martes, 30 de noviembre de 2010

Mad Max. Salvajes de la autopista

(Mad Max)
Australia, 1979. 88m. C.
D.: George Miller P.: Byron Kennedy G.: James McCausland & George Miller, basado en una idea de George Miller & Byron Kennedy I.: Mel Gibson, Joanne Samuel, Hugh Keays-Byrne, Steve Bisley F.: 2.35:1

"¡Soy una máquina suicida con motor de inyección!" Este es el grito de guerra del Jinete Nocturno al conducir de manera frenética su vehículo mientras es perseguido por la policía. Un lema que encierra, además, la filosofía que mueve el pavoroso y cercano futuro en el que se desarrolla Mad Max. Salvajes de la autopista. Una filosofía que resulta meridiana con la presentación del protagonista Max Rockatansky a base de planos cerrados de diferentes partes de su físico: sus manos enfundadas en los guantes, la gafas de sol que ocultan sus ojos, las botas con las que recorre la distancia hacia su coche. Una serie de planos detalles que, de entrada, le confieren un hálito legendario pero que, además, le identifican con su coche. Todas las imágenes tienen como fondo el vehículo de Max, el cual también es mostrado por planos detalles. Max no tiene rostro. No tiene identidad individual: él y su coche son uno, al igual que la fusión hombre-máquina que proclama el Jinete Nocturno. Único medio para sobrevivir en un mundo devastado, atravesado por carreteras a modo de cicatrices.

Los primeros quince minutos de Mad Max. Salvajes de la autopista consiste en la mencionada persecución con la que un grupo de policías motorizados intentan cercar al Jinete Nocturno. Un espectacular arranque en el que la velocidad se impone como mensaje narrativo: los angulosos planos en scope dinamizan y resaltan esa velocidad, mostrando la carretera como un circuito sin horizonte, inacabable y libre. Los brutales choques que sufren ambos bandos (el vehículo del Jinete Nocturno atravesando una caravana parada en medio de la carretera; uno de los coches policíales se va destrozando poco a poco hasta quedar varado a un lado de la carretera) instaura un clima de violencia y caos que resulta definitorio del apocalíptico entorno en el que se mueven los personajes.

Los escenarios que nos muestra la película no parecen formar parte de un todo, de un espacio cartografiado, sino que son puntos aislados, lo que intensifica el ambiente abstracto de Mad Max. Salvajes de la autopista: la comisaría, siempre mostrada en contrapicado, recortada sobre un cielo enrojecido, parece se el único edificio que ha sobrevivido al paso de un devastador huracán. Mad Max. Salvajes de la autopista no necesita mostrar con todo lujo de detalles su entorno degradado sino que, al contrario, lo deja fuera de pantalla con un resultado desolador: realmente parece que ahí fuera no hay nada más que kilómetros y kilómetros de carreteras. No resulta extraño que el escritor J.G. Ballard celebrara la siguiente entrega de la saga, Mad Max 2. El guerrero de la carretera, pues ya en este título inaugural se describe un universo deshumanizado en el que el ser humano ha vendido su alma a la tecnología, en este caso, los vehículos de motor, para sobrevivir, habitual en la obra del autor de Crash.

La vida familiar de Max aparece como contraposición a ese infierno de asfalto: la casa que comparte con su mujer y su hijo pequeño está situada en medio de la naturaleza, al lado del mar. El interior de la casa está llena de plantas formando un ambiente casi primitivo, como si sus habitantes fueran miembros de una extinta tribu aborigen al margen de la evolución: Max y su mujer siempre andan descalzos por la casa, su hijo juega despreocupadamente en el suelo. Armonía, relajación y amor se respira en el ambiente tanto en los gestos (su mujer le declara su amor a través del lenguaje de signos, como si el lenguaje aún no hubiese sido desarrollado) como por la vestimenta (Max se viste con una camiseta de tirantes cuya ligereza y blancura se opone al fetichista uniforme de cuero negro que utiliza en su trabajo).

En un momento del film, Max le dice a su jefe que quiere dejar el cuerpo. Cuando éste le pregunta el motivo, Max responde con franqueza: tiene miedo. Pero no miedo de morir en acto de servicio, sino de convertirse en un nuevo Jinete Nocturno: un ser cuyo único objetivo es conducir, recorrer una carretera interminable, devastando todo lo que encuentra a su alrededor. Max se agarra a su familia como único medio para mantener su cordura y su esencia humana en una serie de escenas idílicas que retratan las vacaciones que pasa con ellos. Pero la carretera no está dispuesto a dejar a escapar a uno de los suyos, al menos no sin recibir nada a cambio. La excelente escena en el bosque, en la que la mujer de Max es acosada por un grupo de motoristas punk, muestra como éstos se ocultan entre los árboles, contagiando con su intromisión el seguro hábitat que Max y los suyos han construido. La persecución, como no podía ser de otra manera, llega a su fin en una carretera, la cual recibe, ansiosa, la sangre de los familiares de Max, sellando de esta manera su destino.

Perdido su único vínculo con una vida estable, Max no tiene más remedio que volver a enfundarse su traje y conducir su coche para enfrentarse con aquellos que le han arrebatado todo sin darse cuenta que, en realidad, no son más que piezas que sirven de diversión para el disfrute de los Dioses de la carretera. Finalmente, Max ha perdido: se ha convertido en lo que más temía. Si al principio, como indicábamos, se le relacionaba con su vehículo con planos detalles, ahora un plano general confirma la fusión: Max se dirige hacia su vehículo cuando su figura desaparece y es sustituida por el coche; sus enemigos le neutralizan una pierna y un brazo, pero él sigue adelante, igual que un coche dañado pero que sigue funcionando. Mad Max. Salvajes de la autopista supone la descripción del método de depuración que un mundo agonizante hace de uno de sus habitantes (vaciándolo de todo sentimiento y esperanzas): Max primero tiene que dejar de ser hombre, para convertirse en mito en Mad Max 2. El guerrero de la carretera.


Blade Runner

(Blade Runner)
USA/Hong Kong, 1982. 117m. C.
D.: Ridley Scott P.: Michael Deeley G.: Hampton Fancher & David Webb Peoples, basado en la novela de Philip K. Dick I.: Harrison Ford, Rutger Hauer, Sean Young, Edward James Olmos F.: 2.35:1

¿De qué nos habla Blade Runner? ¿Del proceso de cambio interior que sufre un policía retirado amargado y cínico, capaz de eliminar a un ser vivo, aunque artificial, sin pestañear y que recupera su humanidad perdida al verla reflejada en sus presas, cuyo único pecado consiste en exigir unos derechos vitales y existenciales que les son negados y que su perseguidor tiene desde el nacimiento, aunque no los valore? ¿O quizás sea todo lo contrario, el despertar de una criatura engañada acerca de su propia naturaleza, programado para cazar a los de su misma especie, dominado por un pasado artificial y que, como un moderno monstruo de Frankenstein, sólo aspirará a vivir en compañía de su Eva particular, un ser como él, en un perpétuo exilio, alejados de aquellos que les crearon?

En el fondo, da igual porque, ya sea por la cara o por la cruz, la moneda mantiene su forma sin que un rodaje lleno de complicaciones, un estreno nefasto o contínuas modificaciones en su montaje realizadas por su propio creador sea capaz de mellarla, hacerle perder su brillo, como si la propia película sufriera el mismo conflicto de los desesperados replicantes: estar condenada a una vida de tiempo limitado, con una fecha de caducidad programada incluso antes de nacer, a la que se resiste, sobreviviendo por su propia fuerza centrípeta a cualquier obstáculo que le pongan en su camino. No es una casualidad que Blade Runner haya pasado a la historia principalmente por su excelso diseño de producción, por su cegadora dirección artística, demostrando en cada uno de sus planos que más allá de valores literarios o estructurales, Blade Runner vive, respira, como producto cinematográfico en estado puro, haciendo del valor de sus imágenes el principio y el fin de su sentido.

La primera imagen de Blade Runner consiste en una escalofriante panorámica del peor de los mundos posibles: un infierno industrial de torres y chimeneas que escupen columnas de fuego hacia una atmósfera ennegrecida y de tonos rojizos. Estilizados vehículos voladores cruzan una pantalla de hollín con la naturalidad de quien está acostumbrado a vivir entre el ruido y la mugre. El inserto de un ojo, abierto de par en par, en cuya pupila se refleja ese dantesco paisaje se intercarla repetidamente mientras la cámara se acerca a dicho paisaje. ¿De quien es el ojo? ¿Es de Leon Kowalski, el primer replicante que conoceremos? ¿O de Batty, su líder, observando ese oscuro mundo que, en cambio, para él significa su salvación? ¿Podría ser de Deckard, el protagonista principal del film, demostrando ser fruto de ese deprimente panorama? Nunca nos será revelada esta información, quizás porque, en realidad, no pertenece a ninguno de los personajes del film. Quizás porque ese ojo sea el del propio espectador, incapaz de pestañear ante el fascinante espectáculo que se construye, que se forma, ante él. Con estas primeras imágenes, Ridley Scott advierte a su público: el decorado no es un mero fondo ante el cual se mueven los personajes, sino que son éstos quienes viven, miniaturizados, bajo su sombra (el primer ser humano que vemos es una distante e irreconocible figura situada detrás de una ventana).

Pero que nadie piense que Blade Runner es un film vacuo que se regodea en su brillante manierismo. Perfecta fusión de cine de evasión y de cine de mensaje, Blade Runner utiliza el tono y la estructura de un film de ciencia-ficción (Deckard recibe la misión de encontrar y liquidar a un grupo de replicantes, seres vivos artificiales, infiltrados en la Tierra) en clave noir (el detective amargado y violento, enfundado en su gabardina, que recibe una paliza tras otra; la figura de la femme fatale que despierta a la vez el deseo y el miedo del protagonista; la voz en off con la cual Deckard contrapuntéa las imágenes) para desarrollar una reflexión de tintes metafísicos (la búsqueda de la trascendencia por parte del ser humano, así como la razón de su existencia) y morales (la responsabilidad del creador con sus creaciones) de las relaciones hombre-máquina.

Una reflexión que se expone y se desarrolla no con grandes dircursos y enfáticos monólogos, sino con el movimiento y las acciones de los personajes: no a través de la palabra, sino de lo físico, en coherencia con el punto de vista esteticista de los creadores del film: J.F. Sebastian, desarrollador genético de los replicantes, les reconoce por el brillo de sus ojos; Rachael observa el cuerpo dolorido de Deckard, manifestación física de su dolor existencial al conocer su auténtica naturaleza; Batty hunde los ojos de su Dios, demostrándole violentamente su ceguera al ser incapaz de reconocer el alma de sus propias creaciones; la imagen de Deckard disparando a Zhora por la espalda refleja el poco respeto que tiene por su víctima, como si esta no fuera más que un simple animal.

El enfrentamiento a vida o muerte entre Deckard y Batty sirve tanto para construir un clímax trepidante lleno de persecuciones, disparos y peleas, como para hermanar a ambos contendientes, separados por su nacimiento (uno biológico, otro artificial) y su posición (uno a un lado de la ley, su contrincante, al otro), unidos por su ansia de vivir, por su instinto de supervivencia: la imagen de Deckard vendándose la mano que Batty le ha inutilizado rima con el plano del replicante atravesando su propia mano con un clavo cuando esta se le empieza a agarrotar: ambos son presas del dolor, de un cuerpo vulnerable y que se derrumba.

El momento en el que Batty salva a Deckard de una muerte segura revela que, en realidad, lo que les diferencia no es una cuestión genética, sino de perspectiva vital: mientras que Deckard es un Ángel de la Muerte, cuyo objetivo es aniquilar sin hacer preguntas, siempre con una actitud hostil a todo lo que le rodea y quienes se le acercan (incluso la escena en que besa a Rachael lo hace de manera violenta, casi forzándola, más cerca de una violación que de una seducción); Batty, a pesar de sus crímenes, manifiesta un respeto por la vida que sólo puede tener aquél que no es dueño de ella (la paloma blanca que sujeta bajo la lluvia es una representación visual de su pureza).

Atendiendo a esta fusión, casi simbiosis, entre fondo y forma, entre lo que se cuenta y cómo se cuenta, el famoso y repudiado epílogo con el que finalizaba la versión original estrenada en cines (y felizmente recuperada en las recientes ediciones domésticas tras años de secuestro) revela su auténtico sentido: tras casi dos horas retratando un mundo que vive en una noche eterna, en el que el hierro, la herrumbre y los brillantes paneles de neón han borrado cualquier atisbo de vegetación, castigado por una constante lluvia de tintes ácidos, ¿hay quien cree que el idílico paisaje que recorren Deckard y Rachael, formado por hermosas montañas cubiertas de árboles que se recortan en un limpio cielo azul, es real? ¿No será, más bien, una fuga mental del protagonista que nos representa ese mundo ideal (a la vez que imposible) en que él y Rachael podrían vivir su amor en paz? Puede que sí, puede que no. Blade Runner es un film lleno de incertidumbres, que da respuestas esquivas a preguntas oblicuas. En suma, una película abierta que, tras los títulos de crédito, mantiene su recuerdo vivo en nuestra memoria, es por eso que este nunca se perderá como lágrimas arrastradas por la lluvia.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Fantasmas de Marte

(Ghosts of Mars)
USA, 2001. 98m. C.
D.: John Carpenter P.: Sandy King G.: Larry Sulkis & John Carpenter I.: Natasha Henstridge, Ice Cube, Jason Statham, Clea DuVall F.: 2.35:1

Uno de los rasgos distintivos del cine de John Carpenter consiste en su inmediatez narrativa. El director de En la boca del miedo suele colocar a sus personajes en una situación límite para, a continuación, narrar de manera concisa, pero con todo lujo de detalles, sus intentos de salir de ese callejón sin salida. El resultado es un cine simple en su contenido y limpio en su contitente, pero que en cada secuencia, incluso en cada plano, trasmite lo que José Luis Guarner definió como el planer de narrar. En este sentido, Fantasmas de Marte supone una novedad en la filmografía de Carpenter, toda una paradoja teniendo en cuenta que su penúltimo trabajo cinematográfico puede considerarse como un recopilatorio de las señas de identidad de su cine.

Efectivamente, la historia del grupo policial que tiene que hacer frente a una amenaza externa (y desconocida), resistiendo encerrados en el interior de una prisión nos recuerda a uno de los primeros éxitos de Carpenter, Asalto a la comisaria del distrito 13, en la cual también se desarrollaba una alianza entre los presos y sus captores para intentar sobrevivir, adelgazando la línea entre los buenos y los malos (el fuera de la ley Desolation Williams, a quien la teniente Melanie Ballard ha ido a buscar junto a su equipo para su traslado, le dice que los polis y los criminales no son tan diferentes como aparentan). La aparición de una amenaza invisible que se apodera de la conciencia de aquellos a quienes contagia, transformándoles en sangrientos homicidas llenos de escarificaciones, transforma a Fantasmas de Marte en un remake de la mencionada Asalto a la comisaría del distrito 13 aderezado con la amenaza extraterrestre de La cosa.

Pero, más allá de estos detalles referenciales, lo que convierte a Fantasmas de Marte en un film de John Carpenter es la mirada con la que el director dibuja a sus personajes y presenta el territorio de acción. El personaje interpretado por Ice Cube, un criminal duro y descreído, pero, en el fondo, honorable y valiente, resulta una puesta al día del rol encarnado por Kurt Russell en films como 1997: Rescate en Nueva York, La cosa o Golpe en la pequeña China (mucho más blando y menos carismático, cierto, lo cual no es un defecto sino, como veremos más adelante, parte del mensaje de la película); de igual manera, Natasha Henstridge parece heredar el arrojo de las (escasas) heroínas carpenterianas de La noche de Halloween o La niebla.

Más allá de sus elementos inequívocamente fantásticos y su envoltorio de ciencia-ficción (la acción transcurre en el año 2176) Carpenter vuelve a acudir a su género favorito, el western, convirtiendo los desolados y rojizos escenarios marcianos en su particular Monument Valley y al grupo de amenazadores mineros poseídos en una tribu de indios que acosa a nuestros héroes buscando su cabellera (todas sus víctimas son decapitadas y sus cabezas son empaladas en picas, creando una macabra frontera territorial). La manera con la que éstos se automutilan a base de tremendos e improvisados piercings, palideciendo su piel con pintura blanca, recuerda a las pinturas de guerra de los pieles rojas.

Sí, como hemos visto, Fantasmas de Marte hace gala de un contenido cien por cien carpenteriano, ¿qué es lo que hace de este film una excepción en su ya larga filmografía? La respuesta es su estructura. Indicábamos al comienzo de estas líneas que una de las principales características de Carpenter es su mirada directa, vaciada de innecesarios adornos. Fantasmas de Marte hace gala de una construcción laberíntica que empieza con el formato en flashback (el grueso del metraje es el relato que Melanie cuenta a sus superiores sobre los sucesos acaecidos en la colonia minera) y que se subraya con la multiplicidad de puntos de vista con los que se construye ese relato. No se trata del famoso esquema Rashomon, un único suceso visto desde diferentes perspectivas, sino, más bien, de armar un puzzle en el que cada personaje aporta su particular pieza. Un conglomerado de historias dentro de historias que aporta un elemento desestabilizador al film, como si siempre faltara algo por saber, como si se nos estuviera escamoteando información o, directamente, lo que estamos viendo no sea del todo la verdad.

Hay una idea de puesta en escena que se repite a lo largo de todo el metraje y que, aparentemente, no tiene función narrativa alguna: los contínuos planos encadenados que siguen los movimientos de los personajes incluso sin cambiar de plano. Una figura estilística que se nos presenta por primera vez cuando Melanie se coloca con su droga personal mientras descansa en el tren que le transporta a su destino. Atendiendo a esto, y teniendo en cuenta que todo lo que se ve en la película está matizado por el punto de vista de Melanie, un punto de vista alterado, distorsionado, por el efecto de la droga tomada (como nos recuerda contínuamente esos planos encadenados), Fantasmas de Marte no nos cuenta tanto una historia, sino la interpretación subjetiva de esa historia de uno de los personajes principales (en varios momentos, los compañeros de Melanie le preguntan si está colocada), como ya en su momento señaló Tomás Fernández Valentí en las páginas del Dirigido por.

De esta manera, Fantasmas de Marte acaba descubriéndose como un film de mensaje feminista, fruto de la mirada femenina de su protagonista (al inicio del film, se nos informa de la consolidación de una sociedad matriarcal), quien tiene que tomar el mando ante sus torpes compañeros masculinos: todos los hombres del film son descritos con rasgos tan gruesos como paródicos: a pesar del peligro reinante, el sargento Jericho sólo piensa en los modos de seducir a Melanie; uno de los compinches de Desolation se cercena el pulgar al intentar hacerse el machito; la ingenua trampa con la que Melanie consigue encerrar a Desolation y sus hombres en la celda. La escena en la que Melanie es poseída por uno de esos fantasmas le permite conectarse a la conciencia de sus enemigos, descubriendo un pasado de corte patriarcal: Fantasmas de Marte acaba reduciéndose a un enfrentamiento entre dos grupos tribales, dispuestos a imponer, de manera sangrienta, el señorío de su sexo.

Posiblemente, la clave con la que descifrar esta compleja película la encontremos en la escena que la cierra. Los últimos planos del film dan un precipitado giro a los acontecimientos, con apariciones repentinas de personajes y diálogos artificiales, ofreciendo un conjunto que no dudaríamos en tildar de absurdo si no fuera porque en la última imagen uno de esos personajes se gira a cámara, nos mira y guiña el ojo en un gesto de complicidad directa con el espectador con el que decirnos que no todo lo que vemos es lo que parece en Fantasmas de Marte.

Ultracompras

He ido dejando pasar el repaso a las compras efectuadas en las últimas semanas y se han amontonado los artículos. Así que, sin más dilación, comenzamos el repaso. Como siempre, click para agrandar.

Frank Miller es un autor del que tengo casi todo lo que ha publicado. Todo un mito del cómic americano que en los 80 me dió muchas alegrías, en los 90 algún disgusto y que ahora sólo me da risa. Algunas de las historias incluídas en este Spider-Man: Integral Frank Miller ya las tenía en el ya antiguo Grandes Maestros: Frank Miller, pero aquí se incluyen algunas aventuras inéditas para mí y es un gusto recuperar un joven Miller, sin duda irregular, pero ya muy prometedor.

Desde que el amigo Fer me prestó el recopilatorio Los Nuevos Mutantes: La saga del Oso Místico me quedé enamorado del estilo expresionista, retorcido y lleno de frescura de Bill Sienkiewicz, del que sacó mucho provecho el guionista Chris Claremont. La salida de este tomo recopilatorio, Los Nuevos Mutantes: Hijos de las sombras ha sido una estupenda oportunidad para hacerme con esos números y los que siguen (algo caro, eso sí).

Esta compra merece su entrada individual. Después de casi tres años por fin aparece el nuevo tomo de Neogénesis Evangelion que el diseñador de personajes original Sadamoto realiza a paso de tortuga. Este volumen sigue adaptando el film The End of Evangelion con una intensidad y una fuerza superior a la del film original. Eso sí, a este paso, me temo que nos queda una década para asistir al final de la serie.

Tenía un poco abandonada a la Xbox 360 y estas compras le han devuelto algo de vida. Deadly Premonition es todo un ejemplo de juego de culto. Con un desarrollo lleno de problemas y unos resultados gráficos y jugables llenos de fallos, su surrealista atmósfera y sus extraños personajes han hecho que el boca-oreja se haya extendido convirtiéndolo en un auténtico sleeper.

Por fin pude hacerme con Resonance of Fate, uno de los JRPG más interesantes y personales de esta generación, que ya me había llamado la atención cuando lo probé en su versión PS3. Una ambientación industrial muy interesante y un sistema de combate adictivo como pocos son sus mejores bazas. Eso sí, un juego para pacientes, tanto por su duración como por su dificultad.

Este pasado martes, Fer y un servidor acompañamos a Olahf para que por fin se hiciera con su ansiado Gran Turismo 5, pero no me fui con las manos vacías y pude conseguir a un excelente precio el Rumble Roses XX. Lucha libre femenina, perfecto para poner al lado de Dead or Alive Xtreme 2 y Onechambara Bikini Samurai Squad.

Y seguimos con los videojuegos con dos clásicos de la Nintendo DS, Phoenix Wright. Ace Attorney, primera entrega de esta exitosa saga de abogados de capcom, un port de GBA adaptado a las cualidades de la Nintendo DS y que incluye una aventura nueva; y Hotel Dusk. Room 215, una aventura gráfica de estilo noir con una estética interesante y un atractivo plantel de personajes.

Como todos los años, he adquirido las dos publicaciones de los festivales especializados en cine fantástico, Sitges y la Semana Fantástica y de Terror de San Sebastián. El primero ha sacado Pesadillas en la oscuridad. El cine de terror gótico y el segundo, La Bestia en la pantalla. Aleister Crowley y el cine fantástico, coordinados por Antonio José Navarro y Jesús Palacios respectivamente y en los que colaboran el equipo habitual. Como siempre, altamente recomendables.

Dos nuevas obras de mi escritor favorito, su última novela, Punto Omega, donde reflexiona sobre la guerra de Irak, y la recuperación de Body Art, publicada originalmente en 2001, y con la que completo toda la narrativa de ficción de Delillo posterior a su extraordinaria Ruido de fondo. Dos obras breves en su extensión (160 páginas una, 140 la otra) pero hondas en su fuerza y poder de sugerencia.

Y terminamos con el material clave de este blog: el cine. Ya tenía El valle de los placeres, única producción de Russ Meyer financiada por un gran estudio, pero no he podido resistirme a esta edición dos discos que incluye hasta cinco documentales. En la misma colección han sacado Kagemusha. La sombra del guerrero en una edición de dos DVDs de este clásico de Akira Kurosawa producida por George Lucas y Francis Ford Coppola quienes participan en los extras en una serie de entrevistas, además de reproducir una colección de dibujos originales del mítico director.

Buff. Terminamos. Un saludo a todos.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Atención, señores académicos

¿Soy el único que piensa que no habría que dejar pasar la oportunidad de que Daft Punk haya hecho la banda sonora de la inminente Tron Legacy para nominarles a los Oscar y facturar un live action de la escena vista en Interstella 5555?

jueves, 25 de noviembre de 2010

Phantasma. Apocalipsis

(Phantasm IV: Oblivion)
USA, 1998. 90m. C.
D.: Don Coscarelli P.: Don Coscarelli G.: Don Coscarelli I.: A. Michael Baldwin, Reggie Bannister, Bill Thornbury, Heidi Marnhout F.: 1.85:1

En la entrevista que se incluye entre los extras de la edición española de su notable episodio de la primera temporada de la serie Masters of Horror titulado Esculturas humanas, el director Don Coscarelli se lamenta del peso que ha supuesto el éxito de su primer film, Phantasma, para el resto de su carrera, hasta el punto de que, en estos momentos, sólo encuentra financiación para producir nuevas entregas de dicha saga. Estas circunstancias pueden explicar, que no justificar, la desidia que impera a lo largo del metraje de Phantasma. Apocalipsis, como si en cada plano pudiéramos escuchar el resoplido de frustación de un director cansado de su propia creación, a la que se ve atado por pura supervivencia laboral.

Como no podía ser de otra forma, el comienzo de Phantasma. Apocalipsis vuelve a incidir en el tono episódico, serial, de la saga, presentando un nuevo resumen de lo visto en los "capítulos" anteriores para, a continuación, retomar la acción allí donde se dejara en Phantasma. El pasaje del terror. Pero, en esta ocasión, la habilidad recicladora de Coscarelli llega más lejos al utilizar un buen puñado de escenas eliminadas del primer film para integrarlas en el metraje. De esta manera, recuperamos a los protagonistas de nuevo en su juventud en una serie de secuencias que arroja no poca luz sobre la esencia de la serie Phantasma, así como su estado actual.

Esos momentos recuperados (entre los que destaca el enfrentamiento de Mike y Jody contra el Hombre Alto al que consiguen detener colgándole de un árbol, así como una serie de escenas de transición entre Mike y Reggie) de haber sido incluídos en el film original, éste hubiera sido bien distinto, perdiendo su particular atmósfera surrealista, de febril pesadilla adolescente, que no ha vuelto a aparecer en el resto de películas. Así, se confirma la idea de que las excelencias (únicas) del film original no son consecuencia tanto del talento como de una serie de circunstancias extracinematográficas de orden casi esotérico, poco menos que una alineación cósmica, por la cual la propia película marcaba el camino a seguir a sus creadores. Por lo tanto, no nos encontramos ante el conocido caso de una saga que, a base de alargarla, acaba entrando en el terreno de la mediocridad, sino que esa mediocridad ya estaba incubada desde el principio y, como si fuese su destino natural, finalmente se ha adueñado de todo.

Esta no es la única novedad de Phantasma. Apocalipsis, la cual sustituye los ambientes fúnebres y gélidos de los mausoleos por el desierto rocoso y el sol inclemente del Valle de la Muerte californiano, a donde Mike llegará en busca de explicaciones y para descubrir su papel en los planes del Hombre Alto, involucrándose en una serie de viajes espacio-temporales que incluyen la guerra civil americana y un futuro desolador en el que las ciudades han sido vaciadas de toda vida, hasta encontrarse con el mismísimo Hombre Alto antes de que este fuese malvado. Una estructura que convierte a Phantasma. Apocalipsis en un cruce entre Los inmortales y el episodio resumen de relleno de una sitcom, mientras Coscarelli intenta llevar su film a una duración estándar a través de una serie de lugares comunes familiares para todo seguidor de la saga (las esferas voladoras, los enfrentamientos con las diminutas criaturas encapuchadas, las puertas dimensionales, Reggie encontrándose una chica atractiva con la que intentará acostarse) subrayando a cada minuto el paupérrimo presupuesto manejado (y cuya más triste consecuencia es asistir a uno de los más flojos trabajos de la KNB EFX Group).

Carente de la atmósfera de la primera entrega, de la acción pirotécnica de la segunda y del delirio pulp de la tercera, Phantasma. Apocalipsis se resume en los planos de Mike sentado en medio del desierto, jugando con sus poderes parapsicológicos: la viva imagen de una saga que no tiene a donde ir, porque ya no tiene nada que contar, y que hace tiempo hasta la llegada de la siguiente entrega.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Big Tits Zombie

(Kyonyû doragon: Onsen zonbi vs sutorippâ 5)
Japón, 2010. 75m. C.
D.: Takao Nakano P.: Seiji Minami & Hideaki Nishiyama G.: Takao Nakano, basado en el manga de Rei Mikamoto I.: Io Aikawa, Saori Andô, Sola Aoi, Kaworu Asakusa F.: 1.85:1

El nombre de la productora de Big Tits Zombie aparece sobreimpresionado sobre un fondo de marcado tono psicodélico. A continuación, una cita de Sergio Leone sirve para abrir la película mientras la pantalla se llena de rayas, arañazos, manchas y demás síntomas de un celuloide castigado por el paso del tiempo. Cuando una de las protagonistas aparece vestida con un minúsculo chandal de color amarillo parecido al que llevaba Uma Thurman en Kill Bill Vol.1, que a su vez imitaba el que vestía Bruce Lee en Juego con la muerte, las intenciones de los creadores del film son claras: Big Tits Zombie cierra un círculo autorreferencial señalando al director que más ha bebido de las fuentes originales.

De esta manera, Big Tits Zombie supone un cruce entre los lugares comunes del cine de explotación comercial japonés y su intento de homólogo americano cuyo referente principal es el cine de Quentin Tarantino en particular y lo que podríamos llamar el estilo Grindhouse en particular (al que Robert Rodriguez parece haberse abonado). A lo largo del metraje se despliegan un buen número de citas de todo tipo a la cultura cinematográfica occidental en clave bis: el origen mexicano de una de las protagonistas sirve de excusa para incorporar un puñado de canciones de corte latino que son aderezadas por temas musicales que parecen sacados de un film de acción setentero; las referencias a la original La noche de los muertos vivientes, de Romero, análisis político incluído; o el hallazgo de una biblioteca esotérica en la que podemos encontrar desde la obra de Aleister Crowley hasta el mismísimo Necronomicon (cuya imprudente manipulación es el origen de todos los problemas, comme il faut).

Pero que nadie se piense que Big Tits Zombie supone un híbrido descompensado por el peso occidental, porque tanto en su forma como en su fondo la película de Takao Nakano sigue punto por punto la estructura y los elementos inherentes a este tipo de film: la utilización de un sentido del humor tan ingenuo y absurdo como desmitificador (la primera parte de la película se nutre de los incidentes y anécdotas de las cinco strippers protagonistas en un club ruinoso y que pasa por peleas al estilo sumo, convertirse en una mesa de sushi humana y acostarse con un enano pervertido); la utilización de un catálogo de efectos especiales excesivos y un tanto naif a caballo entre lo surrealista y el erogro mas extremo (una vagina zombificada que expulsa fuego y que parece una autocita de Nakano a su delirante Killer Pussy o el momento en el que los intestinos de una Caperucita Roja zombie adquieren vida propia tranformándose en una criatura tentacular digna de anime hentais como Urotsukidöji o La Blue Girl); así como la aparición de lo trágico en medio de un festival de cosplay (el encuentro con la hermana menor muerta de una de las protagonistas, ahora zombificada).

La imagen de las dos strippers supervivientes caminando una junto a la otra, decididas a enfrentarse al núcleo del Mal, portando una de ellas una motosierra y su acompañante una katana supone la plasmación perfecta de este maridaje entre lo occidental y lo oriental; así como el plano detalle al ralentí de los senos desnudos de ambas siendo rociados y empapados por un géiser de hemoglobina supone la mayor declaración de principios de un tipo de cine cuyo mayor mérito reside en que siempre es capaz de sorprendernos.

viernes, 19 de noviembre de 2010

El cuchillo en el agua

(Nóz w wodzie)
Polonia, 1962. 94m. BN
D.: Roman Polanski P.: Stanislaw Zylewicz G.: Jakub Goldberg, Roman Polanski & Jerzy Skolomowski I.: Leon Niemczyk, Jolanta Umecka, Zygmut Malanowicz F.: 1.33:1

Los títulos de crédito de El cuchillo en el agua, la primera película de Roman Polanski, y la única de nacionalidad polaca, nos muestran a la pareja protagonista, Andrzej y Krystyna, en el interior de su coche. Ella conduce. La cámara les enfoca de frente, pero está situada fuera del coche, por lo cual no podemos escuchar la discusión que mantienen y que finaliza cuando ella detiene el vehículo y se cambia de sitio, pasando a ser él el conductor. De nuevo en marcha, poco después Andrzej está a punto de atropellar a un joven que está haciendo autostop en medio de la carretera, y al que no sólo recogerán sino que le invitarán a acompañarles en su velero.

Si comienzo esta reseña con esta descripción de los primeros minutos de El cuchillo en el agua es porque en ellos se resumen tanto el sentido como el estilo de la película. El cuchillo en el agua es un perfecto ejemplo de lo que sería un thriller psicológico en estado químicamente puro desde el momento en el que a lo largo de su metraje no existe ningún conflicto dramático ni enfrentamiento directo. No hay, digamos, una trama, sino que se nos narran las veinticuatro horas que tres personas pasan juntas en un espacio reducido y del que no pueden salir. Una narración centrada en mostrarnos los pequeños instantes cotidianos que surgen en la travesía (la manera de dirigir el velero, con toda su parafernalia marina; preparar la comida; los juegos acuáticos entre la pareja; la manera con la cual él le pone crema a ella en la espalda), así como enfrentamientos pueriles y entretenimientos simples (especialmente, las contínuas peleas verbales entre Andrzey y el joven; o el juego de las prendas). La minuciosa ritualización con la que Polanski construye estas escenas nos alerta de que, a pesar de su tono cotidiano, algo turbio se está germinando en su interior.

El cuchillo en el agua plantea un enfrentamiento generacional de índole clasista, en el que el matrimonio personificaría una clase burguesa adinerada (como hace notar el joven al subir al flamante coche) que pasa el domingo navegando en el velero de su propiedad en el que todo movimiento está jerarquizado; y el joven, en cambio, representa un estilo de vida más inseguro pero, sin duda, más libre: es un vagabundo sin techo fijo quien, además, se desplaza a pie (no está atado a la tecnología moderna). No por casualidad, nunca se nos informa de su nombre: es un ser, en este sentido, totalmente libre. Pero, a medida que avanza el metraje, el mensaje se retuerce y no se conforma con construir una barrera entre los personajes, sino que Polanski la transforma en un espejo a través del cual éstos se reflejan en el otro: el matrimonio ve en su invitado la imagen de sí mismos cuando eran jóvenes y llenos de ideales, mientras que el chico anónimo se enfrenta a su futuro acomodado y aburrido.

Como si su contacto con la naturaleza (están a la merced del viento y del mar) les instigara a quitarse las máscaras cilivizadas que portan en su día a día, El cuchillo en el agua se va cargando de una sutil pero pegajosa tensión sexual a medida que avanza: una tensión cuyo vértice es la figura de Krystyna quien, en su primera aparición, no es mostrada con el pelo recogido y con unas gafas que le dan un aspecto severo, asexuado (como si su belleza estuviera "aplastada" por la recta presencia de su pareja). En el velero, el pelo suelto y mojado, así como el bikini que viste, explotará su carnalidad (como si la cercanía del joven le contagiara de su espíritu y su fuerza juvenil). La escena en la que los tres están recogidos en el minúsculo interior del velero es definitoria: él no puede evitar fijarse en ella cuando se está cambiando; después, mientras Andrzej se aparta para escuchar la radio (aislándose), ella le canta una canción al joven, a lo que éste responde con un poema, en lo que es una declaración de intenciones entre los en clave secreta.

El ritmo de El cuchillo en el agua se contagia de la cadencia con la que el velero es movido por el viento. Un ritmo lento y moroso que sumerge al espectador de un estado de tranquilidad que, en cualquier momento, puede ser virado bruscamente por un golpe de viento, surgiendo una atmósfera de inquietud, de deriva. A pesar de lo reducido del escenario y de contar con sólo tres actores, Polanski deja entrever un talento incipiente que se concentra en algunas imágenes de gran fuerza: el joven, agarrado a unas cuerdas, haciendo como que corre sobre el agua o el plano tomado desde la lejanía con el que muestra al trío intentando mover el velero encallado mientras son castigados por la tormenta que se ha desatado. Igualmente, el plano con el que cierra la película nos confirma que ya en su primer film, a la hora de enfrentarse a una encrucijada (moral, en este caso), Polanski utiliza su inquietante talento para abrir un camino por el medio, haciendo de la ambigüedad el tema rector de su cine.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Amer

(Amer)
Francia/Bélgica, 2009. 90m. C.
D.: Hélène Cattet & Bruno Forzani P.: François Cognard & Eve Commenge G.: Hélène Cattet & Bruno Forzani I.: Marie Bros, Delphine Brual, Harry Cleven, Bianca Maria D'Amato F.: 2.35:1

Los títulos de crédito de Amer resultan reveladores de las intenciones del film: la banda sonora creada a base de cuerdas agresivas punteadas con una línea de bajo; la división del encuadre en scope en varios compartimentos llenados con planos detalle de unos ojos; la llegada a una antigua mansión filmada en contrapicado. En su comienzo, Amer parece querer presentarse como un remake de Rojo oscuro dirigido por Dario Argento de nuevo con colaboración del grupo de rock progresivo Goblin. Lo parece, pero no lo es. De igual modo que la ópera prima de Hélène Cattet y Bruno Forzani parece un giallo, sin llegar a serlo. Amer es un ejercicio de estilo, un artefacto profundamente cerebral que vacía al giallo de sus elementos temáticos (no hay un asesino misterioso, ni rebuscados crímenes que investigar, ni siquiera un misterio que resolver) para explotar sus formas visuales, a través de las cuales se propone un recorrido sensorial a través de la vida de su protagonista femenina, Ana.

La primera parte de la película nos presenta a Ana de niña, pasando el verano con sus padres en la mansión de sus abuelos, sita en un pequeño pueblo italiano. Los miedos infantiles (a sus ojos, su abuela toma la forma de una monstruosa bruja, sempiternamente enfundada en su traje negro que le oculta el rostro), la curiosidad hacia la presencia de la muerte (su abuelo acaba de fallecer y su cadáver reposa en una habitación de la casa) y su traumático descubrimiento del sexo (Ana descubre a sus padres haciendo violentamente el amor) son representados como si fueran parte de la trilogía de las Madres de Argento (la entrecortada respiración de la abuela parece un sampler de la de la Mater Suspiriorum de Suspiria), desarrollando una atmósfera esotérica (los rituales que practica su abuela alrededor del cadáver) y fotografiada por unos intensos colores rojizos y azules que nos remiten a Inferno, de la que hereda, igualmente, un cierto tono surrealista, fantástico.

A continuación, tras una elipsis temporal, Ana se ha convertido en una adolescente que, ataviada con un corto y etéreo vestido rosa que marca la figura de su cuerpo, pasea con su madre por el pueblo italiano (cuyos callejones oscuros y atmósfera inquietante nos recuerda al escalofriante escenario en el que trascurrían los sucesos de La casa dalle finestre che ridono, de Pupi Avati). El tono esotérico y terrorífico se sustituye por una puesta en escena sensual, destinada a subrayar el erotismo que despide el joven cuerpo de Ana y que afecta a todo lo que la rodea (despertando la envidia de su madre, quien se tiñe las canas en la peluquería del pueblo; y exaltando el deseo de los hombres con los que se encuentra). La fotografía luminosa y los planos detalle que registran cualquier movimiento, cargándolo de erotismo (al andar, el movimiento de la falda deja entrever las bragas blancas de la chica), envuelve a los personajes en una atmósfera sexualizada colindante con la de giallos de marcado tono erótico como ¿Qué habéis hecho con Solagne? o La tarántula del vientre negro (de la que se incluye un tema de su banda sonora) .

El último tercio del film está protagonizado por una Ana ya adulta quien vuelve al pueblo en el que pasaba los veranos durante su infancia. En aquí donde Amer muestra definitivamente sus cartas, descubriéndose como el retrato de una mujer aquejada de una frustración sexual casi patológica producto del trauma sufrido en su infancia. Una frustración, concentrada en un miedo/atracción hacia los hombres y el sexo, que se reproduce a través de sus fantasías sexuales más morbosas y que toman la forma de un atacante misterioso ataviado con guantes negros y que le amenaza con una navaja de afeitar que recuerda especialmente al asesino de El pájaro de las plumas de cristal, el debut de Argento. La puesta en escena se vuelve hostil y violenta (un trayecto en taxi escenificado como si fuese una violación), y la atmósfera se enrarece a través de un tono profundamente fetichista (el cuero resulta predominante: la cazadora y los guantes del taxista o los guantes de diferentes colores del asesino; el peine que Ana utiliza para masturbarse) mientras el paso del tiempo, las ruinas y las sombras transforman la mansión en una amenaza gótica.

Los creadores de Amer reniegan de cualquier elemento literario (la película apenas tiene diálogos) para centrarse en convertir cada escena, casi cada plano, en una nueva proeza estilística, con el apoyo de todos los estilemas formales del subgénero italiano (rápidos movimientos de cámara; contínuos planos detalle para enmarcar expresiones o acciones; montaje muy corto; violentos cambios cromáticos; planos desenfocados), subrayado por una selección sonora en la que podemos encontrar nombres habituales del cine de género comercial italiano como Bruno Nicolai, Stelvio Cipriani o Ennio Morricone.

Desde este punto de vista, Amer evidencia su conocimiento de un tipo de cine, el giallo, que siempre privilegió la forma sobre el fondo, pero fracasa al visualizar ese conocimiento a través de una mirada excesivamente cerebral, que torna todos los estilemas con los que trabaja (y que son habituales en el género que está recreando) en un irritante manierismo. El gran error de Cattet y Forzani consiste en sustituir la pasión, la violencia interna, la vitalidad del giallo por un punto de vista analítico de excesiva frialdad que supone, en esencia, una contradicción. A pesar de la detallada y minuciosa construcción de un cuerpo italiano, Amer no puede ocultar su corazón francés: la pedantería acaba abriéndose paso a través de la fascinación.

martes, 16 de noviembre de 2010

À l'intérieur

(À l'intérieur)
Francia, 2007. 83m. C.
D.: Alexandre Bustillo & Julien Maury P.: Vérane Frédiani & Franck Ribière G.: Alexandre Bustillo I.: Béatrice Dalle, Alysson Paradis, Nathaniel Roussel, François-Régis Marchasson F.: 1.85:1

De entrada, À l'intérieur puede presumir de inaugurar su metraje con una de las representaciones más fascinantes y originales que se hayan visto en una pantalla de un suceso tan habitual y desgastado en el cine como es el de los accidentes automovilísticos. Los efectos de la colisión entre dos coches son mostrados desde la perspectiva de un bebé nonato en el interior del vientre de su madre. Este peculiar punto de vista no será aislado, y a lo largo de la película se volverá a él en múltiples ocasiones para registrar los efectos en el interior de los violentos acontecimientos que suceden en el exterior. Más allá de su originalidad, este recurso visual resulta coherente con la intención de sus noveles directores que no es otra que el representar un parto utilizando los másrgenes del cine de terror.

Igualmente, ese punto de vista particular establece la perspectiva subjetiva que marcará el tono de la película. Tras los títulos de crédito, vemos a la protagonista, Sarah, a punto de dar a luz, realizándose una ecografía en una aséptica sala de un hospital. Su rostro carente de emoción y su silencio despide una frialdad que empaña toda esta primera parte del film. A pesar de estar en Navidad, los escenarios carecen de adornos navideños y los exteriores están vacíos, sin asomo alguno de alegría o entusiasmo. Para Sarah, sola después de la muerte de su marido en el accidente de coche mencionado, no hay lugar para la fiesta, inundada como está del miedo de traer un hijo al mundo al que tendrá que cuidar sola: cuando se reúne con su jefe en un parque no puede evitar fotografiar a una pareja que juega con su hijo pequeño, únicas personas en el lugar como si, en realidad, fuera una ilusión de la protagonista mostrándole un futuro imposible.

Con la llegada de Sarah a su hogar À l'intérieur se permite la única licencia poética de todo su metraje: en su habitación de revelado, Sarah se queda mirando las fotos que cuelgan en la pared que le devuelven la estampa de un pasado lejano compartido con su pareja lleno de felicidad. Unos brazos desnudos aparecen desde atrás para acariciar su hinchado vientre, materializando el anhelo que siente Sarah por esa persona amada de la que sólo queda una pequeña parte creciendo en su interior. Por tanto, la lucha que Sarah librará a lo largo de À l'intérieur no sólo servirá para salvarse a sí misma y a su bebé, sino por preservar el último vestigio que le queda de un ser amado desaparecido para siempre.

Durante la escena del hospital, una enfermera le informa a Sarah que el parto de su primer hijo duró más de trece horas y que, finalmente, el niño nació muerto. Esta información, sumada a las inseguridades expuestas se canalizan en un miedo que va creciendo en Sarah y que tomará forma en la figura de una mujer anónima que está dispuesta a acabar con su vida. Su tétrico aspecto (ataviada con un vestido negro que parece fundirse con su cabellera oscura y ceñida con un corsé de cuero del mismo color) y sus apariciones casi sobrenaturales (mientras Sarah está dormida, la silueta de la mujer aparece detrás de ella, como surgida de la nada, mientras se mueve lentamente hasta sumergirse en las sombras, donde desaparece, como si formara parte de ellas) la convierten en un Ángel de la Oscuridad que porta la Muerte a través de sus afiladas tijeras, en contraposición al camisón blanco, símbolo de la Vida, que viste Sarah y que se irá paulatinamente manchando de sangre, como si la corrupción de la muerte se fuera adueñando de su cuerpo.

Las trece horas de parto que sufrió la enfermera son revividas por Sarah a lo largo de una interminable noche, luchando porque, en esta ocasión, su hijo no nazca muerto. Es por esto que, en su segunda mitad, À l'intérieur inície un descenso hacia los abismos del ultragore, convirtiéndose en un brutal catálogo de mutilaciones que incluye apuñalamientos en el rostro, agujas para hacer punto que atraviesan cuellos, manos clavadas a la pared con unas tijeras, cabezas explotando y que tiene sus highlights en la traqueotomía que la protagonista se improvisa a sí misma y la tremenda cesárea realizada con las tijeras sonorizada con los aullidos de dolor de la madre. Si la utilización de un terror atmosférico servía para representar los temores psicológicos de Sarah, el salto al gore más gráfico representa el miedo físico al parto.

El enfrentamiento directo entre Sarah y su misteriosa agresora contamina el escenario de la casa de la primera de una atmósfera enfermiza y agobiante que se rompe con la inclusión de una serie de personajes secundarios cuya presencia parece ser doble: actuar de carnaza para la maníaca asesina y servir de relleno a la hora de alargar una anécdota inicial que no da para un largometraje. En su media hora final, À l'intérieur acaba ensimismándose en el espectáculo granguiñolesco que ha construido (el joven que sigue vivo después de que le atraviesen la cabeza con un objeto puntante, la creación de un lanzallamas con utensilios de cocina) hasta el punto de evidenciar su discurso en busca del impacto frontal: la desfiguración del rostro de la mujer (evidenciando su monstruosidad) y la conversión de Sarah en una aguerrida guerrea (evidenciando su instinto maternal que surge para proteger a su bebé) confirma que À l'intérieur acaba contradiciendo su propio título, preocupándose más por su presencia exterior que por su lógica interior.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Harry Potter y la piedra filosofal

(Harry Potter and the Sorcerer's Stone)
USA/UK, 2001. 152m. C.
D.: Chris Columbus P.: David Heyman G.: Steve Kloves, basado en la novela de J.K. Rowling I.: Daniel Radcliffe, Rupert Grint, Emma Watson, Richard Harris F.: 2.35:1

Podemos condensar el secreto del éxito de la saga literaria de Harry Potter en tres puntos clave: la asimilación y reducción de toda una serie de iconos y arquetipos dentro de la historia de la literatura fantástica (empezando por el héroe anónimo destinado a convertirse en una leyenda); la utilización de la magia como elemento sobrenatural contrapuesto a la gris realidad cotidiana; y, especialmente, el presentar estos ingredientes dentro del contexto de una saga épica en la que el peligro y la oscuridad comparten espacio con el humor y el romanticismo, mientras sus jóvenes protagonistas crecen y maduran libro a libro, al igual que sus lectores. En cierto modo, cada volumen supone el particular ticket que Rowling ofrece a su público para poder entrar en su Hogwarts interior.

La escena que abre Harry Potter y la piedra filosofal nos sitúa en una anodina calle residencial de una ciudad cualquiera. A cada lado de la solitaria calle, se levantan hileras de casas clónicas. Una espesa niebla lo invade todo. De la oscuridad surge una figura alta y de caminar lento ataviada con una túnica y una larga y canosa barba. La aparición de un gato que se convierte en una mujer definitivamente rompe la atmósfera de realidad imperante, ante el poder de lo mágico. Durante su primera media hora, la película toma la apariencia de una puesta al día del clásico de Terry Gilliam Los héroes del tiempo, describiéndonos la aburrida y triste vida que lleva Harry Potter, quien convive con sus tíos y su repelente primo, quienes no le soportan y se esfuerzan en hacer de su vida un infierno. Todas estas escenas están visualizadas con un tono estridente, casi paródico (especialmente en el dibujo de los familiares de Potter) que contrasta con la naturalidad con la que la magia irrumpe en la vida del protagonista (la visita al zoo y el incidente con la serpiente o la avalancha de cartas traídas por un ejército de búhos), confirmándonos que, en este caso, ese supuesto mundo real (en el que la magia no existe) es lo anormal y Harry no es parte de él.

De esta manera, ese mundo fabulesco irá introduciéndose poco a poco en la vida de Harry, empezando por los acontecimientos citados que vive con su familia y pasando por el descubrimiento de una segunda realidad paralela que convive con la nuestra (el mercado en el que compra los utensílios que necesita) para, finalmente, con su llegada a Hogwarts, entrar en el mismo corazón de la magia, regido por sus propias leyes (las escaleras que se mueven solas) y en el que lo imposible es la monotonía. Es esta parte de la película en la que más partido saca de los efectos visuales a la hora de construir ese mundo fantástico, demostrando que las técnicas modernas digitales no están reñidas con el ancestral sentido de la maravilla.

Pero Harry Potter y la piedra filosofal no supone tanto la adaptación del libro original, ni siquiera la visualización del universo descrito en él, como su traslación fidedigna. De esta manera, el "Harry Potter" fílmico acaba resultando una ligera traición de su homólogo literario al tomar como objetivo principal lo real (el público al que va dirigido, aficionados a la obra de Rowling) en detrimento de lo fabuloso (la historia fantástica que cuenta). Cada escena del dilatado metraje de Harry Potter y la piedra filosofal prácticamente cubre cada capítulo del libro, dando lugar a una estructura episódica (las clases, el partido de quidditch, el enfrentamiento con el trol, la incursión en la zona prohibida utilizando la capa invisible) que se cobra su precio tanto en el (irregular) ritmo como en la (inexistente) intensidad dramática.

La utilización de un epílogo harto convencional con el que se cierra la película confirma su condición de mastodóntico episodio piloto con el que presentar unos personajes y unos escenarios en los que desarrollar un conflicto destinado a resolverse en un futuro relativamente cercano. Sin carecer de momentos afortunados (la partida de ajedrez liderada por Ron, la imagen de un oscuro ser bebiendo la sangre de un unicornio muerto, el plano que muestra a Harry ensimismado ante la imagen que le devuelve el Espejo de los Deseos, viviendo por un instante futil la vida que le hubiera gustado tener), Harry Potter y la piedra filosofal da la contínua impresión de que, antes de que salgan los créditos finales, sus creadores ya están pensando en la siguiente entrega.


sábado, 13 de noviembre de 2010

Martyrs

(Martyrs)
Francia/Canadá, 2008. 99m. C.
D.: Pascal Laugier P.: Richard Grandpierre & Simon Trottier G: Pascal Laugier I.: Morjana Alaoui, Mylène Jampanoï, Catherine Bégin, Robert Toupin F.: 1.85:1

Las dos secuencias que conforman el prólogo de Martyrs presentan un tono antitético entre sí. La primera nos muestra mediante un montaje de choque la huída de una niña de una apartada fábrica. Su magullado rostro, así como su expresión de horror nos informa que acaba de escapar de un infierno. En la siguiente secuencia, esta niña es ahora una joven que comparte habitación junto a una amiga en la residencia de la clínica en la cual está interna. En este caso, la atmósfera es propia de una película de terror de fantasmas, con ruidos repentinos, pasillos vacíos y oscuros, puertas que se abren y la aparición de una extraña criatura.

Tras la aparición del título, la película efectúa otro giro brusco: los miembros de una familia de lo más tradicional se disponen a desayunar juntos una soleada y apacible mañana de domingo. Las peleas entre los dos hermanos, las bromas en la mesa o la discusión entre los padres con su hijo por los estudios de éste ayudan a construir un entorno de monótona cotidianidad. Una cotidianidad subrayada por la inclusión de una serie de insertos que remarcan los gestos más triviales: abrir un grifo, llenar una taza, coger una servilleta. Nada hace pensar que el horror y la muerte están a la vuelta de la esquina. La aparición de una chica armada con una escopeta rompe de manera ruidosa y sangrienta este trozo de realidad.

Estos primeros minutos no sólo retratan con efectividad la naturalidad con la que el horror puede irrumpir en nuestras aparentemente apacibles vidas sino que, como veremos en los minutos posteriores, ese horror puede compartir espacio con las risas, los llantos y el día a día de una convivencia familiar. Martyrs es, durante su primera mitad, una película de contrastes: el cuerpo marcado de Lucie, lleno de cicatrices y hematomas, es un reflejo psicosomático de su dañada psique. Cada corte que abre la carne, cada gota de sangre derramada, supone una respuesta a un sentimiento de culpa anidado en su interior y que ha acabado tomando forma.

Para Pascal Laugier el gore no es un el mensaje sino que, más bien al contrario, es el medio con el que plantear cuestiones de más alto nivel. A pesar del catálogo de cuerpos maltratados que componen el metraje (planos detalles de navajas de afeitar rasgando la piel, cuchillos serrando la carne, martillos fragmentando cráneos o cartuchos destrozando torsos), Martyrs no es un film preocupado por la fragilidad de la carne, del dolor como forma de vida o las relaciones entre víctima y verdugo. Todas estas ideas tienen como objetivo plantear su discurso: la utilización del dolor y de la mutilación como vías para alcanzar un estado trascendental superior. La aniquilación de lo físico para sublimar lo místico.

La secuencia que describíamos en el segundo párrafo resulta definitoria del acercamiento de su director a los estilemas del cine gore: a pesar de la brutal masacre a la que estamos asistiendo, ésta nos es presentada con una mirada depurada que mitiga cualquier componente perturbador: los estudiados e impecables planos, el dinámico montaje, los virtuosos chorros de sangre que estampan las paredes con calculada precisión nos confirman el timorato acercamiento de Laugier al género, despojándolo de su esencia oscura y turbadora, conformándose en mostrar sus elementos más superficiales: más esteticista y, por tanto, accesible, reconfortante. En suma, gore para las masas.

Podremos acusar de muchas cosas a Martyrs pero no, precisamente, de no ser coherente con su propio discurso, hasta el punto de que lo hace su razón de existencias: de igual modo que el extraño grupúsculos de componentes de una clase adinerada justifica sus espantosos experimentos en aras de un objetivo mayor de postulados ultraterrenales; Laugier construye un catálogo de atrocidades en clave ultragore bajo un discurso intelectual en su pretensión de dignificar el género. En realidad, una manera con la que mostrar, bajo una coartada de prestigio, la minuciosa y sádica tortura que recibe la protagonista en la segunda parte del film, siendo golpeada hasta que su rostro acaba perdiendo todas sus facciones para, finalmente, ser literalmente despellejada.

Martyrs acaba fracasando al estancarse en un terreno de nadie en el que difícilmente podrá contentar al público al que, supuestamente, va dirigida: los seguidores del gore no se mostrarán especialmente afectados por una serie de secuencias impacto tan eficaces en su forma como inofensivas en su fondo; y el no aficionado posiblemente no verá más allá de la sangre, las tripas y la controversia. La dedicatoria final a Dario Argento confirma, por si había alguna duda, la contradictoria utilización por parte de su director de los elementos clave de la parcela más gráfica y física del terror.


miércoles, 10 de noviembre de 2010

Calvario

(Calvaire)
Bélgica/Francia/Luxemburgo, 2004. 88m. C.
D.: Fabrice Du Welz P.: Michael Gentile, Eddy Géradon-Luyckx & Vincent Tavier G.: Fabrice Du Welz & Romain Protat I.: Laurent Lucas, Jackie Berroyer, Jean-Luc Couchard, Philippe Nahon F.: 2.35:1

En los primeros minutos de Calvario, su protagonista, Marc Stevens, un artista ambulante especializado en canciones de amor al que vemos actuar en un centro geriátrico, tiene que hacer frente a dos incómodas y chocantes declaraciones sexuales: la primera, por parte de una de las ancianas que asistió como público de su actuación; y la segunda, de una de las enfermeras del centro (interpretada por la ex-actriz porno y musa de Jean Rollin, Brigitte Lahaie). Marc reaccionará ante estas dos proposiciones como si fueran un ataque a su persona, huyendo precipitadamente del lugar. En cambio, el espectador verá en la figura de esas dos mujeres rechazadas el dibujo de un panorama sentimental devastado(r) protagonizado por solitarias y tristes figuras para quienes la presencia anual de un joven cantante es la mayor declaración de amor que les pueden hacer.

La desesperación por la desaparición, o el arrebato, del afecto la sufrirá el protagonista en sus propias carnes cuando su furgoneta le deje tirado en medio de un pequeño y extraño pueblo, alojándose en una posada ya clausurada. Mientras espera que le reparen la avería del vehículo, Marc decide dar un paseo por los alrededores encontrándose con una dantesca escena: un grupo de lugareños utilizando a un gorrino para satisfacer sus necesidades sexuales. Asqueado, huirá del lugar mientras los gruñidos del animal resuenan en su cabeza. Unos sonidos que él mismo reproducirá cuando sea violado por el dueño de la posada, obsesionado en transformar a Marc en la mujer que le abandonó hace años, llevándose con ella su felicidad y su alegría.

Calvario podría ser la reproducción de una oscura crónica de sucesos aparecida en un periódico local. Unas crónicas que nos recuerdan la existencia de la pervivencia de una serie de entornos rurales apartados de la civilización y del progreso de las urbes tanto a nivel espacial como temporal. Un territorio habitado por una serie de seres humanos reducidos a sus instintos más primarios y que ven al extranjero como un ser diferente a ellos. Un universo, en suma, desprovisto de cualquier atisbo moral. Como indica el título del film, Marc, atrapado en este sórdido pueblo anclado en el pasado, sufrirá un calvario en forma de una serie de humillaciones físicas (será golpeado, violado e, incluso, crucificado) y psicológicas (le cortarán el pelo al cero, le obligarán a vestirse con las ropas de la mujer del posadero, las propias vejaciones sexuales) hasta reducir su forma humana a la de un animal indefenso, tembloroso y mudo: igual que el gorrino que había visto anteriormente.

Pero Fabrice Du Welz en ningún momento subraya el carácter maligno de los habitantes del pueblo, presentándolos más bien como el resultado de una población vaciada de todo afecto (es una comunidad íntegramente formada por hombres) y que, en su búsqueda de alternativas sentimentales han perdido los valores de sociabilidad y comunicación del ciudadano civilizado. El propio secuestrador de Marc, Bartel, no siente placer a la hora de torturarle, ni su objetivo es disfrutar con su dolor, sino porque al convertir a Marc en su mujer, ve la forma de recuperar la alegría por vivir: una luz en la oscuridad cotidiana que le rodea. Esto es lo más escalofriante de Calvario: no el impacto de las brutales agresiones que recibe su protagonista, sino la causa de estas: ese yermo afectivo al que aludíamos al principio, que ha arrasado con el pequeño pueblo de Bartel y que, como vimos en los minutos iniciales, se está extendiendo como una apocalíptica plaga bíblica.

A pesar de lo dicho, Calvario no es un film sórdido o volcado en su propia suciedad, sino que hace gala de una puesta en escena de cierto valor esteticista anunciada con la utilización de una cuidada fotografía en formato scope y que descubre sus cartas en tres escenas clave: los vecinos del pueblo, reunidos en un bar iluminado con unos enfermizos tonos verdosos, improvisan una marciana y grotesca coreografía a los sones de una tétrica melodía circense tocada al piano por uno de ellos; el giro de 360º que recorre la sala donde está Marc y sus captores, recogiendo los desesperados lloros del primero y las dementes risas de los segundos y que finaliza por una serie de planos cortos de su mirada desnortada, deudores de La matanza de Texas; y el plano en picado que muestra como los habitantes del pueblo entran por la fuerza en la posada y su intento de sodomizar a Marc.

Du Welz se descubre como como un director tan interesado por las pulsiones violentas que surgen del lado oscuro del ser humano como por las posibilidades expresivas de la narración visual cinematográfica, lo cual en Calvario se salda en unos resultados tan interesantes (en ocasiones, fascinantes) como irregulares: esa mirada esteticista le sirve para evitar caer en el morbo y el tremendismo inherentes a los que los sucesos que cuenta, pero, en momentos puntuales, aparece el fantasma del espectáculo formalista ensimismado en sí mismo.