jueves, 18 de febrero de 2010

Pozos de ambición


(There Will Be Blood) USA, 2007. 158m. C.
D.: Paul Thomas Anderson
I.: Daniel Day-Lewis, Paul Dano, Dillon Freasier, David Willis

Con menos de 40 años, Paul Thomas Anderson parece querer enmendarle la plana a algunos de los mitos más incontestables del cine americano. Si en Boogie Nights retrató la industria del porno con la energía del Martin Scorsese de Uno de los nuestros, para después mirar de frente a las Vidas cruzadas de Robert Altman a través de la musculosa Magnolia; tras el paréntesis europeo que supuso Embriagado de amor (con su mezcla del cine de Jacques Tati y Jacques Demy), el director de Sidney se encuentra con fuerzas para enfrentarse a un peso pesado de la talla de Stanley Kubrick. Hay algo de pedante en todo esto, cierta postura de autoproclamado geniecillo (muy propia, por otro lado, del director de La naranja mecánica), una sensación que se contagia a las imágenes de sus películas en las que siempre se adivina la mano de alguien detrás de ellas, en las que ninguna decisión de puesta en escena está tomada al azar sino bajo un estudiado plan. Si en Magnolia oficiaba de demiurgo, moviendo a sus personajes como fichas a lo largo de un laberíntico tablero, en Pozos de ambición se acerca a sus criaturas con la inquietud de quien se asoma a un universo ajeno, extraño, y se empapa de su fascinación: abundan los planos generales, con los personajes en la lejanía, empequeñecidos por el entorno, y la cámara acercándose en lentos travellings, como si no quisiera delatar su presencia consciente de su labor de espía en un universo al que no pertenece. En este sentido, destacar la escena en la que la propia cámara (y con ella nosotros) es expulsada por Eli de su iglesia, como si fuera el mismisimo Diablo.

"There Will Be Blood". Esta cita bíblica abre y cierra la película. Pocas películas han logrado reflejar de una manera tan física como Pozos de ambición la popular sentencia bíblica: "Trabajarás la tierra con el sudor de tu frente". Desde el comienzo del film, en el que el protagonista, Daniel Plainview (un inconmensurable Daniel Day-Lewis quien combina contención e histrionismo dotando a su personaje de una imponente presencia física) está sumergido bajo tierra, buscando minerales, Pozos de ambición supone el enfrentamiento del hombre contra la tierra. Un terreno yermo, pedregoso, de infinita grisura en el que parece imposible la vida, pero que encierra en su interior la prosperidad (económica). Un cuerpo vivo al que se enfrenta el hombre con su tesón y su inteligencia, atacándolo, hiriéndolo (hay momentos en los que la tierra parece que sangra hemoglobina negra), el cual, a su vez, se cobra sus piezas (los terribles accidentes laborables casi parecen sacrificios, tributos que se ofrece a la Naturaleza por ultrajarla). El fundido con el que empieza el film (referencia directa al comienzo de 2001. Una odisea del espacio): una panorámica de unas montañas a través de las que se filtra los rayos del sol, transmite un poder telúrico que impregnará todo el metraje.

Pozos de ambición es un film de contrastes. Si Daniel pretende alcanzar la gloria económica perforando la tierra, su némesis Eli (soberbio Paul Dano) escoge la senda espiritual para abrirse las puertas del cielo. Son dos caras de una misma moneda y, posiblemente, por eso se convertirán en enemigos acérrimos: cada uno ve reflejado en el otro su propia monstruosidad: son seres solitarios y obsesionados, manipuladores y mentirosos: Daniel no siente el menosr aprecio por sus hombres, siendo simple mano trabajadora (llegará a decir que siente odio por todo el mundo); adoptará al hijo de uno de sus trabajadores, que ha fallecido en uno de sus pozos, no por sentir lástima por el chico, sino para utilizarlo para sus negocios; por su parte, Eli arrastra una congregación que le cree su salvador, pero él sólo piensa en los beneficios económicos e, incluso, llegará a agredir a su padre cuando se sienta engañado. Ambos sufren la misma maldición: sólo saben ver el mal en las personas, su lado negativo, su parte de pecadores.

Este contraste se refleja en la propia película: a su vez clásica (la historia del hombre-hecho-a-sí-mismo, capaz de alcanzar la fortuna gracias a sus esfuerzos para finalizar en la más absoluta miseria moral, tan propio del subgénero conocido como americana) y moderna (la mirada de Paul Thomas Anderson, a la vez fascinada y aterrada, en ocasiones llega a conferir un hálito casi fantástico a las imágenes, a lo que contribuye, y mucho, la agresiva, tribal, banda sonora de Jonny Greenwood que no se conforma con acompañar la acción, sino que aporta una poderosa atmósfera de extrañamiento); dramática y grotesca (o, quizás mejor, dramáticamente grotesca), intimista y épica (la tragedia de la pérdida de audición del "hijo" de Daniel, rima con la poderosa, subyugante imagen de una torre petrolífera en llamas, como una gigantesca antorcha iluminando la oscuridad). Unos contrastes que Anderson maneja con la seguridad de quien se cree un genio del cine, a la altura de sus maestros. Una arrogancia posiblemente indispensable para crear una obra maestra como Pozos de ambición.


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