza cotas inéditas de espectacularidad en unos tiempos en los que parecía que ya lo habíamos visto todo) no está reñido con los sentimientos.

De hecho, Avatar parece utilizar ese enfrentamiento como declaración de principios de las pretensiones de su director. Los marines, interpretados por actores de carne y hueso, manejan una ingente tecnología cuyo objetivo es la destrucción. Los Na'Vi, generados por ordenador, mantienen un estilo de vida tribal basado en el respeto y convivencia con su entorno. Los primeros son rudos y violentos. Los segundos, románticos y valientes. Los marines representan a esos directores que se apoyan exclusivamente en la tecnología para crear un cine tan aparatoso como ruidoso. Los Na'Vi, en su pureza digital, nos demuestra que un cúmulo de pixels nos puede emocionar. Sólo un rendido tecnófilo como James Cameron, quien ya demostró que un Terminator nos podía hacer llorar, puede confiar tanto en el poder de la máquina para tocar nuestra fibra sensible.

martes, 22 de diciembre de 2009

Adaptation. El ladrón de orquídeas


(Adaptation.) USA, 2002. 114m. C.
D.: Spike Jonze
I.: Nicolas Cage, Tilda Swinton, Meryl Streep, Chris Cooper

Adaptation. El ladrón de orquídeas nos habla de la búsqueda y de la obsesión. O, directamente, de la búsqueda de una obsesión. Obsesión entendida como ese centro de atención que dé sentido a nuestra existencia. Algo que nos dé motivos para seguir viviendo, para seguir investigando. Para seguir conociendo. Charlie Kaufman y Susan Orlean viven en sendos mundos formados de oropel (la industria cinematográfica de Hollywood y la alta y refinada cultura neoyorkina, respectivamente) que acentúan el vacío de su existencia. Susan Orlean encontrará en John Laroche, un buscador de orquídeas experto en adaptarse a los reveses de la vida, el foco de atención que le permita descubrir todo un nuevo mundo basado en la belleza de las pequeñas cosas que con su misma existencia, al margen de la atención de todos, sostiene la vida (como las abejas y las orquídeas). Para Charlie, en cambio, será esa odisea iniciática de Orlean la que le iluminará el camino para salir del claustrofóbico y solipsista mundo en que sus inseguridades le han encerrado.

Charlie Kaufman (el guionista de la película y, a la vez, el protagonista de ésta) y Spike Jonze utilizan los mecanismos de la metaficción para refexionar acerca del proceso creativo y los lazos que establece entre el creador y la creación: la página en blanco como metáfora del bloqueo mental del escritor; la búsqueda de la pureza, de la esencia misma de las historias, del arte en suma, en un mundo corporativo; la dualidad cine comercial/cine personal que puede coexistir en una misma persona. Realidad y ficción, el pasado y el presente, lo subjetivo y lo objetivo, se mezcla en un caos narrativo que Jonze consigue mantener en orden gracias a una puesta en escena controlada, consciente de la brillantez del guión, y a la vez sabedor que sólamente la gravedad de las imágenes puede salvar a Adaptation. El ladrón de orquídeas de caer en la autoindulgencia intelectualoide.

A la hora de llevar a cabo la adaptación de El ladrón de orquideas, de Susan Orlean (libro y autora reales), Charlie Kaufman (el personaje) deja bien claro en la entrevista con una ejecutiva del estudio que va a producir el film que no quiere transformar el libro en la típica película comercial hollywoodense. Que en su climax, Adaptation. El ladrón de orquídeas acabe enlazando uno a uno todos esos lugares comunes que inicialmente se querían evitar no significa que la película de Spike Jonze se rinda ante la imposibilidar de escapar de los clichés de la industria. Poco antes del final, Charlie recibe una de las definiciones más hermosas de lo que es el amor y, por tanto, de lo que es la vida: no se trata de la visión que los demás tenga de nosotros, sino de lo que sintamos en nuestro interior por ellos. No importa que en su parte final Adaptation. El ladrón de orquídeas se convierta en una película de acción comercial típicamente americana, sino la emoción que mueve esa acción.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Halloween II

(Halloween II) USA, 2009. 119m. C.
D.: Rob Zombie
I.: Sheri Moon Zombie, Scout Taylor-Compton, Brad Dourif, Malcolm McDowell

La intención de Rob Zombie (uno de los más interesantes directores de cine de terror del momento) de realizar un remake de La noche de Halloween despertaba no pocas dudas. ¿Sería compatible su universo redneck, bizarre, puro gótico americano con los ambientes urbanos, fríos y estilizados de John Carpenter? El resultado, Halloween. El origen, resultó ser tan irregular como sugestivo: Zombie presentaba el mal encarnado por Michael Myers como un producto de su propio mundo para soltarlo después en el de Carpenter. La secuela de este remake presenta una estructura inversa: la primera media hora parece un remake de Sanguinario, la continuación del film de John Carpenter que Rick Rosenthal dirigió en 1981 (y cuyo título original era Halloween II). Al igual que aquella, la acción parte del mismo punto en que finalizó la anterior película y sigue los pasos de Myers en su intento de acabar con Laurie, provocando una masacre en el hospital en que ha sido ingresada. Pero todo resultará ser una pesadilla (¿un toque de atención de Zombie hacia las secuelas derivativas?).

Mas allá de los motivos económicos por los cuales Rob Zombie ha acometido este Halloween II, a tenor de los resultados, da la impresión que esta es una película que tenía la necesidad de hacer. Como si ese principio fuese una convención hacia el gran público que se quiere quitar de en medio enseguida (cumpliendo así con lo que se espera de una secuela de este tipo), el director de Los renegados del diablo se centra en un aspecto que no suele tenerse muy en cuenta en las películas de terror: las consecuencias, tanto físicas como psicológicas, que los protagonistas arrastran tras sobrevivir a una experiencia traumática. Las cicatrices que recorren el rostro de Laurie y Annie son más reveladoras que cualquier flashback y son un indicio somático del tormento que hay en su interior. Todos los supervivientes de la masacre original se escudan bajo un apariencia construida como un fuerte que les mantenga a salvo, cuerdos: Laurie ha cambiado su apariencia a un estilo grunge y su habitación está llena de símbolos, imágenes y mensajes producto del lado más oscuro de la cultura popular; Sam Loomis exorciza todos sus fantasmas escribiendo un libro sobre el caso Myers e intenta mitigar su dolor a través de la banalización del horror a través del mundo de los negocios.

Por primera vez, nos adentramos en el interior de la mente de Michael Myers. Si en Halloween. El origen, Rob Zombie intentaba explicar los cimientos de la locura a través del entorno que rodeaba a Myers, ahora nos sumerge en su psique para mostrarnos una razón psicoanalítica de su comportamiento(y que es lo más discutible del film, a pesar de aportar algunas imágenes fascinantes). Consciente de que las explicaciones son incompatibles con la mitología, el Michael Myers de Rob Zombie ya no es la figura abstracta original, la máscara sin rostro que escondía el mal en estado puro, sino una fuerza de la naturaleza. La imponente presencia de Myers, ataviado como un vagabundo, con su grasiento pelo largo y su extensa y sucia barba revela su poder físico, real. Así, sus asesinatos serán de una extrema crueldad y Zombie los muestra sin ahorrar ningún tipo de detalle. Para el director de La casa de los 1.000 cadáveres, la muerte no es elegante ni tiene valor estético: es sucia, es violenta y duele. Las víctimas de Myers no son meros peones sin sentimientos que han nacido para servir de carnaza. Son cuerpos que se mueven, que sudan, que sufren. La piel se rasga y los huesos se quiebran. Halloween II es un pesadillesco compendio de la inestabilidad de la mente y de la fragilidad de los cuerpos cuando la naturaleza pone todo su empeño en la creación de una fuerza destructora.

sábado, 19 de diciembre de 2009

The Way to Fight


(Kenka no hanamichi: Oosaka saikyô densetsu) Japón, 1996. 114m. C.
D.: Takashi Miike
I.: Takeshi Caesar, Ryoko Imamura, Kazuki Kitamura, Tomohiko Okuda

Once años antes de Crows Zero, Takashi Miike ya abordó el universo de las peleas de gamberros en un ambiente escolar con The Way to Fight. Pero mientras que en la primera Miike traslada todos los estilemas y recursos estéticos del manga y del vídeo-juego, buscando conseguir un film en el que la épica y la dramaturgia sustituyen a la realidad, en The Way to Fight la operación es diferente. De hecho, lo que nos muestra es cómo bajo ese envoltorio de acción se puede esconder el drama.

Durante la primera mitad de The Way to Fight, Takashi Miike sí parece recurrir al tópico. Entre los personajes principales nos encontramos toda una galería de lugares comunes: el matón que se impone como líder de su instituto a base de retar a todo aquel que le haga sombra; su compañero inseparable, que le busca las peleas; la amiga de ambos, siempre ataviada con su uniforme escolar, enamorada del primero y que gusta al segundo; el líder de una escuela rival que será desafiado. Durante esta parte, el film hace gala de un tono distendido, con abundantes apuntes cómicos (el restaurante en el que trabajan los dos protagonistas se hace popular gracias al ingrediante secreto con el que preparan el ramen: la carne de rata; el alumno que aspira a ser el rey del colegio que no para de desafiar a todo el mundo para acabar siempre recibiendo una paliza).

Pero todos estos tópicos son de cara a los demás. Cuando los protagonistas se quedan solos todo cambia. Ya se pueden quitar las máscaras que los hacen duros y pueden lamerses sus heridas en la intimidad. El alumno que es derrotado una y otra vez puede tener la clave de todo. En uno de los momentos en que es dejado tirado en el suelo se nos muestra la colección de mangas de artes marciales a los que es aficionado. Los adolescentes que integran el mundo de The Way to Fight se comportan así porque es lo que creen que se espera de ellos y, también, porque la realidad les parece demasiado dura como para enfrentarse a ella. Es más fácil meterse en pequeñas peleas para conquistar insignificantes territorios.

Lo personajes reciben puñetazos y sangran sin que parezca que les duela demasiado. Es lo que hay en su interior y la imposibilidad de compartirlo con los demás lo que realmente les afecta. En una escena, la protagonista está a punto de masturbarse cuando es interrumpida por su madre; paralelamente, se nos muestra como el chico que está colado por ella hace uso de los servicios de una prostituta con resultados desastrosos. Ambos intentan llenar el vacío sentimental que los angustia a través de lo carnal. En este sentido, el final de la película es significativo: el enfrentamiento entre los dos líderes de cada instituto se convierte en una batalla campal entre todos los asistentes al combate en un tono de farsa que contrasta con la muerte natural de un familiar. La espectacularización de la violencia para mitigar la crudeza de la muerte.

Atraco perfecto

(The Killing) USA, 1956. 85m. B/N.
D.: Stanley Kubrick
I.: Sterling Hayden, Coleen Gray, Vince Edwards, Jay C. Flippen

Uno de los componentes del grupo protagonista de Atraco perfecto se llama Maurice: es un hombre de presencia imponente y que se dedica a participar en algún que otro combate de boxeo cuando necesita dinero. Se le adivina un pasado delictivo. De entrada, presenta todas las características habituales del estereotipo de personaje rudo, violento, con poco cerebro, pero mucha masa. En cambio, Kubrick nos lo sitúa en medio de una partida de ajedrez y, además, nos muestra su tendencia a filosofar a las primeras de cambio. Esta mezcla (¿podríamos decir simbiosis?) entre un tópico de la más directa literatura pulp con una mirada intelectual es la base de Atraco perfecto.

El plan para dar un golpe a un hipódromo cuya recompensa son dos millones de dólares que pone en marcha un pobre atajo de perdedores no está movido por la codicia, sino por la necesidad de poner en orden una vida que se ha ido por el desagüe. Johnny quiere empezar una nueva vida con su novia tras pasar cinco años en prisión; Mike tiene a su mujer enferma, postrada en una cama; George cree que puede conseguir el respeto de su esposa si le da una vida llena de lujos; Randy, agente de policía, necesita saldar sus deudas y salir de la bancarrota; Marvin relaciona el dinero con los sentimientos secretos que alberga en sus interior. Todos ellos actúan movidos por sus pasiones y su desesperación, por lo tanto no es extraño que, finalmente, sean los sentimientos quienes se imponga a las matemáticas.

En la nueva incursión de Stanley Kubrick en el cine negro tras El beso del asesino, el director de El resplandor oficia la labor de demiurgo. No sólo observa los avances de los personajes, sino que parece mover los hilos del destino que, inevitablemente, les irá cerrando el paso poco a poco, hasta arrinconarles en un callejón sin salida. En Atraco perfecto ya está concentrado la mirada pesimista de Kubrick hacia el ser humano. La estructura fragmentada del film expone los calculados esfuerzos de unos seres cuyos empeños chocan contra unas fuerzas superiores: el destino y la fortuna se juegan a los dados el porvenir de tan insignificantes criaturas.

La casa dalle finestre che ridono


(La casa dalle finestre che ridono) Italia, 1976. 110m. C.
D.: Pupi Avati
I.: Lino Capolicchio, Francesca Marciano, Gianni Cavina, Giulio Pazzirani

Hay algo en La casa dalle finestre che ridono que me recuerda poderosamente a Rojo oscuro, a pesar de que no hay ninguna relación, ni argumental ni, mucho menos, estética entre ellas. Escasos vasos comunicantes nos pueden llevar desde el universo estilizado, de entornos urbanos desolados y de angustia casi metafísisca de la película de Dario Argento a los parajes rurales y la mirada costumbrista de Pupi Avati. Y aún así hay algo que parece hermanarlas. Y se trata de esa pulsión esotérica que palpita bajo cada una de las imágenes.

Los escalofriantes títulos de crédito nos muestra un macabro ritual en el que dos figuras blanquecinas apuñalan a su víctima, atada y colgada como una res en el matadero. El color virado a tonos rojizos desvaídos; la acción en cámara lenta; los angustiosos gritos de la víctima y una voz en off que se superpone al conjunto como si de un hechizo se tratara, conforma una especie de aquelarre, de ritual que abre las puertas del infierno. Y eso es lo que parece el cuadro de temática religiosa que un joven pintor tiene que restaurar: una puerta al más allá. O a otra dimensión. A medida que va rascando en la superficie, que se descubre el conjunto de la obra artística, el protagonista va descubriendo que bajo ese entorno plácido, esa calma que parece pender sobre el pequeño pueblo como una advertencia, un aviso, se esconde el horror. Y que bajo la sotana del catolicismo se esconde el más grotesco de los secretos.

El acercamiento de Pupi Avati prescinde de las constantes del cine de terror al uso y aplica una mirada costumbrista que por sí misma basta para crear una atmósfera opresiva. Los rostros de los habitantes del pueblo, sus costumbres, sus acciones, todos ellos dentro de la normalidad, parecen esconder un secreto. Parte de la trama argumental de La casa dalle finestre che ridono está inspirada en leyendas y en historias reales que Avati escuchó cuando era niño. De ahí que no necesite hacer uso de las técnicas habituales del cine de terror para angustiar al espectador. El director de Zeder sabe que en la realidad en la que vivimos, en los entornos en los que nos movemos, está incubado el mal, y que basta una simple mirada esquiva, un momento de lucidez, para descubrir que todos habitamos un infierno permanente del que nos queremos olvidar.

viernes, 18 de diciembre de 2009

El club de la lucha


(Fight Club) USA, 1999. 139m. C.
D.: David Fincher
I.: Edward Norton, Brad Pitt, Helena Bonham Carter, Meat Loaf

1. Uno se siente algo incómodo viendo El club de la lucha en alta definición. Cuando Tyler Durden le dice al Narrador que hemos construido nuestra vida alrededor de una serie de elementos materiales que no necesitamos, el espectador no puede evitar en pensar en su televisión HD panorámica, su equipo de sonido 5.1 y su reproductor Blu-Ray y si no será obsceno reproducir el mensaje de Durden a través de un equipo que representa el materialismo en sí mismo.

"La perfección es masturbación. Pero la autodestrucción..." es otro de los lemas de Tyler Durden. David Fincher parece entrar en la misma contradicción que ese hipotético espectador next gen: si algo queda claro en el elaborado envoltorio visual de El club de la lucha es el perfeccionismo con el que el director de Seven ha confeccionado cada plano, cada movimiento de cámara. ¿Nos encontramos, por tanto, ante un film hipócrita? En realidad, El club de la lucha es lo más cerca que ha estado Hollywood (en su vertiente más comercial) a insertar fotogramas pornográficos en películas familiares. Con su atractivo aspecto, brillante carrocería, esta adaptación de la novela de Chuck Palahniuk transmite su menjate antisistema. En el plano final del film destrucción y romanticismo, caos y belleza se unen de la mano: el apocalipsis sólo tiene sentido si es bello.

2. Al comienzo del film, Durden le pregunta al Narrador si tiene algo que decir tras sacarle una pistola de su boca, invitándole a improvisar un rápido epitafio. "No se me ocurre nada", responde éste. Al retomar este momento, tras el largo flash-back que supone todo el film, Fincher parece caer en una convención: retoma esa misma pregunta, como si quisiera recordar al espectador el exacto punto en el que se dejó la acción. Pero en esta ocasión la respuesta difiere levemente: "Sigue sin ocurrírseme nada". La convención se rompe en pedazos a través de este toque de humor metalingüístico.

El club de la lucha hace gala del espíritu anárquico que proclama su protagonista desde su misma estructura cinematográfica. Se resiste a cualquier catalogación genérica (pasando del thriller de suspense al drama, del terror a la comedia, del gore al porno) y dinamita los conceptos lineales de planteamiento-nudo-desenlace (el film da continuos saltos temporales y espaciales, congelando la acción o haciendo que sus personajes salgan del tiempo fílmico para dirigirse directamente al espectador, a modo de anotaciones a pie de página).

Jordi Costa decía que el leguaje cinematográfico era un teclado de infinitas posibilidades expresivas, pero que los directores se conformaban con tocar un número limitado de notas. David Fincher ha aporreado de manera tan iconoclasta como visionaria ese teclado y ha descubierto unas cuantas teclas inéditas.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Shinjuku Triad Society


(Shinjuku kuroshakai: Chaina mafia sensô) Japón, 1995. 100m. C.
D.: Takashi Miike
I.: Kippei Shiina, Tomorowa Taguchi, Takeshi Caesar, Ren Ôsugi

El cuerpo desnudo de un joven, tumbado boca abajo en una cama; un cuerpo tirado en la calle, con la cabeza separada del tronco. Esta es la presentación de Shinjuku Triad Society, el primer film de Takashi Miike realizado para su exhibición en los cines. En la primera parte de la denominada trilogía "Triad Society" todos los personajes, todos los bandos (por un lado la policía, por el otro, la yakuza) se mueve siguiendo lo dictado por el deseo. Todo se reduce al cuerpo, al físico.

Los yakuza no trafican con droga o dinero negro, sino con el tráfico de órganos. Órganos infantiles vendidos al mejor postor que pueden arreglar la situación económica de una familia entera. Las relaciones afectivas están de más. En los interrogatorios no se utiliza la violencia, sino la humillación sexual. Y la decisión de atacar al clan yakuza rival no se toma en función de expansión del poder o por motivos territoriales, sino por la traición de un amante.

En este círculo de pasiones desatadas, dos hermanos se enfrentarán cada uno desde uno de los bandos. Kiriya, policía, quiere evitar que su hermano, abogado al servicio de los yakuzas, entre en esa espiral delictiva. Pero, en realidad, de lo que tiene miedo es de la corrupción de su cuerpo. Así, le repetirá en varias ocasiones a Wang, el líder del clan, que no le toque. Wang utiliza su poder físico a la hora de tratar con los demás (exhibiendo su pene en las reuniones o cortándose con los pedazos de cristal de un vaso que él mismo ha roto). Los acercamientos sentimentales son inútiles y, finalmente, todo tendrá que resolverse en una explosión de violencia en la que cada puñetazo, cada patada, sustituye una frase, un ruego. Un perdón.

Esta obsesión por el cuerpo puede venir dictada por el crisol idiomático en el que se mueven los protagonistas. Chinos y japoneses, triadas y yakuzas, se mueven en un mismo terreno, confundiéndose. Cuando, durante un interrogatorio, un sospechoso insiste en hablar un dialecto que sólo él comprende, la vía para hacerle habar será la sodomía, la violación extrema de su cuerpo. El intercambio de mensajes se ve impelido por una barrera idiomática que lleva a la actuación física.

Shinjuku Triad Society es una película seca. De planos frontales. De ritmo mesurado, carente de estridencias. Miike filma con el mismo aplomo el paseo del protagonista con sus ancianos padres como una masacre entre bandas. Lo misno le da la felación que hace un chapero para conseguir un cuchillo que le gusta que el polvo de una pareja que celebra su libertad. Todo es mostrado con el mismo distanciamiento. Miike no se permite caer en el sentimentalismo porque, al igual que sus personajes, sabe que ese un lujo que no te puedes permitir cuando te mueves en un universo amoral.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Snatch. Cerdos y diamantes

(Snatch) UK/USA, 2000. 104m. C.
D.: Guy Ritchie
I.: Jason Statham, Benicio Del Toro, Brad Pitt, Alan Ford

El comienzo de Snatchs. Cerdos y diamantes nos muestra a un grupo de rabinos que se dirigen a las oficinas de un banco. La cámara los sigue mientras éstos entran, pasan el puesto de seguridad, cogen un ascensor y tras recorrer una serie de pasillos, finalmente llegan a su destino. Por el camino, uno de los rabinos les cuenta a sus compañeros su teoría acerca de como una ligera modificación a la hora de traducir las sagradas escrituras puede marcar toda una religión. Cuando llegan a la oficina, los rabinos demuestran no ser lo que parece: tras el disfraz se esconde un grupo de atracadores cuyo objetivo es un diamante. Contado así, este comienzo puede parecer el típico de cualquier thriller, pero atendamos ahora al modo en que se visualiza la acción: el recorrido de los rabinos se nos muestra a través de las múltiples pantallas que conforman el puesto de seguridad. El atraco se fracciona en en un montaje muy corto, con la cámara moviéndose todo el rato en un frenético encadenado de zooms y giros imposibles. No se puede decir que Snatchs. Cerdos y diamantes no deje las cosas claras desde un principio.

Como ya nos avisa esa multiplicidad de pantallas, el film de Guy Ritchie se compone de un crisol de imágenes, de contínuos saltos (de personajes, de escenarios e, incluso, cronológicos) para conformar un complicado (que no complejo) puzzle cuyas partes no son más que un "más-difícil-todavía" que intenta ocultar la vacuidad del todo. Es decir, que Snatchs. Cerdos y diamantes nos cuenta de la manera más retorcida y manierista posible una historia tan simple como previsible.

La conexión Ritchie-Tarantino-Coen

En su momento, Guy Ritchie fue comparado con Quentin Tarantino. Esto demuestra hasta qué punto el fenómeno Tarantino estaba formado por una asimilación tan equivocada como simplista del discurso del director de Pulp Fiction. Ritchie coge lo más notorio de Tarantino (los personajes prototípicos de la literatura pulp, la violencia excéntrica, la estructura fragmentaria, elaborados diálogos y monólogos tan banales como definitorios de caracteres) pero vaciado de esa mirada entre cínica y respetuosa, sentimental y reflexiva, que dé entidad a lo que sino no deja de ser más que un catálogo estéril de referencias y guiños.

Más próxima está Snatch. Cerdos y diamantes al universo de los hermanos Coen (otros ejemplares de las postmodernidad) a la hora de retratar un universo absurdo habitado por una serie de excéntricos perdedores incapaces de manejar las consecuencias de sus actos. Pero Ritchie es incapaz de conferir al film ese tono de ironía existencial que empapaba de gravedad películas como Fargo o la reciente Quemar después de leer. Los caracteres del director de Lock and Stock son recortables, figuras planas que mueve de un lado a otro de manera caprichosa. De las contínuas idas y venidas que conforma el film únicamente una escena, la pelea amañada que disputa Mickey, el gitano de jerga incomprensible incorporado por Brad Pitt, consigue transmitir esa emoción necesaria que dé validez a lo que no es más que un catálogo de fuegos de artificio: tan bonitos como efímeros.

martes, 15 de diciembre de 2009

Harry el fuerte


(Magnum Force) USA, 1973. 124m. C.
D.: Ted Post
I.: Clint Eastwood, Hal Holbrook, Mitch Ryan, David Soul

Los créditos: sobre fondo rojo, una mano anónima (suponemos que la de Harry Callahan) sujeta una pistola magnum del 44. La cámara se va acercando al arma mientras se superponen los créditos. Una vez finalizados éstos, el arma apunta directamente al espectador. En off escuchamos: "Esto es una magnum del 44, el revólver más potente del mundo. ¿Te sientes afortunado?" Esta cita, una de las más célebres de Harry el sucio no sirve sólo como guiño cómplice hacia el público, sino que resulta toda una declaración de principios.

Ese famoso monólogo que definía de un plumazo el personaje de Harry fue escrito por John Milius de manera no acreditada. En esta segunda parte, Milius aparece como firmante del libreto (junto con Michael Cimino, director de otro film policíaco de culto: Manhattan Sur, con guión del no menos polémico Oliver Stone) y esa secuencia de créditos supone una afirmación de su importante papel en la película anterior. Pero también funciona como presentación de las inquietudes de Milius: el fetichismo por las armas es una constante en Harry el fuerte. El arma de Harry es tan definitoria de su personalidad como le diferencia de sus compañeros en el cuerpo o sus enemigos. El momento decisivo de la investigación del inspector Callahan se resolverá en un concurso de práctica de tiro. A lo largo del film son constante los planos de armas sacadas de sus cartucheras, recargas de munición y las pistolas parecen una parte natural del cuerpo, una extensión más del brazo. En el universo de Harry el sucio un arma no es un medio de defensa o agresión, forma parte misma del instinto de supervivencia humano.

Uno de los aspectos más polémicos de Harry el sucio fue la consideración del film, y de su protagonista, como un ejemplo de discurso fascista. Harry el fuerte parece diseñada como una respuesta a esa consideración con la creación de un grupo de vigilantes que ponen en tela de juicio la negligencia e ineficacia del sistema. Este grupo le sirve a Milius para conservar el espíritu antisistema pero, a la vez, matizarlo humanizando al personaje encarnado por Clint Eastwood, atendiendo a sus relaciones amistosas dentro del cuerpo y a su vida privada. De esta manera, Harry ya no es un personaje tan incómodo e, incluso, se le permite una declaración de principios donde dejar claro su opinión del sistema y de los vigilantes. Esta humanización del personaje principal convierte a Harry el fuerte en un film más violento que el anterior, con un número superior de muertos y unas escenas de acción más directas y espectaculares. Con todo, el último plano del film vuelve a dejar al héroe solo en un escenario desolado. La maldición que tiene que arrastrar quien vive en una espiral de violencia sino quiere arrastrar a esa espiral a aquellos que más quiere.

lunes, 14 de diciembre de 2009

WALL·E


(WALL·E) USA, 2008. 98m. C.
D.: Andrew Stanton
I.: Ben Burtt, Elissa Knight, Jeff Garlin, Fred Willard

1. Posiblemente WALL·E sea lo más cercano que un estudio de animación occidental puede estar del estudio Ghibli. Como no podía ser de otra manera, estamos hablando de Pixar Animation, quienes desde la fundacional Toy Story han invertido todos sus esfuerzos no sólo en desarrollar las posibilidades técnicas de la animación 3D, sino en demostrar que bajo la tecnología del mañana puede pulsar el corazón del pasado.

Como en las películas de Hayao Miyazaki, en WALL·E se combina el lirismo con la épica para desarrollar un mensaje ecologista quizás obvio, pero demoledor en su crítica a la capacidad del hombre por destruir el propio planeta en el que vive en búsqueda de un paraíso tan perfecto cómo estéril de emoción. En sus imágenes conviven el profundo aliento de la poesía con el arrollador tour de force de una búsqueda contrarreloj. Los dos protagonistas del film definen a la perfección las características de éste: un desfasado robot diseñado para recoger basura y una estilizada arma de destrucción masiva pueden protagonizar una historia de amor tan tierna como prototípica.

2. Cuando John Lasseter, fundador de Pixar Animation, se convirtió en el director creativo de los estudios Disney, una de sus primeras decisiones fue volver a abrir los estudios dedicados a la animación tradicional que recientemente, y en una decisión reprobable, habían sido cerrados. Que WALL·E, al igual que el resto de producciones de Pixar, luzca un acabado técnico ya no sólo de primera, si no a la vanguardia del resto de compañías, no significa que haya olvidado a sus ancestros.

La primera media hora del film, carente por completo de diálogos, es un encadenado de gags visuales cuya composición y perfecto timing retrotae tanto al cine cómico mudo como a los cartoons más primigenios. Si Miyazaki sigue empeñado en crear películas artesanales, Pixar combina el lápiz y el ratón en una simbiosis que delata que detrás de las imágenes hay animadores pura sangre. Un ejemplo son los créditos finales de WALL·E en los cuales aparece caracterizados los personajes mediante píxeles, como si fueran protagonistas de un vídeo-juego arcaico. En este sentido, la historia de WALL·E es toda una declaración de principios: el encuentro de una cinta de casette y un iPod convertido en una de las relaciones más emocionantes de los últimos años.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Osaka Tough Guys

(Naniwa yuukyôden) Japón, 1995. 101m. C.
D.: Takashi Miike
I.: Sei Hiraizumi, Kentarô Nakakura, Hachirô Oka, Yoshiyuki Omori.

Los primeros minutos de Osaka Tough Guys resultan tan desconcertantes como clarificadores de las intenciones de su director, Takashi Miike. El film arranca con unos planos de la bulliciosa vida noctura en la ciudad de Osaka. Las calles repletas de gente, la iluminación de los carteles de anuncios que parece querer rivalizar con la oscuridad de la noche, el humo que sale de los bares. Los protagonistas del film, Makoto y Eiji, salen de uno de esos bares con una considerable borrachera. El encuentro con un grupo de macarras que están molestando a una chica originará una pelea en la se utilizarán como armas defensivas tanto los puños de Makoto como los contínuos vómitos de Eiji. Hasta aquí, Osaka Tough Guys se nos presenta como un film más o menos realista. Pero, de improviso, aparece un tipo vestido de militar que es perseguido de manera implacable por una extravagante criatura (una especie de gigantesca muñeca repollo) a los sones del tema de Terminator, de Brad Fiedel. Esta mezcla de realismo y parodia será una constante en el film.

Osaka Tough Guys es una comedia delirante, grotesca y, en numerosas ocasiones, surrealista. Los progresos de los dos amigos en un decadente clan yakuza es un encadenado de gags, casi a modo de autoconclusivas tiras cómicas, cuyo motor casi siempre es de raiz escatológica o sexual (o ambas a la vez). Una mezcla entre un humor infantil en su simpleza y pervertido en sus intenciones, aderezado con recursos expresivos sacados del manga e, incluso, elementos metalingüísticos (la escena en la que uno de los personajes destroza un local de karaoke con sus cantos y, de paso, la pantalla del espectador).

Pero, además, en el fondo Osaka Tough Guys también ofrece un panorama desolador de las escasas opciones de la juventud nipona. Producto de un sistema educativo deficiente y corrupto, Makoto y Eiji son carne de cañón para los clanes yakuza, que reclutan a sus miembros entre una juventud de raquítico pasado y escaso futuro. La novia de Makoto ve cómo sus aspiraciones de convertirse en una estrella de cine la llevan a ser utilizada como involuntaria actriz en producciones pornográficas ilegales patrocinadas por la yakuza. Incluso el clan al que pertenece los protagonistas tiene que hacer uso de negocios absurdos y trapicheos vergonzosos en un panorama decadente en el que hace tiempo que se perdió la elegancia y el honor. Osaka Tough Guys recurre al humor más absurdo como fórmula evasiva para retratar una realidad demasiado cruda y deprimente.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Jungla de cristal

(Die Hard) Usa, 1988. 131m. C.
D.: John McTiernan
I.: Bruce Willis, Bonnie Bedelia, Reginald VelJohnson, Alan Rickman

Ver hoy Jungla de cristal produce cierta consternación. En estos tiempos en que estamos viviendo, en el que el cine de gran espectáculo está remitiendo al cinematógrafo a ese espectáculo de barraca de feria del que surgió, lleno de luces de colores y música atronadora con los que embelesar (casi me atrevería a decir embobar) a los espectadores, una película como la dirigida por John McTiernan en 1988 parece producto de una época muy, muy lejana (y sólo han pasado 21 años. No nos enganémos, los 80 todavían están a la vuelta de la esquina).

Jungla de cristal fue el blockbuster de 1988, al igual que 2012 o G.I. Joe lo son de 2009. Una superproducción cuyo objetivo es el entretenimiento de su público, despertar su emoción y asombro. Pero lo hace con unas técnicas hoy olvidadas en la mayoría del cine de acción: tomándose su tiempo para retratar tanto a los personajes como el espacio por el que se mueven. McTiernan hace gala de una puesta en escena tan clásica como estilizada, sumamente elegante, acorde con el lujoso escenario en el que transcurre la acción. Pero sin escatimar la fisicidad necesaria en este tipo de cine: los personajes sudan y sangran, la violencia es cruda y directa. Una de las grandes paradojas del cine actual (al menos en su vertiente más comercial) es como en tiempos de alta definición, las imágenes son cada vez menos reales.

Jungla de cristal es, por otro lado, un ejemplo de cine de acción postmoderno. La ironía que exuda el film no proviene sólo de la actitud de John McLane, sino que es el corazón mismo de la película. McLane no es un héroe de acción, sino el tipo de persona que acostumbra a ver este tipo de productos en la tv de su casa (a lo largo del film se hace mención explícita de estrellas del género como John Wayne o el mismo Schwarzenegger) que se ve metido en una situación que no controla y de la que tendrá que salir haciendo uso de sus instintos. La policía, con su aparatoso despliegue de medios nada podrá contra un enemigo igualmente tecnificado. Sólo un hombre reducido al más puro instinto de supervivencia, en un medio hostil (en las escenas finales, el moderno edificio Nakatomi se transformará en un territorio selvático) podrá plantarles cara. Al igual que ante el poder de la infografía que nos asola hoy, solo una película de acción a la antigua usanza puede despertar nuestra emoción.

jueves, 10 de diciembre de 2009

El beso del asesino


(Killer's Kiss) USA, 1955. 67m. B/N.
D.: Stanley Kubrick
I.: Frank Silvera, Jamie Smith, Irene Kane, Jerry Jarrett.

Una vez borrado del mapa de su filmografía el film bélico Fear and Desire, realizado dos años antes, decepcionado por los resultados artísticos conseguidos, Stanley Kubrick situó El beso del asesino como su ópera prima oficial. Curiosamente, hoy en día en un film casi olvidado y para la mayoría de aficionados la filmografía del director norteamericano empieza con Atraco perfecto. Al igual que ésta, El beso del asesino es un relato de cine noir en blanco y negro que nos presenta a un boxeador fracasado intentando comenzar una nueva vida junto a su vecina, quien arrastra un pasado traumático que ha marcado su presente. Ambos son dos seres descarriados que se autocastigan como manera de expiar las culpas por una vida que ellos mismos se han encargado de llevar a un callejón sin salida (al comienzo del film, antes de un combate, Davey, se mira en un espejo y tuerce su nariz con un dedo, como si ya supiera que el resultado del combate está decidido en su contra; Gloria trabaja en un salón de bailes, siendo la pareja de quien pueda pagar su compañía y mantiene relaciones con un hombre que detesta). El destino les colocará uno enfrente de otro, para que vean reflejado en el otro su propia vida y, de esa manera, puedan encarrilarla.

El beso del asesino es un modesto film de bajo presupuesto en el que Kubrick se hizo cargo práctimante de todo el apartado técnico (dirección, guión, producción, fotografía y montaje). Quizás por ello, los personajes se mueven en ambientes humildes, casi degradados. Al principo del film, se nos muestran los carteles del próximo combate del protagonista, todos ellos rotos, tirados en el suelo o arrastrados por el viento: síntoma de una carrera que ya no interesa a nadie. El protagonista vive en un diminuto apartamento y tendrá que enfrentarse a un grupo de matones de baja estofa: una versión callejera de la mafia. El propio Davey dará muestra de un escaso heroismo, un don nadie metido en problemas sin el carácter para enfrentarse a ellos: cuando intenta salvar a Gloria, es incapaz de desatar las cuerdas que la aprisionan y apuntar a sus enemigos a la vez; en cuanto puede, huye de éstos dejándola en poder de los malhechores.

Si bien nos encontramos lejos del perfeccionismo técnico por el que Kubrick alcanzará fama (y no poca polémica) en posteriores películas, El beso del asesino ofrece algunos detalles visuales que dan muestras del incipiente talento del director de La naranja mecánica: desde ciertos planos de composición geométrica (el protagonista hablando con su familia por teléfono mientras en el espejo se refleja Gloria; la toma desde las escaleras del salón de baile; Davey esperando en la estación de tren o empequeñecido por los gigantescos edificios que parecen burlarse de su insignificacia existencial) a estilizados movimientos de cámara (Gloria atravesando la calle en travelling lateral; el travelling subjetivo con la película en negativo, premonición del aciago futuro del protagonista) así como una estructura con flashbacks dentro de otros flashbacks. En el enfrentamiento final, los dos rivales por el amor de Gloria lucharán en un almacén lleno de maniquíes en un anticipo de posteriores logros del director: los combates de gladiadores de Espartaco; y los maniquíes, espectadores insensibles de una lucha a muerte como reflejo de la progresiva deshumanización del cine del autor de 2001: Una odisea del espacio.

martes, 8 de diciembre de 2009

¿Qué habéis hecho con Solange?

(Cosa avete fatto a Solange?) Italia/Alemania, 1972. 103 m. C.
D.: Massimo Dallamano
I.: Fabio Testi, Christine Galbo, Karin Baal, Joachim Fuchsberger.

En un principio, ¿Qué habéis hecho con Solange? cumple todos los requisitos para ser considerado un giallo en estado químicamente puro: un asesino misterioso, de negro y enguantado; un grupo de sospechosos a cual más pintoresco; los asesinatos en primera persona del singular; un arma blanca como objeto de agresión; la protagonista, tras ser testigo accidental del crimen, guardará el recuerdo en su memoria convenientemente fragmentado, escapándosele esa pista que servirá para desenmascarar al asesino; la acción acontece en una escuela femenina. Pero el film de Massimo Dallamano parece quere decirnos algo más.

El protagonista, Enrico Rosseni, es un profesor de gimnasia (e italiano) que imparte clases en la misma escuela cuyas alumnas están siendo asesinadas. Mantiene una relación en secreto con una de esas alumnas. El ambiente católico de la escuela crea un ambiente opresivo, de sensualidad reprimida. Enrico es el único profesor joven y guapo del claustro. Mientras en casa mantiene una relación de tensión y contínuas discusiones con su mujer, sus citas con Elizabeth estás marcadas por el romanticismo. Cuando las víctimas son encontradas desnudas, con un cuchillo clavado en la entrepierna, y las sospechas caen sobre un cura, ¿Qué habéis hecho con Solange? parece querer convertirse en un giallo laico. Una crítica a la opresión católica, que ata la sexualidad de sus ciudadanos, que castiga a aquellos que dan rienda suelta a sus sentimientos.

Pero, al igual que ocurre con los recuerdos de Elizabeth, hay algo que no encaja. Fijémonos en los créditos del film: en cámara lenta, seguimos la imagen de las futuras víctimas en bicicleta, riendo. La imagen está virada al color rojo, marcando a las chicas. Observemos el deleite con el que la cámara se detiene para mostrar los cuerpos desnudos de las alumnas mientras se duchan. La obsesión con la que se nos muestra los crímenes, haciendo hincapié en ese falo mortal que acaba con sus víctimas. Hacia el final, una vez descubierto el oscuro secreto que motiva al asesino, ¿Qué habéis hecho con Solange? muestra sus cartas: bajo su apariencia de giallo liberal se esconde un producto a la vez morboso y reaccionario. Un film que utiliza el atractivo físico de sus protagonistas como reclamo voyeurístico a la vez que las castiga por esa misma sexualidad liberada. Una contradicción que sólo los italianos son capaces de mantener con la cabeza bien alta.

Bodyguard Kiba: Apocalypse of Carnage


(Bodigaado Kiba: Shura no mokushiroku) Japón, 1994. 64m. C.
D.: Takashi Miike
I.: Noriko Arai, Takanori Kikuchi, Megumi Sakita, Takeshi Yamato.

En una entrevista Takashi Miike declaró que no le gustaban las segundas partes porque denigraban el original. Por tanto, cuando tenía que abordar una secuela procuraba hacerla lo más diferente posible al original. En la continuación de Bodyguard Kiba volvemos a encontrarnos al karateca Kiba protegiendo a un cliente, en este caso femenino, con el propósito de ganar dinero para su clan, la escuela de kárate Daito. Pero más allá de este punto de partida, ni el tono ni el argumento del film remiten al original.

De entrada, Bodyguard Kiba: Apocalypse of Carnage abandona la mixtura genérica de su predecesora para ser un film de artes marciales en estado puro. Literalmente. Miike no sólo sustituye los personajes de un yakuza eiga por iconos de las películas de artes marciales (los combates en un dojo, monjes luchadores e, incluso, ninjas) sino que propone un contraste entre la pureza de una película de kárate y la perversión de las películas de yakuzas. Tras ser atacados durante su visita a un templo, Kiba le dice a su cliente que le extraña que sus contrincantes no hayan utilizado armas de fuego, cuando "hoy en día en Japón todo el mundo puede conseguir una". Los enemigos de Kiba se reúnen y actúan como si fueran yakuzas, y a ellos están dedicadas las escenas nocturnas, paseándonos por los barrios más degradados y llevándonos a vulgares locales donde buscar una diversión inmediata y, por tanto, efímera. Todas estas escenas son rodadas por Miike dando a la imagen un movimiento nervioso y utilizando el montaje corto, contagiando a su puesta en escena del ambiente hedonista y patético que muestran las imágenes.

El honor, tan importante en los films de artes marciales como en las películas de yakuzas, se verá pervertido por un sentimiento de venganza incubado en el pasado. En un mundo regido por las armas de fuego, la codicia y la traición, sólo un combate mano a mano, puño contra puño, de dos luchadores, entre el pasado (el escenario: las ruinas de un templo) y el presente (el combate al aire libre) puede limpiar el alma de un hombre.

lunes, 7 de diciembre de 2009

El jinete pálido

(Pale Rider) USA, 1985. 115m. C.
D.: Clint Eastwood
I.: Clint Eastwood, Michael Moriarty, Carrie Snodgress, Christopher Penn.

Una figura oscura, cabalgando sobre un caballo de piel blanca, aparece como respuesta a las súplicas que una joven hace a aquellos poderes que están por encima de los hombres y que se divierten jugando juegos de azar con el destino de éstos. Esta figura aparece arropada por un poderoso álito telúrico (esos magníficos planos aéreos de las montañas y las nubes). Desde su primera aparición, el Predicador encarnado por Clint Eastwood concentra en su enigmática presencia toda la fuerza de un poder bíblico: es tanto la esperanza de los desvalidos como el inmesiricorde castigo de los opresores. Un deus ex machina investido de ángel exterminador.

Este tono fantástico, casi sobrenatural, es reforzado por una fotografía tenebrista. Todos los personajes se ven atrapados por las sombras que les impiden avanzar: Sarah intenta reconstruir su vida con otro hombre, pero el abandono de su anterior marido la ha obligado a encerrarse en sus propios sentimientos, sin compartirlos con nadie; Hull Barret se niega ha dejarse arrebatar lo que es suyo, quizás para demostrarse a sí mismo que es capaz o para demostrarle a Sarah que puede darle seguridad, una obcecación que se vuelve obsesión; Megan quiere dejar atrás cuanto antes la infancia y entrar en el mundo de los sentimientos y placeres adultos, queriendo aprovechar una vida que se prevee corta; incluso la ciudad, siempre retratada de día, parece manifestar lo efímero de su presencia: con los edificios sin pintar y la calle siempre vacía se asemeja a un pueblo abandonado. El jinete pálido bajo su apariencia de western, en realidad es una película de fantasmas.

Fantasmas terriblemente físicos, como demuestra el cuerpo marcado del predicador, con esa corona de espinas formada por cicatrices de impactos de bala. Los cuerpos se abren sangrientamente, reducidos a carne mutilada por los golpes que reciben. En varias ocasiones, el predicador aparece y desaparece delante de los ojos que lo observan. En el enfrentamiento final, hace uso de una habilidad de ubicuidad. Como si nos encontráramos antes un espectro, la sombra de un hombre cuya misión no sabemos si es impartir justicia o expiar las culpas de una vida anterior marcada por la muerte.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Shinjuku Outlaw

(Shinjuku autoroo) Japón, 1994. 94m. C.
D.: Takashi Miike
I.: Hakuryu, Yumi Iori, Ruby Moreno, Kiyoshi Nakajo.


Al año siguiente de Bodyguard Kiba (e intercalando por medio las dos partes de Oretachi wa tenshi ja nai, también para el mercado doméstico), Shinjuku Outlaw significa una nueva aproximación de Takashi Miike al yakuza eiga (cine de yakuzas) aunque en esta ocasión de un modo más directo (sin la mixtura genérica de aquélla) y dando como resultado un film más oscuro (a diferencia de Bodyguard Kiba la mayoría de las escenas son nocturnas) y de tono marcadamente fúnebre.

De hecho, en el prólogo vemos "morir" por primera vez al protagonista, Yomi, tras intentar (y conseguir) acabar con el jefe del clan yakura rival. Durante diez años permanece en coma y su "resurrección" es planificada por Miike como si se tratara de la escena de una película de terror: Yomi permanece postrado en una cama rodeada de unas cortinas que nos impiden verle; un vigilante permanece dormido; es de noche y la furiosa lluvia azota los cristales con fuerza; la cámara nos muestra el despertar del durmiente a través del gráfico que marca sus signos vitales, cada vez más descontrolado. Cuando el vigilante se despierta y se da cuenta de lo que ocurre dice: "¡Está vivo!", como si fuera un doctor Frankenstein ante el nacimiento de su criatura.

Este renacimiento marca la trayectoria posterior del protagonista. Sabe que no es una segunda oportunidad, sino más bien una especie de prórroga en la que el resultado final ya ha sido decidido. Su única opción es dejar las cosas lo mejor que pueda. Este setimiento vital impregna todo lo que rodea a Yomi de un tono fúnebre, como recordándole lo inevitabe de su destino: varias veces hace mención a que ya murió una primera vez; en un momento determinado le llaman "medio-zombi". La actitud de Yomi, despreciando la muerte, imperturbable cuando le apuntan con una pistola, le acercan mas a un muerto en vida que a un ser vivo. Incluso en un acto tan vitalista y carnal como es el sexo tendrá que enfrentarse al cañón de una pistola.

En Shinjuku Outlaw la guerra yakuza se ha desgeneralizado a través de una globalización criminal. Los enfrentamientos por las zonas de poder ha pasado a ser por el poder racial. En este punto, en el que las nacionalidades se confunden, arrastrando las identidades, Yomi es el perfecto juez. No se siente perteneciente a ningún clan, a ningún lugar. Su única concesión a los sentimientos es a traveés de una prostituta que, como él, puede pertenecer a cualquiera sin ser nunca de nadie. Y sabe que esta relación está marcada por el fatalismo incluso antes de su existencia. Pero, al menos, le procura la mayor manifestación de amor posible en un marco en el que la codicia está por encima de las personas: la purificación a través del fuego de aquello que marca el devenir del mundo, que marca el poder: el dinero y la droga.

El padrastro

(The Stepfather) USA, 1987. 89m. C.
D.: Joseph Ruben
I.: Terry O'Quinn, Jill Schoelen, Selley Hack, Charles Lanyer.

De entre el aluvión de películas slasher que asoló (y a muchos atormentó) durante la década de los 80, El padrastro destaca por ser uno de los ejemplos más serios e inteligentes. Convertida hoy en una película de culto (hasta el punto de justificar, si es que hace falta, un reciente remake) no se diferencia tanto del resto de producciones del estilo. Es más, lo más interesante es como utiliza los lugares comunes del subgénero para mostrar su reverso.

Por lo general, en los psycho-thrillers al uso el mal toma una forma extraña, cuando no abstracta, para demoler nuestro entorno común. Es decir, el mal viene de fuera para cuestionar nuestra realidad inmediata. En El padrastro el mal se incuba en el interior. La institución familiar como campo de batalla de los buenos modales, de la tolerancia entre semejantes en pos de un status quo predeterminado. El personaje de Jerry Blake (un excelente Terry O'Quinn, convertido en actor de culto gracias a este film, años después de masas por su participación en la serie Lost) no utiliza una máscara exterior al estilo de Michael Myers o Jason Vorhees (que no dejaba de ser una señal de alarma tanto como seña de despersonalización), sino que su máscara es física y atractiva. No repele, sino que atrae. Y ahí radica su poder. El escenario no es atacado, sino que se transforma. Lo seguro se convierte en peligroso. Lo familiar, perturba. Los contínuos movimientos de cámara sirven para pasar de una escena idílica a un momento de horror puro sin que haya corte, pues todo es lo mismo. Como en las películas de casas encantadas, el pestillo de la puerta sirve para encerrarnos en nuestra propia pesadilla.

Es por eso que en su tramo final El padrastro explota en una espiral de violencia. Tras un recorrido implacable, de concentración del suspense, aparece la sangre, los sustos y, también los desnudos (la adorable Jill Schoelen). No se trata de una concesión a la parte más comercial del género. Es la constatación de la mascarada. Hemos caido en la trampa: El padrastro no está tan lejos de Viernes 13, sólo es más sutil. Un cepo cálido y acogedor.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Bodyguard Kiba


(Bodigaado Kiba) Japón, 1993. 93m. C.
D.: Takashi Miike
I.: Hisao Maki, Masaru Matsuda, Daisuke Nagakura, Ren Oosugi.


Es bien sabido que el hoy afamado Takashi Miike comenzó su carrera dentro del mercado del vídeo, facturando producciones de bajo presupuesto centradas generalmente en el género de acción/policíaco en su vertiente yakuza. Bodyguard Kiba, la quinta película de su filmografía y basada en un manga de Ikki Kajiwara y Ken Nakagusukues, un buen ejemplo de las cualidades por las cuales Miike ha llegado a convertirse en el director reconocido y respetado que es hoy en día.

Si algo ha caracterizado al director nipón es su capacidad para moverse entre distintos géneros, respetando las características intrínsecas de cada uno, pero, a la vez, intentando llevarlos al límite. Así, este Bodyguard Kiba se nos presenta como una amalgama de subgéneros dentro del marco del cine de acción: una película de yakuzas (con el protagonista, Junpei, intentando robar a su antiguo clan una importante suma de dinero con la que empezar una nueva vida con su novia) cruzada con el cine de artes marciales (Kiba, el guardaespaldas contratado por el anterior para protegerle, y que tendrá que hacer frente a los desafios de diferentes escuelas de artes marciales) a través de una estructura que combina la road movie (el viaje desde Tokio a Okinawa) con la buddy movie (la relación entre el guardaespaldas y su cliente).

Miike ofrece lo que se espera de este tipo de productos: violencia y erotismo. Y lo hace con un estilo seco y directo, pero siempre atento a los detalles. La violencia es usada tanto como acto de dominación como de defensa, incluso como medio de reafirmación de un honor derribado bajo los puños de un destino inevitable. El sexo tiene la sensualidad del deseo concentrado, de la espera que por fin termina; pero también puede ser un arma para el engaño y la humillación.

Bodyguard Kiba acontece en los suburbios del crimen. La organización yakuza que persigue al protagonista malvive en un destartalado bloque de apartamentos: es una pálida sombra del ideario mafioso (memorable en su patetismo el plano del jefe yakuza afeitándose en el tejado con una maquinilla eléctrica) y Junpei sólo pretende convertir sus sueños en realidad a través de otro, aceptando así su propio fracaso. Reflejo de la propia situación de Takashi Miike, quien, a través del cine de consumo rápido y directo para la pequeña pantalla doméstica, a la sombra de las grandes salas de cine, pretendía, como Junpei, escalar hacia la cima del cine de género.