domingo, 31 de octubre de 2010

Phantasma. El pasaje del terror

(Phantasm III: Lord of the Dead)
USA, 1994. 91m. C.
D.: Don Coscarelli P.: Don Coscarelli G.: Don Coscarelli I.: Reggie Bannister, A. Michael Baldwin, Bill Thornbury, Gloria Lynne Henry F.: 1.85:1

La tercera entrega de la saga iniciada en 1979 con Phantasma comienza, como la anterior película, con un resumen de los acontecimientos acaecidos en los títulos anteriores para, a renglón seguido, retomar la acción donde se interrumpió en Phantasma. El regreso. Entre el conjunto de planos reciclados, Don Coscarelli inserta algunas nuevas imágenes que sirven para ligar los acontecimientos pasados con los nuevos. Esta decisión no sólo remarca el carácter serial de la saga (al igual que en los seriales antiguos se nos mostraba el modo en que el héroe saltaba del vehículo antes de que este se despeñara por un acantilado) sino que le sirve al director de El señor de las bestias para asegurarse la futura continuidad de su carrera: cuando vemos al Hombre Alto recoger la deteriorada copia de sí mismo que destruyeron nuestros héroes en el climax de la segunda parte nos damos cuenta de que, siempre que se quiera, hay Phantasma para rato. Algo confirmado por el propio némesis de Mike y Reggie cuando, al final, dirigiéndose directamente al espectador, le asegura que "Esto nunca acaba", aportando un ligero tono paródico que marca el tono de Phantasma. El pasaje del terror.

Si Phantasma. El regreso descontextualizaba a unos personajes y unos elementos, para introducirlos en un nuevo escenario, el cine de acción, haciendo que, por el camino, éstos perdieran toda su sustancia, en esta ocasión, Coscarelli parece querer recuperar esa esencia remitiendo directamente al film original: la presencia de Tim, un niño que se unirá a Reggie en su búsqueda del Hombre Alto supone una actualización de la pareja formada por Jody y Mike en el primer film. Incluso Tim viste de manera parecida a como lo hacía Mike; y Coscarelli no se resiste a repetir la composición del final de Phantasma, mostrando a Reggie y a Tim hablando sentados en el suelo, delante del fuego de la chimenea. Pero Tim ya no es el niño inseguro que era Mike y en su introducción en la historia demuestra saber defenderse: él solo se encargará de tres matones que pretenden saquear su hogar. De esta manera, Phantasma. El pasaje del terror supone una mezcla de las dos anteriores entregas, intentando conciliar el terror y el misterio de la primera, con la acción y la estructura de road movie de la segunda.

Consciente quizás de la viabilidad de convertir Phantasma en una larga serie en la que ya no es posible repetir una y otra vez los mismos acontecimientos, Coscarelli trata de desarrollar la mitología de la saga, aportando una lógica interna. En Phantasma. El pasaje del terror desaparece, ya por completo, la atmósfera onírica y surreal del film que lo empezó todo, pero ahora, al contrario de lo que ocurría en Phantasma. El regreso, se nos da algo a cambio. Coscarelli explota los elementos más pulp de la franquicia, convirtiendo al Hombre Alto en el líder de un ejército cósmico en busca de dimensiones que conquistar y a Mike en un objetivo que corromper. O lo que es lo mismo, un funerario Darth Vader intentando atraer a su particular Luke Skywalker al lado oscuro. Desde sus orígenes en las brumas de las pesadillas infantiles, Phantasma ha acabado encontrando su lugar entre las páginas del bolsilibro de ciencia-ficción.

Una de las virtudes de la saga consiste en presentar una serie de iconos de marcada personalidad que los diferencia del resto de producciones del género: los enormes y majestuosos mausoleos donde transcurre la acción en los que contrasta su inmaculada superficie con el horror que se incuba en su interior; las esferas voladoras que sirven tanto para vigilar como para taladrar la frente de sus víctimas; los merodeadores que profanan las tumbas con sus rostros cubiertos con máscaras de gas. A estos elementos se le suma todo un recital de lugares comunes del cine de terror y fantasía más común: unos molestos y socarrones zombies; pequeñas y monstruosas criaturas dentadas; una mujer guerrera experta en artes marciales; accidentes de coches y explosiones; una enfermera poseída digna del Sam Raimi más lúdico. El resultado de este conjunto, sumado a los toques pulp señalados, convierten a Phantasma. El pasaje del terror en una propuesta tan absurda y delirante como divertida.

sábado, 30 de octubre de 2010

Yo anduve con un zombie

(I Walked with a Zombie)
USA, 1943. 69m. BN.
D.: Jacques Tourneur P.: Val Lewton G.: Curt Siodmak & Ardel Wray, basado en una idea de Inez Wallace I.: James Allison, Frances Dee, Tom Conway, Edith Barrett F.: 1.37:1

Sin riesgo a equivocarnos, podemos afirmar que la figura del zombie vive uno de sus momentos de mayor popularidad. La decrépita y arrastrada sombra del muerto viviente cubre prácticamente todo el panorama cultural y/o de ocio, desde los comics (la popular Los muertos vivientes) hasta la televisión (la propia adaptación de la serie regular anteriormente citada), pasando por la literatura (Guerra Mundial Z) y los vídeo-juegos (el reciente Dead Rising 2). En el caso del cine, casi me atrevería a decir que el zombie siempre está de moda o, al menos, sí que es una figura recurrente que se moldea según los intereses de la moda imperante: ahora son muertos (Amanecer de los muertos) y ahora infectados (28 días después). Pero esta fiebre zombie parece conllevar, inevitablemente, una paradoja: el desinterés por bucear en las raices del mito, en ese muerto viviente pre-Romero (siendo La noche de los muertos vivientes el particular big bang del zombie postmoderno). Unas raices que encontramos en lo más profundo de la religión vudú practicada en Haití y que convertía al zombie en un esclavo a tiempo completo para trabajar los campos de algodón de las grandes plantaciones. El zombie no como un cadáver putrefacto, necesitado de alimentarse de carne humana, sino como un ser privado de su voluntad y conciencia, una marioneta controlada por el Maestro Vudú.

Yo anduve con un zombie (segunda colaboración de Tourneur con el productor Val Lewton tras la mítica La mujer pantera) supone, posiblemente, una de las miradas más poéticas y hermosas a esas raíces haitianas. Los títulos de créditos y la secuencia que sigue ya establecen ese tono fantástico y ligeramente onírico que empapará toda la película. Los créditos aparecen sobre la imagen de una playa en la que observamos a dos lejanas figuras recorriendo la orilla. Las nubes que cubren el cielo aportan una atmósfera tan bucólica como artificiosa, irreal. Tras finalizar los créditos, se oye una voz en off, la de la protagonista, diciendo el título de la película. Al igual que ocurría con Rebeca, de Alfred Hitchcock, esa frase, ya desde el inicio, dota a la película de un tono ensoñador, como si fuesen los vagos recuerdos que quedan en nuestra memoria de un sueño del que acabamos de despertar.

La aparición de la voz en off nos prepara para asistir a un relato condicionado por el punto de vista de su protagonista. La primera escena, en la que Betsy acude a una entrevista de trabajo, está marcada por la nevada que vemos a través de las ventanas. Cuando Betsy es informada de que tendrá que trasladarse a una isla del Mar Caribe para cuidar a una mujer enferma, Tourneur cierra la escena con un primer plano de Betsy, con la mirada perdida imaginándose las maravillas de tan plácido lugar. Cuando en la siguiente secuencia, Betsy conoce a su jefe, Paul Holland, marido de la mujer enferma a la que tendrá que atender, éste le aclara que todo lo bello se asienta sobre una base oscura, maléfica y peligrosa. Yo anduve con un zombie supone el choque y el contraste que surge entre ese paraíso idílico y esa oscuridad que cubre la selva que rodea la mansión de los protagonistas.

Para ello, Tourneur utiliza una estructura de melodrama gótico basado en las relaciones sentimentales que se establecen entre el cuarteto protagonista (los mencionados Betsy y Paul, a los que hay que sumar el hermanastro del segundo, Wesley Rand, y la esposa en estado catatónico, Jessica) y que son apagadas por la sombra de la magia negra y el vudú. Las escenas de los dos hermanos y Betsy cenando siempre tienen como banda sonora los ritmos de percusión que proceden del interior de la selva, impregnando de magia la misma estancia y a sus ocupantes. Un ejemplo perfecto de esta intrusión del vudú en la vida cotidiana es el momento en el que Betsy y Wesley están tomando una copa en la terraza de un bar y escuchan una canción popular que cuenta la oscura leyenda de la familia Holland.

Jacques Tourneur retrata este contraste haciendo gala de su elaborada capacidad visual para describir la integración de lo sobrenatural en nuestra realidad, usando para ello la dicotomía luz y oscuridad. En su primera noche en la isla, Betsy se prepara para acostarse. La habitación está completamente iluminada. Al apagar la luz, las sombras invaden el cuarto, tornando, de golpe, la seguridad del lugar en un ambiente extraño y amenazador. Esa plasticidad visual es lo que convierte a Yo anduve con un zombie en un film tan elegante como subyugante en la manera con la que se muestra como lo sobrenatural se adueña, poco a poco, de todo, incluso de la película: los travellings que nos muestran a Betsy guiando a Jessica a través de las plantaciones, internándose en la jungla, saliendo de su confortable mundo, para entrar en uno completamente desconocido; los primeros planos de los rostros de los zombies, casi desenfocados, violentando la realidad de la cámara; la sombra proyectada en la pared de uno de los muertos en vida y que al cruzar el cuerpo de Betsy durmiendo parece despertarla con su propia presencia.

La imponente presencia de un gigantesco zombie negro, situado en medio del encuadre y rodeado de los altos tallos de las plantaciones, supone la perfecta metáfora visual de una barrera invisible entre la seguridad de nuestra realidad cotidiana y el misterio de un universo mágico. La imagen que cierra la película y que transcurre en la playa de la que hablábamos al principio de esta crítica supone la confirmación de que una vez traspasada esa barrera nuestro mundo queda completamente transmutado demostrando que, efectivamente, un corazón formado de misterio y magia late en su interior.

viernes, 29 de octubre de 2010

La red social

(The Social Network)
USA, 2010. 121m. C.
D.: David Fincher P.: Dana Brunetti, Ceán Chaffin, Michael De Luca & Scott Rudin G.: Aaron Sorkin, basado en el libro de Ben Mezrich I.: Jesse Eisenberg, Rooney Mara, Andrew Garfield, Justin Timberlake F.: 2.35:1

Cuando se supo que la nueva película de David Fincher iba a versar sobre el nacimiento de Facebook surgieron no pocas voces cuestionando el interés que podía tener un tema así. Pero, a estas alturas, tras los determinantes estrenos de Zodiac y El curioso caso de Benjamin Button, si había alguna certeza acerca de ese proyecto es que, posiblemente, al director de Seven no le interesaba tanto la creación de la revolucionaria página web, como el panorama humano y social del que surge. En La red social, el desarrollo de la página Facebook supone un críptico ruido de fondo (a base de líneas de código, algoritmos, hackeos) sobre el que se mueven una serie de figuras humanas cuyas acciones, comportamientos y, sobre todo, sentimientos (o su falta) son el auténtico interés el film.

Con La red social se confirma el objetivo de la filmografía de David Fincher: una radiografía del devenir social y emocional del ciudadano moderno: Seven (el retrato apocalíptico de unos tiempos finiseculares), The Game (el broker triunfador de los 80 convertido en un solitario vampiro anímico en los 90), El club de la lucha (el desencanto de la generación X en forma de viaje esquizofrénico), La habitación del pánico (la creciente paranoia que surge en un clima de hiperseguridad) y Zodiac (el psycho-killer como motor oculto de un fresco histórico) suponían un retrato fragmentado del S.XX. Un retrato que resumía y cerraba El curioso caso de Benjamin Button con su repaso a casi cien años de existencia a través de la fantástica mirada de un ser único. La red social supone el acercamiento de Fincher al S.XXI y para ello que mejor que dirigir su atención al medio que ha modificado las relaciones humanas: Internet.

Las secuencias que abren y cierran La red social resultan tangenciales a la hora de entender, descifrar, el sentido último del film: la rima entre estas dos secuencias nos descubre la gran paradoja que surge de la creación de Facebook: el código de programación que ha unido a más de 500 millones de personas en todo el mundo surge de la mente de un inadaptado social herido de amor. Mark Zuckerberg es la reencarnación high-tech de la figura del genio superdotado incapaz de utilizar su talento a la hora de congeniar con sus semejante (Mark habla y actúa como si siguiera una lógica binaria). En este sentido, Facebook supone la mayor (y más rentable) venganza sentimental de la historia de la humanidad: cuando Mark rechaza una perpectiva industrial/económica sobre su creación no lo hace por una cuestión de principios ni de altruismo, sino porque, para él, Facebook es parte suya, un trozo de sí mismo, de su resentimiento y, también, su mirada del mundo, que se ha hecho universal.

Fincher utiliza esa devastación emocional para construir una narración fría, rígida, que evita cualquier caída en el sentimentalismo o el sensacionalismo: el acercamiento a las grandes fiestas, regadas de alcohol, sexo fácil y drogas está contagiada del distanciamiento que produce un mensaje en un foro de Internet. Así, la estructura de La red social no puede resultar más coherente: la fragmentación de los hechos narrados (un mosaico de tiempos verbales y puntos de vista) se asemeja a las diferentes ventanas de conversación de una sesión abierta de un chat. La red social hace gala de un falso clasicismo o del resultado de un clasicismo post-internet: construida a base de primeros planos, siguiendo el esquema básico plano-contraplano, con escasos movimientos de cámara y casi sin estridencias visuales (la escena de la competición de regatas es, en este sentido, una pequeña salida de tono), pero sometido al ritmo y a la urgencia impuesta por la velocidad de las conexiones de banda ancha.

Al término de la proyección de La red social resulta difícil odiar la figura de Mark Zuckerberg o considerarlo el villano de la historia. La demoledora secuencia final no sólo sirve para definir el personaje de Mark, sino que, también, supone el retrato de toda una nueva generación: la espera angustiosa porque suene el teléfono ha sido sustituida por el F5 de nuestro teclado: los medios de comunicación e interacción social evolucionan y mutan, pero el fondo sigue siendo el mismo: la desesperada huída del ser humano de ese agujero negro llamado soledad.

martes, 26 de octubre de 2010

Supercompras

La pasada semana, el amigo Fer y un servidor nos acercamos a la feria del libro de ocasión mencionada en el post anterior, donde volví a adquirir cosas muy interesantes que dejo señaladas a continuación (click para agrandar).

Pero antes me pasé por mi librería favorita para adquirir Multimillonarios por accidente. El nacimiento de Facebook, de Ben Mezrich, libro que ha servido a David Fincher para su último y celebrado film, La red social. Curiosa la portada, que imita el cartel de la película, pero con la imagen del Mark Zuckerberg. Por si alguien se lo ha preguntado, no, no tengo cuenta en Facebook ni en ninguna de estas redes tan populares.

Ahora sí, en la feria seguí encontrando material interesante de la colección del diario El Mundo, Grandes héroes del cómic. Aunque un buen puñado de las historias que contienen estos tres tomos ya las tenía en Lo mejor de The Spirit, que sacó Norma hace dos años y unas cuantas grapas que compré hace ya mucho tiempo, no me pude resistir a tenerlas recopiladas (a parte de unas cuantas aventuras inéditas para mí). Eso sí, la reproducción deja mucho que desear.

Aquí sí que me lo pensé bien porque, debido al tamaño original de los álbumes originales, la reducción a la que se ha sometido en esta colección le pasa mucha factura a El teniente Blueberry. Y ya no sólo al detallista y recargado dibujo de Jean Giraud (que no es lo mismo que Moebius), sino porque la menuda letra a veces resulta ininteligible (también debido a algunos problemas de reproducción). Con todo, tener unas cuantas aventuras de este popular personaje de la bande dessiné por ese precio es una oportunidad que no podía dejar pasar.

He de confesar que nunca he tenido mucho interés por este personaje, pero entre los ilustres nombres que aparecen en los créditos (Stan Lee, Jack Kirby, Neal Adams, John y Sal Buscema) y la recomendación de Fer me animé a darle una oportunidad a El poderoso Thor. Además, así estoy mejor preparado para cuando se estrene la adaptación de Kenneth Branagh. Esto no lo compré en la feria, sino en una tienda de saldo que había cerca. Y esto es todo por ahora. Un saludo a todos.

lunes, 25 de octubre de 2010

Marea roja

(Crimson Tide)
USA, 1995. 116m. C.
D.: Tony Scott P.: Jerry Bruckheimer & Don Simpson G.: Michael Schiffer, basado en una idea de Michael Schiffer & Richard P. Henrick I.: Denzel Washington, Gene Hackman, George Dzundza, Viggo Mortensen F.: 2.35:1

Los primeros minutos de Marea roja introducen una novedad en el cine de Tony Scott: por primera vez en la filmografía del director de Fanático se plantéa un contexto político que tendrá su consiguiente efecto en el desarrollo dramático del film. Desde un portaaviones, un locutor de la CNN nos informa del inestable ambiente político en el que transcurren los hechos, un conflicto de consecuencias nucleares reminiscente de la crisis de los misiles cubanos acaecida en 1962. El escenario, con los aviones despegando ruidosamente, subraya el ambiente marcial del momento. La siguiente secuencia nos presenta a uno de los protagonistas, el comandante Ron Hunter, disfrutando de la fiesta de cumpleaños de su hija de cinco años hasta que las alarmante noticias transmitidas por la televisión captan su atención. La consecución de estas dos secuencias no sólo sirven para confirmar la gravedad de un inminente ataque nuclear, sino que el contraste entre un escenario militar (el portaaviones) y uno familiar (la casa del protagonista) nos transmite la manera en como ese peligro penetra poco a poco en los hogares americanos: un peligro surgido de un conflicto militar pero que tendrá sus horrorosas consecuencias en la población civil.

La utilización de una pantalla (la del televisor) para informar tanto al espectador como al protagonista no es casual. En el momento en el que los tripulantes del submarino Alabama son encerrados en su interior y sumergidos en las profundidades marinas, el mundo exterior pierde su forma, su fisicidad, resumido a una serie de datos, de números o de señales en la pantalla de un radar. Esta abstracción convierte a Marea roja en una película bélica en clave teórica: nunca vemos al enemigo, este no existe como cuerpo, como ser humano, quedando reducido a un punto en unas coordenadas. La acción de la película consiste en la adaptación a la pantalla grande (y a lo grande) de un juego de mesa a lo "Hundir la flota", con el capitán mandando lanzar sus misiles a unas coordenadas que, para ellos, no se corresponde con una realidad: sólo son datos.

El surgimiento de un conflicto humano, en base a la subjetividad de los protagonistas enfrentados, el mencionado comandante Hunter y el capitán Frank Ramsey, en medio de un mar de cifras es lo que hace estallar el drama. Marea roja parece querer ilustrar la variante que aporta el ser humano (prisionero de sus dudas y de su conciencia) dentro de un conflicto tecnológico. Y para ello, se acoge a la estructura de la buddy movie heredada del cine de acción (y que ya había practicado el propio Tony Scott en su interesante El último boy scout) llevándola a un terreno ideológico, con Denzel Washington interpretando al oficial joven y progresista (la discusión sobre el personaje de cómic Silver Surfer le otorga, además, un toque contracultural) y Gene Hackman a un capitán al borde del retiro y profundamente conservador.

Centrar el contexto político en un posible ataque nuclear por parte de Rusia remite a Marea roja al cine bélico americano de los años 50, marcado por la Guerra Fría. Esta referencia aporta a la película de un cierto hálito clásico que redunda positivamente en el trabajo de Tony Scott quien, por supuesto, mantiene su estilo esteticista y fragmentado pero que en esta ocasión, posiblemente debido a un trasfondo dramático más cuidado de lo habitual, sí consigue trascender la vacuidad habitual de sus, siempre, cuidadas imágenes consiguiendo dotar al film de una atmósfera tensa (los primerísimos primeros lanos que captan las gotas de sudor que recorren los congestionados rostros de los protagonistas) y de un ritmo trepidante (con los veloces travellings que siguen los movimientos de los actores, rodeados de maquinaria).

Gran parte de la responsabilidad de la eficacia visual (e, incluso, narrativa) de Marea roja hay que buscarla en el excelente trabajo de un equipo técnico eficazmente dirigido por Scott. El compositor Hans Zimmer consigue conjugar en su partitura tanto la descripción de un ambiente claustrofóbico y tecnológico (con una música basada en atmosféricos y minimalistas sonidos electrónicos) con la exaltación del espíritu nacional que mueve a todos los tripulantes (con un tema principal ya mítico). La fotografía de Dariusz Wolski, basada en una serie de contrastes a base de brillantes colores (principalmente, entre rojos y verdes) que describen efectivamente las dudas y conflictos internos de los personajes que enfoca, dándonos a veces da la impresión de estar viendo un giallo. Y, finalmente, la labor del montador Chris Lebenzon a la hora de dar ritmo y dinamismo a los lentos enfrentamientos entre los submarinos, con resultados espectaculares.

Gracias a todo lo dicho, Marea roja contiene alguno de los mas sugestivos momentos del cine de Tony Scott (el submarino, tras ser alcanzado por un torpedo, hundiéndose en las profundidades, acompañado con una serie de sonidos productos de la presión en el casco, y que lo asemeja al lamento de una bestia herida) convirtiéndose en uno de sus productos de evasión más eficaces, consiguiendo sublimar un guión que cae en el esquema reiterativo del gato y el ratón, y una puesta en escena que, en ocasiones, abusa de determinadas formas visuales (esos travelling contrapicados que siguen los pasos de los protagonistas por las pasarelas enrejadas).

domingo, 24 de octubre de 2010

Phantasma. El regreso

(Phantasm II)
USA, 1988. 97m. C.
D.: Don Coscarelli P.: Roberto A. Quezada G.: Don Coscarelli I.: James Le Gros, Reggie Bannister, Angus Scrimm, Paula Irvine F.: 1.85:1

Aunque el cambio del título original en su traducción española responde a unos motivos puramente funcionales (en 1979 se estrenó en nuestras salas Salem's Lot, el resumen cinematográfico de la miniserie televisiva que dirigió Tobe Hooper adaptando la novela de Stephen King El misterio de Salem's Lot, recibiendo el absurdo título de Phantasma II), la elección del subtítulo, no sabemos si de manera consciente, nos recuerda a la perspectiva que adoptó James Cameron a la hora de continuar Alien. El octavo pasajero. Efectivamente, la segunda parte dirigida por el propio Don Coscarelli de su anterior Phantasma supone su Aliens. El regreso: si el film original suponía un viaje por una montaña rusa lleno de sustos, sorpresas y sobresaltos situada en un paisaje surreal, Phantasma. El regreso apuesta por la acción como bien deja patente la escena en la que Mike y Reggie entran en una ferretería y construyen sus propias armas para enfrentarse directamente al Hombre Alto.

Un cambio de tono que no deja de tener su lógica si lo observamos desde el punto de vista de su protagonista: si la atmósfera surreal y fantasiosa de Phantasma era propia de la mentalidad de un niño de 13 años, ahora ese niño ha crecido, y, convertido en un adolescente, ya no tiene tiempo para tanta tontería. Así, Phantasma. El regreso puede verse tanto como una metáfora de la pérdida de la inocencia del espectador tipo del cine de género (poco sitio hay hoy en día para el sentido de la maravilla y el placer por el miedo en un público cada vez más condescendiente) como la confirmación de la imposibilidad de continuar, repetir, un film cuya marcada personalidad lo había convertido en una isla desierta en medio del mar de lo fantástico (como también demostraron segundas partes como Terroríficamente muertos y Masacre en Texas 2, que no vieron otra salida que la de la autoparodia).

Phantasma. El regreso comienza justo donde finalizara la primera parte presentando el formato serial que caraterizará la saga, como si cada entrega (hasta ahora, cuatro) fuera un episodio de una serie. Esta decisión aporta, de entrada, un elemento extraño que se resuelve en una contradicción: la acción continúa donde se dejó en la entrega anterior, es decir, nos muestra el contraplano de la última imagen de Phantasma: el tiempo no ha pasado entre las entregas, excepto para los espectadores y para los actores, quienes lucen un aspecto lógicamente mayor. Esta elipsis metaligüística reincide en el elemento onírico del film original, el cual es neutralizado por el realismo con el que Coscarelli resuelve la secuencia, con Reggie luchando contra las pequeñas criaturas encapuchadas.

Phantasma. El regreso luce durante todo el metraje unos mayores valores de producción que suponen la principal diferencia con respecto a la anterior entrega, la cual, a la luz de los resultados de esta secuela, se descubre como el fruto de unas determinadas condiciones que, unas vez desaparecidas, convierte a los elementos que daban entidad al título original (el Hombre Alto, las esferas voladoras, los duendes encapuchados y, en general, el ambiente fúnebre de mausoleos y cementerios) en un cúmulo de iconos vaciados de sentido, incapaces de levantar un conjunto convencional.

A tenor de todo esto, Phantasma. El regreso bascula constantemente entre el ejercicio del autoremake (repitiendo algunos de los momentos más recordados del original y llegando a aprovechar, incluso, planos de aquél) y la road movie de acción, con Reggie y Mike siguiendo al Hombre Alto mientras este vacía los cementerios de los pueblos por los que pasa, intentando conferir al conjunto una coherencia argumental que contrasta con el surrealismo original (se nos muestra los métodos que sigue el Hombre Alto para alistar a los muertos que desentierra para su ejército sobrenatural) sin que falten los lugares comunes del cine de terror coetáneo, con sus gotas de humor, romance juvenil y desnudos. Si decimos que lo único destacable de Phantasma. El regreso suponen los excelentes efectos de maquillaje debidos al especialista Mark Shostrom (en cuyo equipo podemos localizar los nombres de dos de los futuros fundadores de la K.N.B. EFX Group, Gregory Nicotero y Robert Kurtzman), quedará claro lo poco que diferencia a tan aburrida secuela del más ramplón cine de terror de la época.


Fiebre del sábado noche

(Saturday Night Fever)
USA, 1977. 118m. C.
D.: John Badham P.: Robert Stigwood G.: Norman Wexler, basado en el artículo de Nik Cohn I.: John Travolta, Karen Lynn Gorney, Barry Miller, Joseph Cali, Paul Pape F.: 1.85:1

Hay determinadas películas que son sobrepasadas por su propia fama, creando una imagen más cercana a la leyenda urbana que a la realidad. En el caso de Fiebre del sábado noche, al igual que otros títulos conocidos como Rocky o la saga protagonizada por John Rambo, su protagonista, Tony Manero, con su traje de color blanco, moviéndose en medio de la discoteca a ritmo de la banda sonora de los Bee Gees ha pasado a formar parte de la iconografía colectiva popular, siendo víctima de todo tipo de mofas y parodias. Ante esto, resulta difícil hacer entender que la película dirigida por John Badham es tan seria como hija de su época.

Los títulos de crédito nos muestran a Tony caminando por unas calles que reconocemos enseguida: ese escenario gris y sucio es el mismo que recorren Travis Bickle o el propio Rocky Balboa. Fiebre del sábado noche participa de esa mirada documental, a pie de la calle, que caracterizó el cine americano de los 70, protagonizado por toda una serie de perdedores, de desclasados o marginados que intentaban, a cualquien precio, salir de la miseria (tanto física como psicológica) en la que se ven encerrados. La salida de Tony es la pista de baile de la discoteca, donde es tratado como un dios (cuando entra en la sala, las personas se retiran a su paso, dejándole el camino libre hasta su trono), una discoteca que no por casualidad se llama "2001 Odyssey" en referencia clara al film de Stanley Kubrick, 2001: Una odisea de espacio. La dicoteca no es sólo un cambio de escenario, sino que significa entrar en otro mundo, en otro planeta, donde olvidar la aburrida vida diaria siendo, durante unos pocos minutos, el centro del universo.

Fiebre del sábado noche es la crónica del viaje existencial que protagoniza Tony, a través del cual tendrá que abandonar sus raices (su barrio) para dar un paso adelante en su vida, entrando en un mundo de responsabilidades (la ciudad): es decir, convertirse en adulto. Después de la primera noche que pasamos con Tony, Badham utiliza una transparencia que le muestra tirado en la cama, con la mirada perdida, reflejando tanto el recuerdo de los ecos de la música que siguen resonando en su cabeza, como el peso de lo cotidiano, de la monotonía, que le aplasta en su cama, impidiéndole levantarse. Durante las escenas que Tony pasa con sus amigos unos primeros planos muy cerrados combinados con lentos zooms le separan del entorno que está compartiendo, con la mente muy lejos, sobrevolando sus sueños de futuro.

En una de las escenas más emotivas del film, Tony le cuenta a su pareja de baile, Stephanie, todo un cúmulo de datos acerca de la construcción del puente de Brooklyn que finaliza con una tétrica leyenda negra: la muerte de uno de los obreros, cuyo cadáver se conserva en el hormigón de la estructura. El mensaje es claro: toda gran empresa requiere su sacrificio. El sacrificio que tiene que hacer Tony consiste en abrir los ojos y aceptar la vulnerabilidad de un entorno que, hasta ese momento, parecía seguro: la familia (la noticia de que su hermano mayor ha colgado los hábitos afecta profundamente a sus padres), el trabajo (que adquiere la forma de un callejón sin salida para sus aspiraciones vitales), los amigos (quienes realmente no le conocen ni le comprenden) e, incluso, la imagen que tiene de sí mismo (la diferencia de clase y estatus cultural entre Stephanie y él queda en evidencia en cada una de sus citas).

El paso definitivo será anunciado con el sacrificio del único lugar que parecía mantener su pureza ante la corruptibilidad general: la discoteca. Para Tony el baile es lo único realmente sagrado, el único acto en el que los seres humanos se muentran en su desnudez, lejos de la hipocresía del día a día (el único instante en el que Tony se enfada realmente con Stephanie es cuando la descubre bailando con otro, sintiéndose tan traicionado, o más, que si la hubiera pillado poniéndole los cuernos). Cuando ese templo inmáculo sea manchado por esa corruptibilidad que parece que no tiene fin, Tony podrá despojarse de cualquier atadura con su vida pasada y podrá salir del barrio, eso sí, pagando un tributo en forma de sacrificio humano con el que romper su unión a esas calles en las que nació y creció y a las que está unido por un vínculo de sangre: una vida por otra. Los planos encadenados que le muestran viajando durante toda la noche en vacíos y sucios vagones de metro supone un proceso de purificación en el que deja atrás, en cada viaje, parte de su antiguo ser para salir, al amanecer, completamente renovado, transformado en un nuevo Tony Manero.

Al igual que su protagonista, Fiebre del sábado noche también se nos aparece como un viaje, el de la propia película, que tiende un puente de conciliación entre la década que toca a su fin (los 70) y la venidera (los 80). Como decíamos al principio, Fiebre del sábado noche luce ese estilo sucio y directo propio de su época (Badham utiliza una dirección nerviosa, rodando con cámara en mano, subrayando el realismo, la espontaneidad, de lo que cuenta) para retratar unos personajes y ambientes más propios del cine juvenil que triunfará en los 80 (incluso las escenas musicales profetizan la irrupción de la estética del vídeo-clip que se consolidará tres años después). En este sentido, Fiebre del sábado noche es una película postmoderna, consciente de su pasado inmediato y sus implicaciones futuras. Como ejemplo de lo dicho, tenemos los posters que adornan la habitación de Tony (los carteles de Serpico y Rocky, más una imagen de Bruce Lee), confirmándole como representante de una nueva generación que surge amparada bajo las figuras, ya míticas, del cine americano de los 70.

sábado, 23 de octubre de 2010

Vixen

(Vixen)
USA, 1968. 70m. C.
D.: Russ Meyer P.: Russ Meyer G.: Robert Rudelson, basado en una idea de Russ Meyer & Anthony-James Ryan I.: Erica Gavin, Garth Pillsbury, Harrison Page, Jon Evans F.: 1.85:1

En los primeros minutos de Vixen una voz en off nos describe la candidez y la intrínseca belleza del paisaje natural canadiense, un territorio alejado del ajetreo urbano en el que la naturaleza parece defender su último rincón libre en el planeta: salvaje e indómito. La aparición de Vixen de entre la alta hierba, vestida únicamente con su minúsculo bikini de color amarillo, nos la presenta como un producto de ese entorno natural: una ninfa, una diosa del bosque cuya exuberante figura resulta de la encarnación de ese espíritu animal, producto del entorno telúrico en el que se mueve.

Esta atmósfera de lujurioso tono féerico aporta a Vixen un componente casi mitológico que se concentra en la rotunda carnalidad de su protagonista, cuyo insaciable apetito sexual, en forma de extrema ninfomanía casi genética, supone la respuesta a las fuerzas de la naturaleza que se encierran en su interior. No resulta casualidad, por tanto, que el título de la película sea el nombre de su protagonista, pues Russ Meyer parece haber concebido Vixen como la presentación y exposición de su ideal de mujer cinematográfica. Por tanto, podemos considerar a Vixen Palmer como el paradigma de la supermujer meyeriana: dueña y señora de su cuerpo, con el cual es capaz de dominar a cualquier hombre que le salga al paso (al comienzo del film, un pobre incauto es manipulado por Vixen para ponerle los cuernos a su marido). En el cine de Russ Meyer, sus hombres lucen una imponente forma física y tienden a utilizar la violencia para resolver sus problemas, pero acaban rindiéndose ante el poder seductor de las mujeres, en una filmografía que buscar instaurar una sociedad matriarcal a través del cine sexploitation.

Así, a lo largo de Vixen se nos mostrará las habilidades de su protagonista a la hora de romper las barreras morales, éticas y sociológicas de la sociedad en la que surge (recordemos que el film se produjo en los años 60) en su intento de consolidar su poder erótico. Si en el comienzo del film, mientras su marido trabaja pilotando una avioneta, Vixen se divierte con otro hombre, cuando una pareja se aloja en la cabaña del matrimonio Palmer, esta, tras el adulterio, será su siguiente objetivo. No sólo se acostará con el marido, sino que seducirá también a su mujer en una escena lésbica que, tal y como la rueda Meyer, potencia el tono mitológico señalado anteriormente, con Vixen, a modo de suma sacerdotisa, introduciendo a su discípula en unos placeres carnales desconocidos para que, posteriormente, los predique por el mundo (el rojo intenso de las sábanas marca el tono de la escena, tanto en lo que respecta al alto voltaje erótico como a su cualidad ritual). A continuación, Vixen arrinconará a su propio hermano mientras se está duchando hasta conseguir que éste se acabe rindiendo a sus encantos.

La aparición de los personajes de Niles, un negro que ha huído de Estados Unidos para evitar el alistamiento forzoso para combatir en Vietnam, y O'Bannion, un comunista quien pretende secuestrar el avión del marido de Vixen para entrar en Cuba, introduce un discurso político y racial que acentúa el componente delirante de la película. La secuencia en la que O'Bannion intenta convencer a Niles de las excelencias del sistema comunista, en la cual se intercalan planos de la frenética actividad sexual entre Vixen y su marido, resulta definitoria del ideario autoral de Meyer: para el director de Supervixens el erotismo y el sexo es la espina dorsal de la civilización humana.

En Vixen Russ Meyer utiliza todos los elementos habituales de este tipo de cine: motoristas macarras, mujeres fatales, violencia y sexo, para filtrarlo a través de su mirada lúdica y desprejuiciada, capaz de combinar una concepción camioneril del erotismo (las chabacanas metáforas visuales como las manos de Vixen acariciando la alcachofa de la ducha o la manguera utilizada para llenar el depósito de la avioneta) con una estilizada puesta en escena, más atenta a explotar el tono sensual del film que a su función narrativa: los planos torcidos, los picados y los contrapicados buscan en todo momento dinamizar tanto la rotunda presencia de sus protagonistas femeninas como su comportamiento lascivo, en lo que es un claro ejemplo de un cine eminentemente sensorial.

En este sentido, la utilización de Russ Meyer del montaje, más asociativa que narrativa, resulta ejemplar de su estilo: Meyer nos muestra un primer plano del marido de Vixen, en el interior del dormitorio, llamándola para que se acueste con él; el siguiente plano nos muestra a la propia Vixen, desnuda, bañándose en un lago; volvemos al primer plano anterior del marido para finalizar con un contraplano de Vixen apoyada en el umbral de la puerta, vestida con un sugerente camisón rojo. Esta dislocación espacial añade un elemento fantástico al film que supone la esencia del cine de Russ Meyer, tan heterodoxo como divertido, siempre refrescante.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Zodiac

(Zodiac)
USA, 2007. 162m. C.
D.: David Fincher P.: Ceán Chaffin, Brad Fischer, Mike Medavoy, Arnold Messer & James Vanderbilt G.: James Vanderbilt, basado en el libro de Robert Graysmith I.: Jake Gyllenhaal, Mark Ruffalo, Anthony Edwards, Robert Downey Jr. F.: 2.35:1

Si aceptamos el hecho de que las fechas no son más que fronteras de conveniencia y que son los hechos, los grandes sucesos, los que marcan las épocas, teniendo en cuenta que, como se dijo, con los crímenes cometidos por Jack el Destripador en Londres durante el otoño de 1888 dio comienzo el S. XX, podemos considerar, con pocas dudas, la pasada centúria el siglo del asesino en serie. Y no porque anteriormente no existiera tan sangrienta figura, sino porque no es hasta ese momento que el psycho-killer se convierte en una figura cuasi mítica, cuya sombra sobrevuela las décadas que le han sufrido, moldeándolas. Cambiándolas. El cine y la televisión (así como los diferentes estudios publicados o la propia literatura de ficción) han otorgado al psycho-killer una dimensión de antihéroe, un ser que nos aterroriza, nos angustia pero, a la vez, nos fascina.

En su antológico From Hell, el guionista británico Alan Moore (con el apoyo del retorcido, feísta y magnético dibujo de Eddie Campbell) convertía la esquiva silueta de Jack el Destripador en una marioneta de carne manipulada por unas fuerzas metafísicas que solicitaban su tributo de sangre con el que marcar el comienzo de una nueva era para la humanidad. En el último capítulo, abandonando su caduca envoltura física, el espíritu de William Gull realizaba un viaje cósmico a través del velo del tiempo y del espacio dejando, como un reguero de hemoglobina, su presencia en la futura sociedad que sus acciones había consolidado como base. Para Alan Moore, el asesino en serie es una figura suprahumana, un producto surgido de los tiempos que lo ven nacer, y que contamina todo el radio de acción en el que trabaja. Desde este punto de vista, podemos considerar al psycho-killer como un radical sistema evolutivo de esencia esotérica.

El plano que abre Zodiac consiste en una panorámica que recoge la forma nocturna de una pequeña localidad en pleno festejo del 4 de julio. Tras este prólogo, en el que asistimos al primer crimen oficial del conocido como asesino del Zodíaco, los títulos de crédito del film nos muestran un travelling aéreo que cruza el puerto de San Francisco a plena luz del día. Más allá de su valor informativo (nos sitúa en los escenarios en los que transcurre la acción del film) estos dos movimientos de cámara tienden un puente a la idea de Alan Moore sobre el asesino en serie: ambos planos suponen la subjetivación de un espíritu maléfico que está dispuesto a cobrarse su sacrificio. La primera panorámica es un movimiento lento, de izquierada a derecha, como una bestia que vigila, con cuidado, a sus víctimas. Una vez saciada su sed de sangre, el segundo movimiento de cámara, un travelling que recorre el mar y entra en la ciudad, es enérgico y directo: la zona ya ha sido elegida (no por casualidad, la canción que suena durante los créditos es "Soul Sacrifice", de Santana).

Atendiento a esto, podríamos considerar a Zodiac como una continuación espiritual a la vez que una perfecta adaptación cinematográfica de From Hell. Los hechos que se nos narran presentan numerosos puntos comunes entre los casos de Jack el Destripador y el asesino del Zodíaco: ambos nunca fueron atrapados ni se desveló su identidad; la importancia de la prensa de cada época a la hora de darle una figura mítica al asesino; el envío de cartas escritas por su propia mano, además de los cientos de imitadores que inspiró. De esta manera, podemos considerar al asesino del Zodíaco como la nueva marioneta de los mismos espíritus cósmicos que en su momento utilizaron a William Gull. Las apariciones del asesino siempre están envueltas en sombras. El motivo no es ocultar su identidad, sino constatar que nos encontramos ante una presencia anónima de la que importan sólamente sus actos: es, en realidad, un símbolo.

A lo largo del musculoso metraje de Zodiac, el espectador se ve subyugado por un torrente de datos que le son disparados sin pausa, abrumándole con una miríada de nombres, fechas o lugares. El objetivo de Fincher no es tanto una minuciosa descripción de los sucesos ocurridos (que también) como aplastar al espectador con las evidencias que arrinconan a los protagonistas. Zodiac acaba revelándose como un conjunto de calles superpuestas que siempre conducen a un callejón sin salida. La policía o la prensa se ven zarandeados de un lugar a otro, corriendo detrás de una pista y sorteando contínuos agujeros de sentido. El director de Seven nos presenta un universo férreamente construído, jerarquizado (todas las escenas y los movimientos despiden un hálito de verosimilitud rayano en lo documental) que resulta asaltado, desvirtuado, por la presencia de estas fuerzas metafísicas.

Hay tres secuencias clave que evidencian esta deconstrucción de nuestra realidad cotidiana: en la primera, una joven pareja disfruta de una plácida tarde al lado de un idílico lago. La aparición del asesino del Zodíaco rompe la calma del momento, pero en todo momento Fincher mantiene una planificación calmada y naturalista; la brutal agresión de la mujer nos confirma que el horror se esconde entre los márgenes de lo hermoso. La segunda consiste en un movimiento de cámara que sigue a los detectives Toschi y Armstrong entrando en las oficinas del San Francisco Chronicle; las cartas enviadas por el asesino del Zodíaco así como su criptogramas cubren las paredes del edificio e, incluso, crean barreras invisibles, como si su espíritu fuera apoderándose de nuestro mundo. La tercera y última acontece en un oscuro y sórdido sótano, en el que el dibujante Graysmith vive una tensa reunión con un posible sospechoso; este es el único momento en el que la película utiliza los modos y maneras del cine de terror, demostrando que el Mal nos ha contaminado definitivamente.

La obsesión con la que los protagonistas de Zodiac persiguen a su objetivo, sacrificando su propia estabilidad física y mental (dejando por el camino su profesión, su familia o su salud), viene motivada por la desesperación que sienten por buscar una explicación que justifique la desaparición de lo que consideraban un entorno estable y manejable. La necesidad de aprisionar el horror en una figura humana: un nombre al que poder identificar; un cuerpo al que poder detener. Lo que convierte a Zodiac en uno de los más penetrantes estudios acerca de los ejercicios del Horror en nuestra realidad es dejar esa respuesta en suspenso. No hay certidumbres. No hay nadie a quien señalar. Al final de Zodiac el Mal queda como una presencia inestable, poliforme, pero presente: en suma, real.

domingo, 17 de octubre de 2010

¿Quién llama a mi puerta?

(Who's That Knocking at My Door)
USA, 1967. 90m. BN
D.: Martin Scorsese P.: Betzi Manoogian, Haig Manoogian & Joseph Weill G.: Martin Scorsese I.: Zina Bethune, Harvey Keitel, Anne Collette, Lennard Kuras F.: 1.85:1

Aparte de ser dos de los directores más importantes del cine americano de los años 70 (los que, junto a William Friedkin, aportaron las películas más tangenciales), podemos encontrar varias similitudes entre las carreras de los realizadores italoamericanos Francis Ford Coppola y Martin Scorsese: la enorme relevancia de determinados títulos que acaban relegando casi al ostracismo de una buena parte de su filmografía (por ejemplo, ¿alguien se acuerda hoy en día de Jardines de piedra o Cotton Club, del primero; o Nueva York Nueva York o, incluso, El rey de la comedia, del segundo?); la participación de Roger Corman en los modestos comienzos de ambos directores (Demencia 13, en el caso de Coppola; El tren de Bertha, en el de Scorsese) y, en líneas generales, el desconocimiento general de esos mismos comienzos, hasta el punto de que buena parte del público seguramente piensa que El padrino y Malas calles son sus respectivos debuts.

Unas similitudes que se extienden al tono sentimental de la opera prima de cada uno. Tanto Ya eres un gran chico (considerada la primera película de Coppola aunque éste ya se había encargado, en plan guerrillero marca Corman, de dos films: El botones y las Playgirls -en realidad, un remontaje con escenas añadidas de una comedia erótica alemana- y Demencia 13 -film de terror rodado en un fin de semana-) como esta ¿Quién llama a mi puerta? incluyen un marcado elemento autobiográfico en su retrato del difícil paso hacia la madurez y sus responsabilidades.

Pero cuando hablamos de elemento autobiográfico no nos referimos a que ¿Quién llama a mi puerta? esté inspirada en la vida de su director y guionista, sino que en ella se concentran las obsesiones de éste, componiendo una visión en conjunto de la mirada vital de Scorsese y apuntando las que serán las pautas que marcarán el resto de su carrera. La escena que nos muestra el momento en el que J.R. (un adolescente Harvey Keitel en su primer papel cinematográfico) y su chica (nunca se nos dice su nombre) se conocen resulta ejemplar a este respecto: la imagen de John Wayne en Centauros del desierto que aparece en una revista francesa que ella está leyendo será el medio por el cual ambos entablarán conversación. Una conversación maracada por la cinefilia de J.R. y que se prolongará en el resto de su relación (ambos van al cine a ver Rio Bravo). La utilización del cine como base para una relación sentimental no es, desde luego, una casualidad viniendo del que posiblemente sea, junto a Peter Bogdanovich, el cineasta más confesadamente cinéfilo de su generación. Así como tampoco lo es la utilización de un western de John Ford (género americano por excelencia) y una revista francesa (los años 60 están marcados por la irrupción de la Nouvelle Vague, compuesta por varios críticos de cine de la mítica revista Cahiers du Cinema y cuyo desarrollo de un cine libre, deconstructivo y autorreferencial marcó a Scorsese y a sus compañeros. De hecho, la estructura en flashbacks y a base de tiempos muertos de ¿Quién llama a mi puerta? remite al movimiento francés).

El comienzo mismo de la película no sólo coloca las bases de lo que podríamos llamar el corpus autoral scorsesiano, sino que nos da la pista con la que entender la extraña relación entre J.R. y su chica: unos planos de hondo tono costumbrista nos muestra a una mujer de mediana edad preparando una empanada de carne casera que después servirá a sus hijos. Los planos de la preparación del plato son completados por las imágenes de una serie de figuras religiosas. A continuación, Scorsese pasa a mostrarnos al protagonista junto a sus amigos en plena pelea callejera. Estas dos secuencias nos presentan la importancia de las raices familiares en el cine de Scorsese, así como el determinante papel que juega la violencia y la religión en la vida de sus protagonistas. En la figura de J.R. confluyen los perfiles de los futuros antihéroes de su filmografía: por un lado, su carácter juerguista y algo infantil cuando está con sus amigos; y por otro, sus profundas creencias católicas, que son las que marcan su compromiso con su chica.

Para J.R. el matrimonio es una unión sagrada que sólo puede establecerse a través de la pureza, por eso se negará a acostarse con su chica (en la escena en la que ella intenta infructuosamente tener sexo con él, un plano nos muestra el reflejo de la chica en un espejo, al lado de una estatuilla de una Virgen que está colocada enfrente), en cambio no tiene ningún problema en acostarse con otras mujeres con quienes, simplemente, quiere pasar un rato (el montaje acelerado y la utilización del tema "The End" de The Doors subraya el tono lascivo y hedonista del momento). De esta manera, J.R. se mueve entre la dicotomía Madre/Puta en su acercamiento a la figura femenina, sin duda marcado por la presencia materna que le preparaba empanadas de carne en su infancia.

A pesar del precario presupuesto manejado y las consiguientes limitaciones técnicas, ¿Quién llama a mi puerta? refleja la mirada nerviosa de Scorsese, presentando, de manera embrionaria, las constantes estilísticas del director de Casino, patente en la utilización de canciones populares, en su vertiente rock'n'roll, para dinamizar el ritmo de las escenas o en los movimientos de cámara y el uso del montaje (los travellings encadenados que nos muestra las juergas de J.R. y sus amigos, combinados con cámara lenta; el montaje agresivo de la mencionada secuencia en la que vemos a J.R acostándose con un montón de chicas) e, incluso, cierta inventiva visual a la hora de mostrar los pensamientos del protagonista: especialmente notoria la escena en la que su chica le cuenta un escabroso suceso de su pasado: J.R. visualiza la escena en su cabeza con una ligera atmósfera terrorífica. La utilización de planos congelados y el progresivo deterioro sonoro de la canción que acompaña la acción reflejan a la perfección la frustración que siente J.R. ante lo que oye, una historia que le obsesionará de tal forma que será el principio del fin del bonito sueño que había construido con su chica.

sábado, 16 de octubre de 2010

Supercompras

Hace tiempo que le doy vueltas a la idea de crear un hilo de compras en el que ir dejando testimonio de las adquisiciones que voy haciendo en lo que respecta a material de ocio. Me parece interesante por tres motivos: 1) muchas de estas compras pueden tener su repercusión en el blog; 2) es una manera, a nivel personal, de llevar un listado de compras y, de paso, sacar algo de partido a la cámara que compré hace tiempo y que casi no he utilizado; y 3) me sirve para romper la estructura un tanto rígida del blog, en ocasiones demasiado previsible, casi monótona. Por supuesto, esto sigue siendo un blog dedicado al cine, pero estas entradas creo que ayudarán a oxigenarlo de vez en cuando.

Sin más dilación, empezamos con unas compras hechas hoy y muy especiales. Como siempre, click en las imágenes para agrandar.

En León se celebra hasta el 1 de noviembre la feria del libro de ocasión, una serie de casetas de librerías que ofrecen la posibilidad de comprar libros de todo tipo a precio de saldo. La mayoría de cosas son poco interesantes, pero buscando y rebuscando se pueden conseguir algunos tesoros como esta colección de "Grandes héroes del cómic" de la Biblioteca El Mundo dedicada a Los 4 Fantásticos y que cubren desde el nº44 al nº67, más dos anuales, siendo una de las etapas más memorables (los Inhumanos, Galactus, el Dr. Muerte y Estela Plateada) de los 4F en particulas y del cómic en general. Por si fuera poco, se incluyen dos introducciones a cargo de los críticos de cine Jesús Palacios y Jordi Costa. Los tres por 6€.

Aunque la leí hace muchos años y como casi todo lo escrito por Stephen King me resultó soporífera, me dolía no tener La zona muerta porque era uno de los pocos libros llevados a la pantalla por David Cronenberg que me faltaba (en una adaptación, en mi opinión, muy superior al original). Así que cuando la he encontrado en estas ediciones tan nostálgicas de Plaza & Janés (es una cuarta edición de 1998) por 3€ no me lo he pensado (bueno, un poco sí). La cuestión es si me atreveré a darle una nueva oportunidad.

Este post está dedicado al sr. Javier, quien seguro aplaudirá a rabiar estas compras. Un saludo a todos.

viernes, 15 de octubre de 2010

Buried (Enterrado)

(Buried)
España, 2010. 95m. C.
D.: Rodrigo Cortés P.: Adrián Guerra & Peter Safran G.: Chris Sparling I.: Ryan Reynolds, José Luis García Pérez, Robert Paterson, Stephen Tobolowsky F.: 2.35:1

Posiblemente, podemos considerar el ejercicio de estilo como el acercamiento más puro al acto de hacer cine. Si consideramos la imagen en movimiento (o la ilusión de tal) y el montaje como los factores determinantes del arte cinematográfico (es decir, las cualidades intrínsecas que lo diferencia del resto de las artes), la subordinación del valor narrativo de un film ante el desarrollo de un tour de force estilístico no deja de suponer el acercarse a la esencia misma del cinematógrafo. En este sentido, Buried (Enterrado) es un auténtico ejercicio de estilo desde el momento en el que resulta más importante los medios por los que se ha creado el film, la anécdota de su punto de partida, que los resultados. En general, las valoraciones de la segunda película del director de Concursante vienen dadas por la valentía y arrojo de su propuesta (un ataúd como único y angosto escenario y su desesperado ocupante como solitario protagonista) y no por el balance cualitativo de la misma.

Durante su primera media hora, Buried (Enterrado) plantea su idea más interesante: vivimos en un mundo de formas inestables, difusas. En el momento en el que el protagonista, Paul Conroy, es apartado radicalmente de su entorno y pierde de vista su realidad cotidiana, ésta desaparece. Paul intenta infructuosamente ponerse en contacto mediante el móvil con el que ha sido enterrado con todo un repertorio de pilares que forman su vida: su familia, sus amistades, la policía e, incluso, su gobierno. El resultado es el mismo: nada. La gente no responde al teléfono o, directamente, no le creen. Buried (Enterrado) construye una realidad líquida, que se evapora en cuanto cerramos los ojos. Este acercamiento abstracto era, probablemente, el camino más indicado para que Cortés desarrollara su propuesta, llevándola a un terreno más metafísico que contrastara con la marcada fisicidad del momento: la escisión entre un cuerpo atrapado y una mente necesitada de liberarse.

Ante el desafío límite a nivel técnico de su punto de partida (se le ha llegado a denominar cine experimental), puede resultar extraño decir que Buried (Enterrado) elige el camino fácil, pero si atendemos a su comienzo esto nos quedará más claro: los primeros minutos de la película transcurren con la pantalla en negro; escuchando únicamente los sonidos de su angustioso protagonista. Sólo cuando éste enciende su mechero, se ilumina la pantalla. A lo largo de la película, se mantendrá esta iluminación lógica: el mechero, la pantalla del teléfono móvil o un par de bengalas serán la única fuente de luz. Sin duda, un planteamiento coherente con el acercamiento realista que se busca, pero que entra en el terreno de la contradicción si atendemos a la secuencia de créditos: unos los títulos de crédito ilustrados con una enfática banda sonora que parece sacada de cualquier película de acción: Buried (Enterrado) acaba encajonada entre la radicalidad de su forma y la convencionalidad de su espíritu.

Al final, que la película imite el estado de su protagonista, encerrado en un ataúd enterrado, es lo de menos. Buried (Enterrado) utiliza el confinamiento obligatorio de Paul Conroy como un catalizador de todos los males de la sociedad moderna: el imperio del miedo impuesto por el terrorismo; la ineficacia de nuestras fuerzas de seguridad; la enfermedad que mina el núcleo familiar; la deshumanización del individuo por parte del frío mercado laboral. De esta manera, la película se acaba convirtiendo en una gran alegoría social a la que no le faltan sus gotas de sentimentalismo (las relaciones de Paul con una compañera de trabajo o el vídeo testamentario que graba). Situar la acción de Buried (Enterrado) en el centro del conflicto islámico o escenas como el encuentro con un indeseado invitado certifica que, antes que el protagonista, es el equipo técnico quien realmente tiene ganas de salir de un encierro que más que inspirarles, les limita y, finalmente, ahoga.

miércoles, 13 de octubre de 2010

La habitación del pánico

(Panic Room)
USA, 2002. 113m. C.
D.: David Fincher P.: Céan Chaffin, Judy Hofflund, David Koepp & Gavin Polone G.: David Koepp I.: Jodie Foster, Kristen Stewart, Forest Whitaker, Jared Leto F.: 2.35:1

La importancia de los títulos de crédito en las películas de David Fincher no reside únicamente en su cuidada presentación estética, sino también en su valor narrativo. En estos, suele incluirse una pista fundamental para comprender la propia película. En este sentido, destacan las secuencias de Seven (donde entrabamos de lleno en la cabeza del asesino en serie que ponía en jaque a los personajes de Brad Pitt y Morgan Freeman) y de El club de la lucha (con ese recorrido desde el centro del cerebro del protagonista, aclarando de entrada que todo lo que venía a continuación estaba condicionado por su trastornado punto de vista). Los créditos de La habitación del pánico nos muestran una serie de planos ilustrados por una variedad de edificios, dibujando el perfil de una ciudad. Sobreimpresionados sobre los edificios, perfectamente alineados, aparecen los nombres del equipo técnico y artístico del film, de un modo que les hace formar parte de ellos. Efectivamente, en La habitación del pánico David Fincher oficia más de arquitecto fílmico que de narrador cinematográfico, levantando un catedralicio ejercicio de estilo con el que demostrar su portentoso talento técnico.

No por ello se ha de entender que La habitación del pánico sea una película vacua. De hecho, el universo ,y los personajes que se mueven por él, descrito por el guión de David Koepp no se aleja de ese mundo hecho añicos, que se cae a pedazos sin que sus habitantes parezcan percatarse, de las anteriores películas de Fincher. La propia existencia de la estancia que da nombre al film, esa impenetrable habitación del pánico que, a la vez, se convierte en una prisión para las dos protagonistas, saca a la luz la realidad hostil en la que convivimos. Una hostilidad que nos rodea y para la que no estamos protegidos ni por las paredes de nuestros hogares. Una habitación del pánico sólo tiene sentido si se usa, convirtiéndose en un faro que atrae a los delincuentes.

También hallamos en La habitación del pánico, algo diluido, eso sí, el enfrentamiento generacional entre padres e hijos que constituía el centro de The Game y El club de la lucha (y, en cierto modo, de Alien 3 -entre Ripley y su bebé Alien- y Seven -entre el veterano Somerset y el novato Mills-) y que aquí recae entre la fría pero vulnerable Meg y su insolente hija Sarah: esta última parecerá estar mas preparada, quizás por ser producto directo de esos inestables tiempos, para afrontar el peligro: guía a su madre a la hora de hablar con los intrusos y, en un momento concreto, utilizará las lecciones de supervivencia aprendidas en el cine de consumo.

La habitación del pánico se ve contagiada, asimismo, de ese tono apocalíptico que, de una forma u otra, envuelve toda la filmografía del director de Zodiac (y que tiene su momento cumbre en la hermosa imagen con que concluía El club de la lucha). La primera noche que madre e hija pasan en su nuevo hogar se caracteriza por una intensa tormenta, con la lluvia azotando de manera inclemente los cristales de las ventanas. Las fuerzas de la naturaleza parecen actuar en contra de los personajes (el travelling que arranca con los gritos de socorro de las protagonistas y que se van apagando a medida que salimos al exterior, con las palabras borradas por la fuerza del viento; el asaltante Burnham, con los brazos levantados en medio del patio, y rodeado por las hojas arrastradas por el viento, como si fuera un prisionero de un ejército telúrico).

Pero, a pesar de lo dicho, el espectador no puede evitar una cierta sensación de insatisfacción antes las impecables imágenes del film, como si este, en realidad, fuera una especie de ejercicio de fin de curso de David Fincher a la hora de ponerse a la cabeza de lo que podríamos llamar la generación del vídeo-clip presentada en los años 90 (integrada por, entre otros, Spike Jonze, Dominic Sena, Mark Romanek, Tarsem Singh o Alex Proyas). No cabe duda de que Fincher es el autor que mejor ha sabido trasladar las señas de identidad del vídeo-clip a la narrativa cinematográfica (el impresionante plano secuencia en el que la cámara recorre los tres pisos de la casa, siguiendo los movimientos de los ladrones intentando entrar, e introduciendose incluso en las cerraduras; el plano que rota 90º, para mostrar a Jodie Foster acostada y a su vigilante de pie, al fondo del encuadre; la dilatación del tiempo mediante el uso de la cámara lenta en la escena en la que Foster intenta recuperar el móvil) pero, a la vez, La habitación del pánico se presenta como una condensación de las virtudes y defectos de esta generación: por un lado, el innegable poder de unas imágenes de marcado virtuosismo formal; y, por otro, la sensación, también innegable, de encontrarnos ante un producto de diseño ensimismado en ese mismo virtuosismo.

lunes, 11 de octubre de 2010

Loft

(Rofuto)
Japón/Corea del Sur, 2005. 115m. C.
D.: Kiyoshi Kurosawa P.: Atsuyuki Shimoda G.: Kiyoshi Kurosawa I.: Miki Nakatani, Etsushi Toyokawa, Hidetoshi Nishijima, Yumi Adachi F.: 1.85:1

"Imagine que está sentado en una habitación ordinaria. De repente se nos dice que hay un cadáver detrás de la puerta. En un instante, la atmósfera de la habitación en la que está sentado está totalmente alterada: la luz, la atmósfera ha cambiado, a pesar de que son físicamente iguales. Esto se debe a que hemos cambiado ... Este es el efecto que quiero conseguir ". Estas son las célebres palabras que el director danés Carl Theodor Dreyer le dijo a su director de fotografía a la hora de concebir la atmósfera del clásico de 1932, Vampyr. Unas palabras que podrían pertenecer al director de Kairo en su acercamiento al cine de terror protagonizado por momias: la escena en la que la protagonista, Reiko, una escritora retirada a una casa aislada en el campo para acabar un encargo, está trabajando con su ordenador, a plena luz del día, en una habitación iluminada, nos resulta profundamente perturbadora al atisbar, a sus espaldas, la figura inerte de la momia que está guardando en su casa.

El cine de fantasmas de Kurosawa destaca por su marcada fisicidad. Para el diretor de Cure, el fantasma es una presencia real, tangible, no una entidad espiritual que podamos traspasar con nuestra mano. Es por ello que nunca juega al despiste con el espectador, creando una serie de golpes de efecto, de sustos con los que impactar a sus personajes, súbitamente acorralados por la irrupción de lo sobrenatural. Kurosawa muestra a sus espectros en planos fijos, siguiéndolos con suaves movimientos de cámara, subrayando su presencia dentro del espacio: una fisicidad que resalta su hostilidad: él o ella está ahí, forma parte del escenario. Kurosawa lleva la figura de la momia a su terreno, transformando Loft en una genuina kaidan eiga (cine de fantasmas japonés) tanto en su fondo (la venganza más allá de la tumba de un espíritu que no puede descansar hasta vengar su asesinato) como en su forma (el ritmo lento, las apariciones casi subliminales de los fantasmas, inmóviles al fondo del plano, confundiéndose con las sombras).

Loft se convierte en una película de fantasmas introspectivos desde el momento en el que las apariciones parecen tener su núcleo en el interior de las mentes de los protagonistas. La primera vez que vemos a la protagonista, ésta está maquillándose. No la vemos a ella directamente, sino su reflejo en el espejo: es decir, el reflejo de su belleza. Empieza a sentir unos fuertes dolores en el estómago que culminan cuando acaba vomitando una sustancia negra y viscosa. Más tarde, la aparición de la momia milenaria perfectamente conservada gracias a la cantidad de lodo hallado en su estómago le pone al corriente de una leyenda que dice que, en la antigüedad, las mujeres consumían lodo para mantenerse bellas. De esta manera, la aparición de la momia estaría marcada por la inseguridad de Reiko a un nivel personal como profesional (ganadora de un premio literario, Reiko sufre un bloqueo a la hora de enfrentar su nuevo trabajo).

Por su parte, para Yoshioka, encargado de la conservación y preparación de la momia para su presentación en el museo, el cuerpo inerte que no puede dejar de mirar despierta en su conciencia el sentimiento de culpa que destapa un pasado lleno de esqueletos en el armario. El desarrollo de la relación en paralelo de cada uno de estos personajes con la figura de la momia y sus consecuencias ofrece los mejores momentos de Loft: la primera noche que Reiko pasa con la momia en su casa, toda una set piece que certifica la habilidad de Kurosawa a la hora de construir atmósferas tan perturbadoras como llenas de tensión; la escena en la que Yoshioka escucha de un amigo como éste pasó una noche en vela al ser visitado por una aparición: Kurosawa encuadra al hombre relatando el suceso en plano fijo mientras la banda de sonido se llena de voces, gritos y extraños ruidosa a un volumen casi imperceptible, como un turbador ruido de fondo.

En cambio, a medida que la película avanza y las dos historias se van relacionando, Loft pierde interés, especialmente cuando empieza a dar vueltas alrededor de una única idea, en un intento de sorprender al espectador con una trama llena de misterios, pistas falsas y finales múltiples: Kurosawa abandona la densidad psicológica para ahondar en los trillados terrenos del thriller sobrenatural. Con todo, y a pesar de la decepcionante resolución final, la sensación que conserva el espectador de Loft es que Kiyoshi Kurosawa sigue siendo uno de los mas interesantes talentos del género fantástico actual, capaz de seguir dándonos miedo con un subgénero, el cine de fantasmas nipón, infectado por el virus del lugar común.