domingo, 31 de enero de 2010

Impacto

(Blow Out) USA, 1981. 107m. C.
D.: Brian De Palma
I.: John Travolta, Nancy Allen, John Lithgow, Dennis Franz

Vivimos tiempos dominados por el ejercico del remake. O al menos, eso parece. Los proyectos de versionar éxitos del pasado son anunciados constantemente. Por supuesto, no es una creación de nuestros tiempos. Por ejemplo, la última película de Cecil B. DeMille, Los diez mandamientos, de 1956, era una segunda versión de film homónimo dirigido por él mismo en 1923. En estos tiempos de crisis financiera y creativa, la mayoría de los remakes consisten en un intento de (re)iniciar franquicias ya agotadas a través del truco de un nuevo comienzo (los próximos estrenos de las "nuevas" Pesadilla en Elm Street o Robocop) o la importación de éxitos foráneos adaptados a los ojos de los espectadores americanos (The Ring, Vanilla Sky o la inminente Déjame entrar). Con excepciones (dejo para otra ocasión el por qué los remakes de los clásicos del cine de terror contemporáneo -Zombi, La matanza de Texas o Las colinas tienen ojos- han dado lugar a unas nuevas versiones tan afortunadas) el ejercicio del remake suele resultar en la simple puesta al día de los aspectos tecnológicos del film.

Impacto es un ejemplo perfecto de lo que puede dar de sí un remake, quizás por que no lo es. (al menos, oficialmente) Brian De Palma parte de la idea central de Blow Up. Deseo de una mañana de verano de Michelangelo Antonioni para adaptarla tanto a los nuevos tiempos cinematográficos en que nace como al estilo de su director. Si en el film de 1966 un prestigioso fotógrafo descubría que tras las imágenes que había tomado en un parque siguiendo a una pareja de enamorados se escondía un asesinato, ahora un técnico de efectos de sonido para películas de terror de serie B captará con su equipo el accidente de coche en el que fallece un importante senador, desvelando en ese sonido grabado los indicios de una conspiración. Si Blow Up podía considerarse un thriller (o, mejor, un giallo) metafísico donde la investigación de un crimen se diluía a través de una puesta en escena sensual y etérea, más centrada en la desintegración de la percepción de la realidad de su protagonista que en la resolución de una investigación policíaca, Impacto pone en primer término el aspecto más lúdico de aquella. Pero hay algo que une a ambos films: son películas pegadas a la época en la que nace: Si la manipulación física y ritualizada de las imágenes que hace Thomas no tendría sentido en los tiempos de la fotografía digital y el photoshop, la artesanal y analógica búsqueda de Jack Terry (John Travolta) resulta anacrónica en nuestro mundo Full HD.

Posiblemente envalentonado por el éxito de Vestida para matar, Impacto supone la primera representación de lo que podríamos llamar el universo depalmiano: la construcción de un escenario fílmico en el que la manipulación del tiempo y el espacio convierten a De Palma en un demiurgo que mueve a sus personajes como si fuesen fichas cuyos movimientos a través de laberínticos caminos desembocan en la conformación de un puzzle a modo de grand finale dramático. Y todo ello utilizando a fondo los recursos narrativos y estilíticos que le ofrecen el cinematógrafo: la pantalla cortada (el momento en el que en una parte vemos la noticias hablando del senador y, en la otra, a Jack trabajando, enlazando el destino de ambos), elaborados movimientos de cámara (el constante y mareante giro de 360º con el que refleja el vértigo del protagonista al descubrir que todas sus cintas han sido borradas) o el uso de la tecnología (que marca tanto el pasado como el futuro del protagonista). Pero, ante todo, destaca el amor que siente De Palma por el cine reflejado en su capacidad para transformar una vulgar película de terror en un hermoso epitafio.

sábado, 30 de enero de 2010

Blow Up. Deseo de una mañana de verano

(Blowup) UK/Italia/USA, 1966. 111m. C.
D.: Michelangelo Antonioni
I.: David Hemmings, Vanessa Redgrave, Sarah Miles, Peter Bowles

Blow Up. Deseo de una mañana de verano (inspirada en el relato de Julio Cortázar, Las babas del diablo) supone la culminación de lo que se dio en llamar el cine de la incomunicación, y que Antonioni inauguró con La aventura en 1960, y continuó con La noche, en 1961, El eclipse, en 1962 y El desierto rojo en 1964. Un cine en el que los personajes, por lo general gente acomodada, pertenecientes incluso a la burguesía más elitista, descubren que más allá de su realidad circundante, la que viven día a día, existe otra realidad, una realidad paralela que, de golpe, les desorientan, sintiéndose perdidos e incapaces de comunicarse con sus semejantes. Por lo general, un suceso misterioso es el detonante de ese descubrimiento. Si en La aventura era la repentina desaparición de una persona, en Blow Up. Deseo de una mañana de verano es un asesinato.

David Hemming interpreta a Thomas, un prestigioso fotógrafo cuya visión del mundo es filtrada por el objetivo de su cámara. Una visión muy superficial como demuestra el que sea capaz de pasar de fotografiar la suciedad y la pobreza en la que viven los trabajadores de una fábrica a realizar sesiones con modelos representantes de la atmósfera pop y modernista del Londres de los 60 sin que parezca afectarle. Thomas es un personaje que deambula, toda la película se está moviendo de un lado para el otro. Durante la primera mitad le seguimos de su estudio a la casa de un amigo pintor, el encuentro con su editor y la posterior visita a una tienda de antigüedades, el paseo por un parque. Todos esos movimientos están dictados por su interés por captarlo todo, cualquier escenario, cualquier movimiento, para captar, retratar la realidad. Una realidad que se descubre como un elaborado trampantojo. La mirada de artista de Thomas le abrirá paso a esa dimensión paralela que sostiene la nuestra, ese reverso negativo en el cual un idílico paseo por el parque entre dos enamorados se transforma en un frio asesinato. Tras este descubrimiento, Thomas ya no puede ser la misma persona. Tras este fugaz instante de lucidez , Thomas pasará de deambular a vagar, andar desnortado, perdido ante un mundo que ya no reconoce. También consternado ante la futilidad de todo intento de representar la realidad, pues esta se descubre como volátil, licuosa.

Blow Up. Deseo de una mañana de verano es posiblemente la película más popular de Antonioni, convertida hoy en día en todo un icono estético (su portada se ha representado en varias ocasiones en camisetas y en serigrafías) como histórico (la representación del swinging London, movimiento cultural reflejado tanto en el trabajo del protagonista -sus sesiones de moda- como en el ambiente hedonista que marca las imágenes -los jóvenes mimos que recorren la ciudad a modo de artistas callejeros, los conciertos de rock en recintos subterráneos, las drogas y el alcohol que impregnan las reuniones de la alta sociedad, la promiscuidad y libertad sexual). Esta popularidad se ha visto reflejada en la prolongada influencia que Blow Up. Deseo de una mañana de verano ha tenido en el cine posterior a su estreno: los desolados ambientes urbanos, recorridos por individuos solitarios (generalmente artistas) inmersos en misterios cuya resolución está ante sus ojos pero son incapaces de comprender, del cine de Dario Argento (El pájaro de las plumas de cristal o Rojo oscuro, también interpretada por David Hemmings); la representación de esa realidad alternativa a través de unas imágenes de fuerte sensualidad, cuya ensoñadora belleza las vuelve tan cegadoras como etéreas (Picnic en Hanging Rock) o el movimiento que deviene desorientación como reflejo de la imposibilidad de aprehender la realidad (Zodiac, Demonlover, Eyes Wide Shut). Influencia que tuvo su justo reconocimiento en 1981 con la relectura que Brian De Palma hizo del film de Antonioni en la excelente Impacto (Blow Out).


jueves, 28 de enero de 2010

El intercambio

(Changeling) USA, 2008. 141m. C.
D.: Clint Eastwood
I.: Angelina Jolie, Michael Kelly, John Malkovich, Colm Feore

Las primeras imágenes de El intercambio hacen gala de ese clasicismo que siempre sale a relucir cada vez que se habla del cine de Clint Eastwood. La grúa que nos muestra el barrio residencial en el que vive la protagonista, la fotografía de tonos dorados que refleja la antigüedad de los hechos narrados (finales de los años 20). Pero hay un detalle: el plano del comienzo se abre en blanco y negro, y a medida que desciende la grúa, se va coloreando, poco a poco. Este artificio nos advierte de que todo lo que vamos a ver es una representación. Christine Collins (Angelina Jolie) se levanta para hacerle el desayuno a su hijo de 9 años; lo acompaña al colegio y, después, se dirige a su trabajo donde es una empleada muy reconocida por sus jefes. Es un ejemplo de mujer independiente, capaz de llevar adelante su vida y la de su hijo y ser aceptada por la sociedad. Hasta que se sale de los esquemas que ésta le había impuesto. En el momento en el que Christine se niega a seguir el juego (cuando su hijo desaparece y se pone en contacto con la policía, esta le presenta a un niño diferente, desoyendo las quejas de la madre, quien insiste en que este no es su hijo) se pone en marcha un mecanismo que convierte a los ciudadanos en piezas de un tablero que se pueden mover al antojo de los poderes interesados. Tras la brillantez de las imágenes, la calided de la luz, se esconde un pozo de intereses y manipulación.

Es cuando se sumerge en el corazón del horror que da vida a un cuerpo impecable por fuera pero enfermo por dentro cuando El intercambio se desnuda y muetra su verdadera identidad: es una película de terror: el travelling en el que Christine mira por última vez a su hijo tras la ventana tiene tanto un tono premonitorio como fantasmagórico, como si fuese un fantasma, una presencia de un cuerpo que ya no pertenece a ese lugar; el regreso de Christine con su falso hijo transforma la casa en un espacio tenebroso en el que lo siniestro (lo familiar que retorna convertido en algo diferente, distinto) ensombrece la atmósfera; el ingreso de Christine en un sórdido manicomio, representación del lado más angustioso y amenazador de la sociedad que intenta limpiar. Terror que explota en una oscura sala, donde tras la mirada inocente de un niño se esconde la mayor atrocidad de la que es capaz el ser humano. El angustioso descubrimiento de una fosa común repleta de restos infantiles transforma la idílica América en un enorme armario repleto de esqueletos que pesan sobre la conciencia de todos los habitantes y ni siquiera la justicia ni el castigo logrará que los vecinos vuelvan a mirarse sin pensar lo que se esconde entre la impecablemente hierba del césped (como bien reflejó David Lynch en Terciopelo azul).


martes, 26 de enero de 2010

China Girl

(China Girl) USA, 1987. 89m. C.
D.: Abel Ferrara
I.: James Russo, Richard Panebianco, Sari Chang, David Caruso

Con China Girl, escrita por su guionista habitual Nicholas St. John, Abel Ferrara prosigue con el alejamiento del terreno genérico en el que había iniciado su filmografía, el cine de terror de bajo presupuesto, que ya había iniciado en su anterior Ciudad del crimen, pero, al igual que ésta, sin abandonar del todo las señas de identidad de su primera etapa. Esta actualización del eterno "Romeo y Julieta", de Shakespeare, en clave racial permite a Ferrara realizar una mixtura entre el drama propio de la historia y la acción que surge de situar la acción en las conflictivas calles de Nueva York, concretamente en el enfrentamiento entre bandas callejeras de Chinatown y Little Italy.

Este escenario emparenta a China Girl con Malas calles, de Martin Scorsese, tanto en su mirada costumbrista (los puestos de venta en las calles, la procesión católica, la importancia de la gastronomía en el modo de vida de sus habitantes) como en la energía con la que Ferrara pone en imágenes la historia de amor entre un chico italoamericano y una joven china en medio de un fuego cruzado marcado por los intereses de tres generaciones: la del dinero, la de la violencia y la del amor. La primera pertenece a los adultos, quienes quiren mantener un status quo cuyo único objetivo es mantener un equilibrio financiero carente de espíritu (en un momento del film se acusa al capo mafioso de que ni siquiera vive en el barrio); en cambio, los adolescentes con la excusa de una pureza tanto de la sangre como de las tradiciones lo que hacen es intentar dar una justificación a sus impulsos violentos y casi psicopáticos que Ferrara retrata con violentas peleas en oscuros callejones, acercando al film a los esquemas del cine de acción de pandilleros; serán los más jóvenes, la pareja protagonista, la que represente un acercamiento entre los dos bandos a través del amor y que manifiestan, aquí sí, una pureza en sus sentimientos que aportan las escenas más conmovedoras de la película (el baile inicial, a modo de ritual de cortejo en el que la atracción física sustituye cualquier pensamiento xenófobo o la declaración de amor que cada uno hace en el idioma del otro). Incluso, en el desenlace inevitablemente trágico, Ferrara se permite una apunte poético de esperanza: la fuerza del amor puede transformar a las balas en el lazo de unión eterno para dos seres cuyo romance está por encima de las tradiciones, de la sangre e, incluso, de la propia vida.

domingo, 24 de enero de 2010

Young Thugs: Innocent Blood

(Kishiwada shônen gurentai: Chikemuri junjô-hen) Japón, 1997. 108m. C.
D.: Takashi Miike
I.: Seiji Chihara, Chihara Junia, Sarina Suzuki, Kyôsuke Yabe

La primera escena de Young Thugs: Innocent Blood nos muestra como un grupo de amigos (formado por tres chicos y una chica) realizan una tan elaborada como humillante broma a un profesor de su colegio. A continuación, los créditos son acompañados de una serie de instantáneas de la desenfrenada vida de los chicos al ritmo de un tema musical de tono bufo que parece prepararnos para disfrutar de una alocada comedia. La secuencia siguiente a los créditos supone un brusco cambio de tono: los protagonistas ya no están alegres, sino que arrastran un profundo sentimiento de tristeza con ellos y la luz ha sido sustituida por una atmósfera sombría. Young Thugs: Innocent Blood nos habla de lo efímero de cualquier sentimiento o momento, de cómo aquello que está vivo, al instante siguiente, puede estar muerto (ya sea una relación amorosa o la propia existencia), pero también de cómo de las cenizas puede surgir la esperanza de un nuevo comienzo.

En su acercamiento a los códigos de las comedias románticas, Takashi Miike no se limita a retratar con su cámara las acciones de los protagonistas, sino que a través de la puesta en escena recrea sus sentimientos, potenciando el componente dramático de las situaciones. Así, el montaje paralelo entre un baile flamenco en un bar y el solitario viaje de Ryôko en el metro manifiesta el sentimiento de deriva que siente la chica, una vez ha sido abandonada por su novio, Riichi. Las fugas mentales de los protagonistas son recreadas por Miike subrayando la artificiosidad que tiene todo recuerdo: la escena en que Riichi se vé a sí mismo cuando aún salía con Ryôko; la anécdota de la infancia que uno de los protagonistas cuenta a su chica representada como si fuera una obra de teatro infantil. También hay lugar para puntuales arrebatos poéticos (la escena en el planetario que, posteriormente, dará lugar a una conmovedora declaración de amor; la aparición de un globo en las últimas escenas a modo de un bucle que nos lleva al principio del film) o la utilización de los movimientos de cámara para subrayar el estado anímico de los protagonistas: la escena en que Ryôko y Riichi se encuentran en una cafetería una vez su relación ha acabado, el segundo intentando reconciliarse. La cámara se mantiene lejos y quieta mientras la pareja se intercambia frases banales. Cuando empiezan a discutir, la cámara realiza un suave travelling hacia ellos, subrayando los encontrados sentimientos de la pareja. Ryôko se levanta y sale de la cafetería. Riichi se queda solo llenando el encuadre. La relación ha terminado para siempre.


Ciudad del crimen

(Fear City) USA, 1984. 96m. C.
D.: Abel Ferrara
I.: Tom Berenger, Billy Dee Williams, Jack Scalia, Melanie Griffith

Convertido en los 90 en un director de prestigio crítico gracias a películas como Teniente corrupto, La adicción o El funeral, los comienzos de Abel Ferrara están en las antípodas de ese cine de autor con el que alcanzó reconocimiento. Salido de las entrañas del cine de explotación, la carrera de Ferrara es un claro ejemplo de que entre el cine de serie B y underground y las salas de arte y ensayo no hay más que un paso. Tras debutar en el cine pornográfico (9 Lives of a Wet Pussy, rodada con el psudónimo de Jimmy Boy L y en la que el propio Ferrara interpretaba un papel, eso sí, sin participar en las escenas de sexo), sus dos siguientes películas se inscribirían en el cine de terror más violento y sórdido propio de los 70 (las hoy en día de culto, El asesino del taladro y Ángel de venganza). Ciudad del crimen, su siguiente film, parece alejarse del género terrorífico para adentrarse en el terreno del thriller, pero en realidad no llega a abandonar del todos los elementos más importantes del subgénero explotation de sus anteriores films: la violencia y el sexo.

Los títulos de crédito del film nos sitúa en la vida nocturna de la Gran Avenida neoyorquina de los 80. Un escaparate de luces de neón, carteles y señales luminosas con un único objetivo: vender sexo. Locales de strip-tease, barras americanas, peep-shows, salas X; la ciudad de Nueva York convertida en una resplandeciente babilonia en la que el hombre de la calle puede satisfacer todos sus deseos por un módico precio. Este escenario fue habitual del cine de terror de la época (Aullidos, Maniac o ¿Dónde te escondes, hermano?, por ejemplo) y, además, le permite a Ferrara mostrar con detenimiento y atento detalle el trabajo de las chicas que ofrecen su cuerpo a cambio de un salario (aquellos que estén interesados en conocer las cualidades exhibicionistas de la mujer de Antonio Banderas en su juventud, ésta es su película) en una serie de excelentes secuencias musicales. La aparición de un psicópata dispuesto a purificar las calles, atacando a las bailarinas, aporta el decisivo componente terrorífico (las secuencias de los ataques están planificadas al estilo de un film slasher, destacando la agresión en el andén del metro).

Tom Berenger es el habitual superviviente católico de la filmografía de Ferrara, quien arrastra un pasado de pecados violentos (siendo boxeador, le quitó la vida a su oponente en el ring) y sentimentales (su truncada relación amorosa con Griffith) cuya culpa parece encerrarle en esta ciudad criminal, vagando de local en local y negociando con el cuerpo de la chica a la que quiere pero que no puede tener, mientras cada noche observa como un grupo de desconocidos se la van arrebatando poco a poco con sus lascivas miradas. La búsqueda y el enfrentamiento con el psicópata le servirá para calanizar toda la rabia y la frustración que anida en su interior para dar salida a una catarsis con la que expiar todas sus culpas: las violentas (la pelea con el psicópata) y las emocionales (el rescate de su chica).

Los Tenenbaums. Una familia de genios

(The Royal Tenenbaums) USA, 2001. 110m. C.
D.: Wes Anderson
I.: Gene Hackman, Angelica Huston, Ben Stiller, Gwyneth Paltrow

¿Puede la genialidad sustituir las carencias afectivas? Los jóvenes miembros de la familia Tenenbaum, tres hermanos que se descubren como prodigios precoces en diferentes campos, parecen haber desarrollado sus actitudes como respuesta a un entorno familiar emocionalmente deficiente. Chas se convierte en un agresivo ejecutivo; Margot en una reputada escritora de obras de teatro; Richie en un imbatible jugador de tenis. Y todos ellos antes de cumplir la mayoría de edad. De genio superdotado a juguete roto no hay más que un paso. Una vez adultos, los hermanos Tenenbaums han perdido su brillo, inmersos todos ellos en un exilio existencial que les llevará de regreso al hogar familiar en busca de una autoafirmación personal que ellos mismos se han negado.

Presentada como un simulacro de adaptación literaria, Los Tenenbaums. Una familia de genios se compone de una serie de capítulos que, a su vez, están divididos en un grupo de tiras cómicas cuya punch line final está envuelta de un tono melancólico que dota al chiste de un halo de extrañamiento cuyo objetivo es descolocar al espectador. Cada plano del film parece confeccionado como si fuera una ilustración de ese supuesto libro adaptado (o una viñeta de esa supuesta tira cómica): los actores ocupan su lugar en el encuadre y se mantienen estáticos mientras recitan sus frases a la vez que los múltiples detalles del escenario confiere al diálogo y a la escena una irónica cualidad artificial (potenciada por el hecho de que los personajes van vestidos con las misma ropa durante todo el metraje como si esta fuese parte misma de su identidad, otro rasgo adoptado de los comics). El surrealismo con el que el espectador recibe las diferentes acciones de los protagonistas es debido al distanciamiento, al regio control del tono que Wes Anderson imprime a cada escena del film, despojándolo de cualquier elemento emotivo, ya sea en sus hallazgos más extravagantes (los simulacros de incendio con los que Chas pone a prueba a sus hijos o la accidentada resolución de la boda entre la madre de los hermanos Tenenbaums y su pretendiente) como en los más trágicos (el intento de suicidio de uno de los personajes). Así, Los Tenenbaums. Una familia de genios parece sufrir la misma enfermedad de sus protagonistas: una película cuya propia genialidad parece avocarla a una existencia triste y melancólica.

sábado, 23 de enero de 2010

Le llaman Bodhi

(Point Break) USA, 1991. 120m. C.
D.: Katrhyn Bigelow
I.: Keanu Reeves, Patrick Swayze, Gary Busey, Lori Petty

El cine de Kathryn Bigelow trata acerca de la adicción. Los personajes son integrados, que han encontrado su lugar en el mundo y que, aparentemente, les va bien. Pero, en el fondo, se sienten desdichados porque se dan cuentan de que viven en un entorno que de tan controlado, se ha vuelto aburrido. A través de la adicción, encuentran el vértigo, el impulso que les lleva a romper con su vida y dar el paso a un mundo tan desconocido como excitante. La adicción puede tener múltiples formas: sangre humana (Los viajeros de la noche), armas de fuego (Acero azul) o un cúmulo de recuerdos propios o ajenos (Días extraños). Posiblemente sea en esta última donde la adicción aparece en su forma más directa (incluso más obvia), pero es en Le llaman Bodhi donde ese vértigo, ese descubrimiento, está mejor plasmado.

Johnny Utah (Keanu Reeves) es un novato agente del FBI con ganas de comerse el mundo: es joven, es guapo y está deseando demostrarle a todo el mundo de lo que es capaz. Cuando se encuentra ante la postura rendida de su compañero (Gary Busey), superado por unos atracadores de bancos a los que persigue desde hace tiempo y se ve incapaz de atrapar, le grita que si está enfadado es porque está vivo, y si está vivo puede atrapar a esos atracadores. Pero estos no son más que palabras. Utah no se sentirá realmente vivo hasta que conozca a Bodhi (Patrick Swayze) y comparta su adicción: el surf. El medio más directo con el que fusionarse con el océano, una simbiosis a través de un ritual de movimientos sincronizados.

Kathryn Bigelow diferencia los dos medios a los que pertenecen cada uno de los protagonistas: Bodhi es un gurú entre los surfistas en la playa, en medio del océano, siendo dueño y señor de su entorno, mientras que en la tierra pavimentada de cemento de los entornos urbanos tiene que ir con máscara; por su parte, Utah tendrá que mentir y crearse una identidad para poder infiltrarse en el medio acuático. Las escenas de surfeo son rodadas utilizando numeroso planos en ralentí, con tomas esteticistas y de tono casi publicitario, transmitiendo la sensación de placer, casi de éxtasis, que los protagonistas sienten surcando un territorio en el que se sienten libres, dueños de su vida. En cambio, las escenas de acción tienen un ritmo rápido y atropellado, utilizando la cámara en mano y la velocidad como motor de nerviosismo: destacar la trepidante persecución a pie, convertida en una carrera de obstáculos, con los protagonistas entrando en casas, saltando vallas o, incluso, atravesando puertas de cristal e intreponiendo un perro entre el perseguido y su cazador: un entorno lleno de obstáculos y estrechos callejones que contrasta con la libertad que otorga la inmensidad del mar. El océano es vida, (incluso, vida más a allá de la muerte) mientras que en la tierra todo es agresión (todas las muertes violentas se producen en ese medio).

El enfrentamiento entre los dos protagonistas mientras surcan el cielo en paracaidas resulta lógico: es el único territorio neutral en que el agua y la tierra se pueden encontrar. La resolución de este encuentro convierte al océano en una bonita metáfora de ese líquido amniótico al que todos nos gustaría volver.


viernes, 22 de enero de 2010

Impacto súbito

(Sudden Impact) USA, 1983. 117m. C.
D.: Clint Eastwood
I.: Clint Eastwood, Sondra Locke, Pat Hingle, Dradford Dillman

Lo primero que llama la atención de Impacto súbito, cuarta entrega de las desventuras de Harry Callahan, es el tono. Si la inaugural Harry el sucio había planteado la atmósfera de un thriller diurno y las siguientes entregas habían continuado por ese camino con resultados cada vez más endebles (en parte, consecuencia de la repetición de esa atmósfera), en esta ocasión el film muda de piel y, a la vez que el protagonista abandona por primera vez su icónica San Francisco, el film se despoja de sus rasgos policíacos para desarrollar una atmósfera tétrica y gótica, que lo acerca al género de terror. Este cambio se debe, sin lugar a dudas, a la labor del director, el propio Clint Eastwood en su primera, y única, labor tas las cámaras en la saga (si obviamos su trabajo no acreditado en algunas secuencias de la primera entrega).

En
Impacto súbito, Eastwood vuelve a plantear la figura del justiciero sobrenatural, rodeado de un hálito ambiguamente fantástico dispuesto a impartir justicia y que ya había desarrollado en Infierno de cobardes y que volvería a retomar en El jinete pálido y Sin perdón. Así, desde el principio, Harry hará gala de una serie de cualidades sobrenaturales: el atraco en la cafetería en el que, de repente, Harry aparece en el interior des establecimiento sin que en ningún momento sepamos como o por donde lo ha hecho; o el instante en que provoca un ataque al corazón a un mafioso con su mera presencia, como si tuviera poderes parapsicológicos.

Impacto súbito
es un film de una atmósfera fuertemente mortuoria. El personaje de Jennifer Spencer, quien sufrió una brutal violación junto a su hermana, dejando a esta última en estado catatónico, es un Dorian Grey vengador, quien manifiesta en sus turbulentos cuadros el infierno que lleva dentro. A su modo, es otro fantasma, despojado de cualquier atisbo de humanidad por una atroz agresión. En ella, Harry encuentra un alma gemela, una representación de los valores que él mismo defiende, pero quien, libre de cualquier atadura moral o legal es todo aquello que él nunca podrá ser: un ángel exterminador capaz de impartir su castigo por encima del bien y del mal. En el clímax del relato, Harry recibirá una brutal paliza y será dado por muerto. En el enfrentamiento final, surgirá entre las tinieblas, convertido en una figura oscura, una silueta en la que no podemos renococer ningún rasgo familiar: por un instante, a través de la violencia, Harry Callahan se transforma en una fuerza sobrenatural, cuya existencia se basa, únicamente, en castigar a través del fuego. Un fugaz instante que le servirá para comprender que lo que merece Jennifer no es ser condenada por sus actos, sino sentir compasión por quien se ha sumergido en las tinieblas y ya no es capaz de salir.


miércoles, 20 de enero de 2010

Teniente corrupto


(Bad Lieutenant) USA, 1992. 96m. C.
D.: Abel Ferrara
I.: Harvey Keitel, Victor Argo, Paul Calderon, Frankie Thorn

A primera vista podría pensarse que Teniente corrupto es una película provocativa cuyo único objetivo es escandalizar al espectador, a la vez que remover su conciencia. Un repaso rápido a las acciones del protagonista a lo largo del film podría apoyar esta idea: el teniente de la policía de Nueva York dejando a sus hijos a la puerta del colegio para, a continuación, tomar crack; robando de la escena de un crimen en el que ha muerto tiroteado un camello un paquete de cocaína; chantajeando a unas jóvenes a quienes ha pillado circulando sin carnet de conducir a hacer lo que él les ordene si no quieren que les denuncie, para masturbarse delante de ellas; las sucesivas escenas en las que le vemos beber alcohol, inyectarse heroína, fumar crack, esnifar cocaína, etc. Pero no hay ninguna intención provocativa en las imágenes con las que Abel Ferrara retrata el via crucis de su protagonista. La cámara se mantiene fría, distante incluso en los primeros planos. Se mueve únicamente para seguir los movimientos de un ser que ha sido engullido por el infierno en el que habita. Nunca sabremos si el teniente siempre ha sido así, si es producto directo del entorno en el que nació, o si asistimos al declive final de la sombra de lo que antes fue un hombre (significativamente el personaje carece de nombre propio, siendo llamado por su grado en el cuerpo de policía, como si fuera una carcasa física a la que hubiera que mantener en movimiento a base de drogas y alcohol para que no se dé cuenta de que está vacía; que no hay rastro de humanidad en ella).

El caso de una joven monja brutalmente violada será el detonante con el que el teniente busque una catarsis a base de fuego y rabia que le será negada. La monja también carece de nombre, como si la brutal agresión física la hubiera despojado de su envoltura carnal y la hubiera transformado en una figura pura, un símbolo espiritual que irradia perdón y sacrificio. El plano del teniente de pie, completamente desnudo, tendrá su equivalencia en la escena en la que éste la ve tumbada en la camilla del hospital, igualmente desnuda, mientras el doctor que la atiende enumera las agresiones que ha sufrido su cuerpo, la muestra como una figura pálida y carente de expresión, en un estado de trascendencia, ajena a cualquier noción física. El cuerpo castigado y retorcido (en suma, violento, agresivo) del teniente busca su complemento en el cuerpo etéreo, espiritual (pacífico) de la monja. El sacrificio final del protagonista no consistirá en la entrega de su cuerpo a una explosión de violencia, sino la donación de un pedacito de alma que le permita, al fin, dar un sentido a su existencia no a través de la purgación de sus pecados, sino acarreando los pecados de los demás.

lunes, 18 de enero de 2010

Espartaco


(Spartacus) USA, 1960. 198m. C.
D.: Stanley Kubrick
I.: Kirk Douglas, Laurence Olivier, Jean Simmoms, Charles Laughton

Aunque de todos sus films, Stanley Kubrick ha pasado a la historia del cine por ser el renovador de la ciencia-ficción con 2001: Una odisea del espacio, seguramente sea Espartaco la película más importante de su carrera, aun siendo, paradojicamente, su proyecto menos personal. Pero la clave está en la paradoja misma. Kubrick entró como director de Espartaco, proyecto personal de Kirk Douglas, como sustitución de Anthony Mann, quien ya llevaba dos semanas de rodaje. Los contínuos conflictos con Douglas y la imposibilidad de mantener el total control creativo en una superproducción de encargo llevó a Kubrick a la decisión de, a partir de entonces, llevar el total control creativo e industrial de sus producciones y alejarse lo más posible de Hollywood (al menos, geográficamente: incluso un film como Eyes Wide Shut, cuya acción transcurre en parte en las calles de Nueva York fue rodado en estudios ingleses).

Con todo, la mano del director de
El resplandor se nota en un film que luce en sus fotogramas su carácter de superproducción histórica, muy habitual del momento (Ben-Hur se había estrenado el año anterior), pero que, a la vez, se rebela, como su protagonista, contra los lugares comunes del género. Una escena sirve de ejemplo: durante su estancia en la escuela de gladiadores, Espartaco (Kirk Douglas) se ve obligado a enfrentarse a un compañero. Ambos esperan su turno mientras una pareja lucha. Kubrick mantiene la cámara en el angosto zulo en el que los dos hombres aguardan, privándonos del combate y centrándose en la angustia de dos seres que tienen que olvidar cualquier lazo afectuoso si quieren sobrevivir. Esta mirada humanista y esa espalda a la épica prevalece en un film que prefiere retratar a su héroe antes como persona que busca realizar un sueño que como líder rebelde capaz de poner en jaque a todo un imperio: las escenas de amor entre Espartaco y Varinia (Jean Simmoms), a base de gestos y miradas primero y con arrebatadoras promesas de futuro después, son, sin duda, lo más emotivo que Kubrick rodó en su vida.

La preocupación por la forma también se antepone al espectáculo. En
Espartaco, Kubrick perfecciona sus habilidades como creador de espacios geométricos, aprovechando la amplitud del formato scope y las habituales escenas de masas no con ánimo grandilocuente, sino de arquitecto. Abundan los planos a modo de tablaux vivantes, con las figuras estáticas en primer plano del encuadre mientras, al fondo, grandes masas se mueven uniformemente, y que preceden los lienzos en movimiento de Barry Lyndon. Incluso en la batalla final, Kubrick invertirá más minutaje en los movimientos del ejército romano, que parecen piezas moviéndose en un tablero dividido en casillas, que en el conflicto en sí.

En su film más político, tanto en forma, la propia historia de Espartaco, como en espíritu, la firma de Dalton Trumbo del guión, por entonces en las listas negras de la caza de brujas emprendida por el senador McCarthy, Stanley Kubrick cierra Espartaco con el final más optimista de su carrera, pues, finalmente, el protagonista podrá ver como el sueño por el que tanto luchó adquiere forma en el futuro de su mujer y su hijo.


sábado, 16 de enero de 2010

Embriagado de amor


(Punch-Drunk Love) USA, 2002. 95m. C.
D.: Paul Thomas Anderson
I.: Adam Sandler, Emily Watson, Philip Seymour Hoffman, Luis Guzmán

Embriagado de amor es, sin duda, una de las comedias románticas más desconcertantes y extravagantes de la historia del género. Y lo es por su particular protagonista. Barry Egan (un contenido Adam Sandler) es guapo y elegante. Tiene un negocio propio que marcha bastante bien y una familia que se preocupa por él. Pero Barry es especial: es un maníaco-depresivo, capaz de pasar de un estado de calma a una explosión de violencia con suma facilidad. Barry se encuentra perdido en un mundo que no entiende y que, a su vez, no le comprende. Solitario por necesidad, es incapaz de mantener una conexión emocional con sus semejantes; la presencia de otras personas siempre es sinónimo de agresividad. En este contexto, ¿existe posibilidad para el nacimiento del amor?

En Embriagado de amor todos los elementos que rodean a Barry parecen funcionar como un enorme, complejo deus ex machina con el que el cosmos intenta dar la posibilidad al protagonista para organizar su vida, una vía de escape para que se acepte a sí mismo y pueda aportar algo a los demás: el harmónico abandonado en la calle, surgido de la nada, y que sirve a la vez de metáfora del equilibrio que Barry necesita imponer en su existencia y para marcar sus movimientos al ritmo de esta comedia musical en prosa; los cupones canjeables por kilómetros de viaje en avión ofertados al comprar productos alimenticios de una determinada marca con los que Barry podrá viajar libremente allí donde el amor le espera; o la presencia de un grupo de chantajistas que utilizan los servicios de una línea erótica para extorsionar a sus clientes que le permitirá enfocar toda la agresividad que acumula en su interior, darle una salida para, además, afianzar su personalidad.

Decíamos que Embriagado de amor es un musical. Los calculados encuadres en formato scope, en los cuales los personajes se mueven marcados por el escenario que habitan y la fotografía basada en colores primarios, de tono pastel y fuertemente iluminados aportan un elemento surrealista, casi fantástico a las imágenes. Elemento con el que el director de Magnolia consigue trascender lo cursi y lo ridículo y transformarlo en sublime y emocionante En cierto modo, se puede considerar a Embriagado de amor como la versión hablada de Los paraguas de Cherburgo, de Jacques Demy.

miércoles, 13 de enero de 2010

En tierra hostil (The Hurt Locker)

(The Hurt Locker) USA, 2008. 131m. C.
D.: Kathryn Bigelow
I.: Jeremy Renner, Anthony Mackie, Brian Geragthy, Guy Pearce

He de confesar que siento cierto orgullo al ver el nombre de Kathryn Bigelow entre las nominaciones al mejor director para los Golden Globe y su más que probable nominación al Oscar en la misma categoría. Es el reconocimiento, tardío pero reconocimiento al fin y al cabo, a la carrera de uno de los directores más interesantes del cine de acción de los 90 al que la industria hollywoodiense había dado la espalda después del batacazo económico de Días extraños. Convertida en directora de culto con su primera película, Los viajeros de la noche, revisión del cine de vampiros cruzado con el western y la road movie, tras Acero azul, inquietante mirada al infierno urbano cotidiano en el que cualquier ciudadano puede convertirse en un psicópata, Le llaman Bodhi transformó el nombre de Bigelow en referente del cine de acción del momento, capaz de convertir la experiencia de ver una película en deporte de riesgo. El mencionado fracaso de Días extraños, odisea milenarista a través de una montaña rusa sensorial la apartó de la primera línea, un ostracismo del que no salió ni con El peso del agua, cambio de registro a un cine más psicológico, ni su regreso al cine de gran espectáculo con K19: The Widowmaker. The Hurt Locker sí ha logrado que el nombre de Kathryn Bigelow vuelva a correr de boca en boca y, además, otorgarle un prestigio crítico inédito hasta ahora en su carrera.

The Hurt Locker nos sitúa en Bagdag, inmersos en la guerra de Irak, siguiendo los progresos de un equipo de artificieros expertos en desactivar explosivos. El comienzo del film retrata a la perfección el entorno en el que se mueven los personajes. La figura de uno de los artificieros, enfundado en su traje anti-explosiones, caminando despacio, cuidadosamente, lo convierte en un astronauta, un explorador espacial que reconoce un planeta inhóspito, desconocido, que supura amenaza. En los mapas y en los informes ese territorio puede recibir el nombre de Irak, pero para los hombres que día a día se juegan la vida es una incógnita, una trampa bajo cuyo simulacro de familiaridad (casas, coches, personas) esconde la muerte. Esta sensación de paranoia, de contínua sensación de que la muerte puede venir en cualquier momento y desde cualquier lado, es retratada por Bigelow con un estilo visual fragmentado y nervioso. La cámara al hombro, los zooms y los violentos movimientos de cámara parecen querer observarlo todo, vigilarlo todo, sabiendo que en cada esquina se está incubando una amenaza. Este estilo histéricamente documental es potenciado por una mirada naturalista al trabajo de los artificieros, carente de drama o de épica, pues para estos hombres poner su vida en peligro es un acto cotidiano (como demuestra la escena de los francotiradores: la dilatación del tiempo, la arena que se pega al rostro, las moscas que recorren la piel, la sed que seca los labios y la monotonía de un enfrentamiento que se anuncia pero que no llega a explotar).

Es la energía que Bigelow imprime a las imágenes lo que densifica, tensa, un relato cuyo acercamiento a los personajes resulta demasiado convencional. El proceso por el cual el sargento Will James pasa de ser un coronel Kilgore, cuyo paso por la guerra se traduce en un desprecio al peligro escudado en una inconsciencia suicida, a un capitán Willard que descubre el corazón de las tinieblas al descubrir la presencia del factor humano en medio de la barbarie, aporta a The Hurt Locker un componente dramático que no está a la altura del trabajo de Bigelow. Finalmente, en medio de las explosiones y del humo, The Hurt Locker nos dice que sobrevivir a la guerra no consiste en salir de la zona en conflicto ilesos, sino de no llevarte contigo esa guerra.

Harry el ejecutor


(The Enforcer) USA, 1976. 96m. C.
D.: James Fargo
I.: Clint Eastwood, Tyne Daly, Harry Guardino, Bradford Dillman

Como bien señaló mi compañero de sesión, el sr. Fer, Harry el ejecutor, tercera entrega de la saga protagonizada por Clint Eastwood e iniciada con la mítica Harry el sucio, es, sin duda, la entrega más endeble hasta el momento, resultando excesivamente obvia en sus planteamientos y predecible en su desarrollo. Y es que, a estas alturas, ver como Harry resuelve un delito cotidiano (en este caso, en un supermercado; escenario ya utilizado en la anterior Harry el fuerte) con métodos harto expeditivos para, a continuación, recibir una dura reprimenda de su superior; como le endilgan, para sus desesperación, a un compañero novato con el que, finalmente, simpatizará; como le expulsan del cuerpo para, a continuación, volver a admitirle cuando las cosas se pongan feas o como se enfrenta a altos cargos políticos, resulta en una contínua sensación de déjà vu. Es muy posible que, a la hora de tomar la decisión de producir esta película, Eastwood estuviera pensando en que proyecto personal invirtiría los suculentos ingresos en taquilla, de ahí que Harry el ejecutor presente un guión muy poco trabajado cuyo principal defecto reside en la construcción de un enemigo de escaso carisma (un grupo terrorista cuyas motivaciones nunca llegan a quedar del todo claras), muy lejos de la imponente presencia del Scorpio de Harry el sucio.

Con todo, Harry el ejecutor no es un film carente de interés, aunque sea un interés, digamos, teórico. Y es que, vista hoy día, la serie protagonizada por el inspector Harry Callahan puede verse como un retrato del cine de acción de la época, que va mutando a medida que pasa el tiempo, y cada entrega asimila esos cambios y, por tanto, dejando testimonio en sus fotogramas. Así, en esta ocasión, se percibe la influencia del cine blaxploitation popularizado por el éxito de Las noches rojas de Harlem y derivados, no sólo por la mayor inclusión de personajes de color (aunque hay que destacar la presencia del gurú "Big" Ed Mustapha, interpretado por Albert Popwell, visto en clásicos del subgénero como Cleopatra Jones y quien ya había aparecido en las dos entregas anteriores, interpretando diferentes personajes) sino en la propia planificación de la película, como demuestra la larga persecución entre Harry y uno de los miembros de la banda terrorista (que es negro) en el que los temas jazzisticos de la banda sonora son sustituidos por un ritmo funky.

El hecho de que en esta ocasión el compañero nuevo de Harry es, en realidad, una compañera, la inspectora Kate Moore, también parece ser un guiño a los movimientos de igualdad de derechos de la mujer que estallaron en los años 60. Al contrario que en las ocasiones anteriores, aquí la compañera de Harry tiene un mayor protagonismo e, incluso, es de especial ayuda en el enfrentamiento final, dejando claro las intenciones del film a la hora de retratar el mayor protagonismo de la mujer en el cine de acción comercial (es más, la relación entre Harry y Kate propicia las mejores escenas del film).

En Harry el ejecutor se nos presenta un Harry más irascible e iracundo que nunca, rayando en ocasiones lo antipático. ¿Es debido este comportamiento a la incomodidad que siente el personaje al enfrentarse a unos tiempos que, al contrario que los delincuentes a los que detiene, no son tan fáciles de derribar con su magnum del 44? Es posible. Después de todo, la secuencia de créditos sintetiza la calidad de la propia película. Instalados en el asiento trasero del coche patrulla de Callahan, asistimos a los contínuos descensos por las interminables pendientes de las calles de la ciudad de San Francisco como metáfora de la propia degeneración de la saga a la que pertenece.

sábado, 9 de enero de 2010

Fudoh: The New Generation

(Gokudô sengokushi: Fudô) Japón, 1996. 98m. C.
D.: Takashi Miike
I.: Shosuke Tanihara, Kenji Takano, Marie Jinno, Tamaki Kenmochi

Que un director se dé a conocer en el mercado internacional con su película número 19 no es algo habitual. Que esa película esté protagonizada por niños asesinos, hermafroditas cuya principal arma es una cerbatana disparada con su vagina, yakuzas que pagan sus culpas sacrificando a sus hijos, gigantones tarados dignos de un vídeo-juego de lucha, profesoras que esconden su más peligroso secreto en su propia piel o infantes que se tatúan con la sangre de su propio hermano muerto, entra de lleno en la extravagancia. Fuimos muchos los que tuvimos nuestro primer acercamiento al cine de Takashi Miike con Fudoh: The New Generation, posiblemente una de sus películas más accesibles, pero, paradójicamente, quizás la más bizarre.

Bizarre. Esa es la palabra que le viene a la cabeza de inmediato al espectador de esta película. Basada en el manga de Hitoshi Tanimura, Miike parece aprovechar esos orígenes para realizar un auténtico despliegue de excesos, a cual más delirante. Partiendo de un enfrentamiento entre bandas yakuzas, la película propone un cambio generacional marcado por sangre y fuego. La vieja yakuza ha perdido el honor...y los orígenes. Cuerpos marchitos que se asientan en sus tronos como auténticos monumentos de piedra. Fudoh y su joven banda son la alternativa.

Vista ahora, Fudoh: The New Generation supone una auténtica introducción al Planeta Miike. En ella parecen convivir dos fuerzas creadoras antitéticas que, sin embargo, se complementan y se compensan mutuamente.

La principal, o más aparente, es el Miike provocador. Una de las grandes virtudes de Fudoh: The New Generation consiste en que Miike no sólo no se amedrenta ante el cóctel molotov que tiene entre las manos, sino que se atreve a llevar su universo bizarre a sus últimas consecuencias. Así, es capaz de mezclar ultraviolencia yakuza con el erotismo más grotesco y fetichista; el gore más sangriento con el fantastic más sutil y poético.

Y se lo permite porque sabe que ahí estará el otro Miike para equilibrar la balanza: el Miike cineasta. La prodigiosa puesta en escena, tan atenta a los detalles como a las perspectivas generales, no sólo controla los excesos, sino que los do
ta de contenido. Transforma lo que podría haber sido un grupito freak en figuras carismáticas, tridimensionales y, en el fondo, trágicas. Sin ir más lejos, la energía, la vitalidad y la templanza de Fudoh tienen su origen en el sentimiento de venganza y de traición, un fuego que le recorre las venas y que le lleva a enfrentarse a su propia sangre.

La conjunción de estas dos fuerzas da lugar a logros tan asombrosos que casi rozan lo sobrenatural: ver si no la secuencia de sexo entre una alumna hermafrodita y su profesora de inglés: resuelta en una escena tan romántica como triste, tan lírica como íntima.

viernes, 8 de enero de 2010

Irma Vep

(Irma Vep) Francia, 1996. 97m. C.
D.: Olivier Assayas
I.: Maggie Cheung, Jean-Pierre Léaud, Nathalie Richard, Antoiner Basler

UN. La posmodernidad es un virus que contagia las imágenes, vaciándolas de su propia personalidad para rellenarlas (invadirlas) con el germen de la referencialidad. También es un medio para vivir el pasado a través del presente. René Vidal es un director del pasado que, en la actualidad, ha perdido su valía, al igual que lo han perdido sus imágenes. Imágenes que nacen huérfanas de espíritu, imágenes que no dicen nada, que están vacías. En los tiempos que corren las imágenes han perdido su fuerza porque nadie se fija en ellas. La vida se pierde en el limbo intermedio entre la imaginación donde nacen las ideas y la pantalla donde se plasman. Para René la mirada al pasado es el único camino para conseguir destilar ese sentimiento, esa magia que se halla encerrada, comprimida en las imágenes. Descubrir un secreto que conlleva sus riesgos. Olivier Assayas parte de la hiperrealidad del documental para acabar en el terreno de lo abstracto: por tanto, parte de lo concreto, lo conocido, para llegar a lo difuso, lo desconocido. El rodaje por parte del equipo protagonista de la película de Assayas de un remake del célebre serial Les Vampires de Feuillade es retratado con una cámara al hombro, temblorosa, de mirada naturalista, dispuesta a captar la espontaneidad de los movimientos de los personajes. Assayas nos muestra un rodaje lleno de rencillas y malos rollos, de presiones, de malas vibraciones ante un trabajo imposible.

DEUX. Maggie Cheung es una actriz china vestida de Catwoman protagonizando un remake de un clásico del cine silente francés. Por tanto, es un náufrago perdido en un territorio multicultural (y políglota). Es ese aislamiento, ese estado de extrañamiento que se produce al estar en un territorio desconocido el que le abre las puertas a esa otra dimensión que René ha alcanzado. "Irma vep" es un anagrama de "Vampire". Por tanto, es un simulacro de significado: un misterio que encierra en su propia construcción (desordenada) su verdadera identidad. En Irma Vep, la realidad es un anagrama del serial Les Vampires de Feuillade. Maggie Cheung no es Irma Vep tras la cámara de René, sino un artificio, una sombra que delata mecanicidad en cada movimiento. Maggie Cheung se convertirá en Irma Vep en el mundo real. Una realidad transfigurada, contaminada por los mecanismos de la representación. El verdadero remake de Les Vampires se acaba realizando a la espalda de todo el mundo, protagonizado en una anónima habitación de hotel por una estilizada y escurridiza silueta de plástico y una mujer desnuda.

TROIS. Olivier Assayas fue crítico de cine en la mítica revista Cahiers du Cinema durante los años 80. Irma Vep puede considerarse tanto una prolongación de su antiguo trabajo como una mirada a éste. En esa misma revista, en 1954, François Truffaut escribió un célebre escrito, Una cierta tendencia del cine francés acerca de la situación del cine de su país, poniendolo contra la pared y escupiéndole con virulencia sus propias desdichas y miserias. La elección del actor fetiche de Truffaut (y emblema de la Nouvelle Vague) Jean-Pierre Léaud como el director de cine fascinado por la etérea belleza de Maggie Cheung no es casualidad. Si el Irma Vep de René Vidal es un remake de Les Vampires de Louis Feuillade, el de Assayas lo es de Una cierta tendencia del cine francés de François Truffaut. A lo largo de metraje, diversos personajes (actores, técnicos, críticos de cine) ponen en entredicho la necesidad de un cine ensimismado en sí mismo, al margen del público, que se vanagloria ante un espejo de sus propios logros. Una imagen que tiene su colofón en el film con la presencia del sustituto de René al frente del proyecto, un dinosaurio sólo comprometido con su situación económica y a quien las enigmáticas imágenes de Les Vampires le produce somnolencia.

QUATRE. En sus últimos mínutos, Irma Vep ofrece al espectador una oportunidad (posiblemente) única: una mirada a la verdadera esencia del cine. El testimonio del que ha conseguido traspasar el umbral y ha conseguido echar una mirada sin filtros protectores a la auténtica vida que conforma las imágenes, a su construcción, a su espíritu, hasta fundirse con el propio mundo creativo que ha creado. Los últimos minutos de Irma Vep quizás sea la escena más terrorífica de los 90: Nuestros (tatar)abuelos tenían razón: el cinematógrafo es un invento diabólico, dispuesto a robarnos el alma.

CINQ. Vous avez lu l'histoire/de Jesse James/comment il vicut/comment il est mort/ca vous a plus hein/vous en d'mandez encore/et bien/ecoutez l'histoire/de Bonnie and Clyde

alors voil'/Clyde a une petite amie/elle est belle et son prinom/c'est Bonnie/a eux deux ils forment/le gang barrow/leurs noms/Bonnie Parker et Clyde Barrow
/Bonnie and Clyde (x2)

moi lorsque j'ai connu Clyde/autrefois/c'itait un gars loyal/honnjte et droit/il faut
croire/que c'est la sociiti/qui m'a difinitivement abnmi/Bonnie and Clyde (x2)

qu'est c' qu'on a pas icrit/sur elle et moi/on pritend que nous tuons/de sang froid/c'e'st pas drol'/mais on est bien obligi/de fair' tair'/celui qui s'met ' gueuler
/Bonnie and Clyde (x2)

chaqu'fois qu'un polic'man/se fait buter/qu'un garage ou qu'un' banque/se fait braquer/pour la polic'/ca ne fait pas d'myster/c'est signi Clyde Barrow/Bonnie Parker
/Bonnie and Clyde (x2)

maint'nant chaq'fois/qu'on essaie d'se ranger/de s'installer tranquill's/dans un meubli/dans lees trois jours/voil' le tac tac tac/des mitraillett'squi revienn't ' l'attaqu'
/Bonnie and Clyde (x4)

un de ces quatr'/nous tomberons ensemble/moi j'm'en fous/c'est pour Bonnie que je tremble/qu'elle importanc'/qu'ils me fassent la peau/moi Bonnie/je tr
emble pour Clyde Barrow /Bonnie and Clyde (x2)

d'tout' fagon/ils n'pouvaient plus s'en sortir/la seule solution/c'itait mourir/mais plus d'un les a suivis/en enfer/quand sont morts/Barrow et Bonnie Parker
/Bonnie and Clyde (x2)

miércoles, 6 de enero de 2010

La mejor película de la década: Demonlover


(Demonlover) Francia, 2002. 117m. C.
D.: Olivier Assayas
I.: Connie Nielsen, Charles Berling, Chloë Sevigny, Dominique Reymond

La primera imagen de Demonlover nos sitúa en un avión en clase business. Es de noche y la mayoría de los viajeros están durmiendo. Entre los insomnes están Diane y Volf , quienes discuten las condiciones del negocio que tienen en marcha. Las televisiones están encendidas y muestran lo que parece una película de acción: exlosiones, disparos, muertes llenan la pantalla. Pero nadie hace caso de esas imágenes.

Olivier Assayas, quien comenzó su carrera como crítico de cine en la mítica revista Cahiers du cinema, no cambió de empleo cuando dio el paso y de criticar los films de los otros pasó a realizar los suyos propios. Sólo cambió el medio. En Demonlover continúa su trabajo como analista cinematográfico y, en este caso, preguntándose acerca de nuestra relación, como espectadores, con las imágenes que, día a día, consumimos. Las imágenes han perdido su carácter narrativo y/o ilustrativo para convertirse en el ruido de fondo de nuestra vida. Nos rodean sin que tengamos capacidad de elección. Los protagonistas del film, ejecutivos de una empresa francesa en negocios con un estudio de animación japonés especializado en contenido erótico para su distribución internacional, trabajan, trafican, con imágenes llenas de sensualidad y anulan su capacidad de excitar a través de la burocracia: reuniones de negocios, faxes, documentos llenos de cláusulas. Son seres sin sentimientos, o que los tienen muy enterrados, moviéndose en entornos gélidos, con la determinación de los autómatas. En este univerno de extrema frialdad, ¿es acaso la saturación el único medio con el que las imágenes pueden seguir captando nuestra atención? ¿O respondiendo directamente a nuestros bajos instintos, a nuestro morbo? La televisión, las cámaras de vídeo, Internet, teléfonos móviles, reproductores de música, DVDs... En el mundo industrializado en el que vivimos, en el que las ofertas visuales se han multiplicado, ¿sigue habiendo sitio para el cine como medio narrativo, comunicativo?

En Demonlover, Assayas busca respuesta a esta última pregunta utilizando a la propia película, su estructura, como representante del cinematógrafo. Y sumerge al film (rodado en celuloide de 35mm.) en un universo subterráneo que, poco a poco, va surgiendo desde la oscuridad de la clandestinidad para finalmente llegar a los ojos de todo el mundo a través de la democratización de los nuevos medios de comunicación (las escenas del Hellfire Club están rodadas con cámaras de vídeo digital). La respuesta que nos ofrece el director de Irma Vep es demoledora: la indefinición genérica del film (del documental ilustrativo al thriller de espionaje industrial, del melodrama psico-sexual al cine de terror) y la progresiva abstracción de sus imágenes son indicios de la incapacidad del cine para comprender, asimilar, un universo en el que conceptos como moralidad o humanidad han sido enterrados bajo el peso del deseo y el poder. El final de Demonlover no puede ser más desolador: el sufrimiento humano se ha convertido en el fondo de pantalla de nuestra existencia cotidiana.