lunes, 13 de diciembre de 2010

Triangle

(Triangle)
UK/Australia, 2009. 99m. C.
D.: Christopher Smith P.: Julie Baines, Chris Brown & Jason Newmark G.: Christopher Smith I.: Melissa George, Michael Dorman, Henry Nixon, Rachael Carpani F.: 2.35:1

Triangle es un perfecto ejemplo de una tendencia del cine de terror, que casi ha acabado formando un subgénero por sí misma, que centra el núcleo del horror en la mente de sus protagonistas, resultando la tensión física una consecuencia de su alterada perspectiva psicológica: en resumen, la esquizofrenia como principio y fin del miedo. Esta tendencia no es, ni mucho menos, nueva pero sí que parece que se ha puesto de moda en los últimos años (ahí tenemos, como ejemplo, Alta tensión, Donnie Darko, Session 9 o Martyrs) quizás porque es una vía fácil para poner en pantalla los mismos lugares comunes de toda la vida pero desde una perspectiva aparentemente más original, intentando camuflar un trabajo mediocre bajo un envoltorio impactante.

En sus primeros minutos Triangle al menos demuestra ser un film honesto, si no en sus formas sí en su espíritu, evidenciando sus principales fuentes de inspiración. Unos lentos travellings nos muestran la vida cotidiana en una mañana cualquiera en un barrio residencial común: un hombre cortando el césped; unos aspersores regando la hierba; la ropa tendida a merced del viento. Ante estas imágenes uno no puede por menos que pensar en el mítico comienzo de Tercipelo azul. No será hasta el final del film que retomaremos este escenario, pero esos primeros planos, a parte de transmitir, por asociación, una atmósfera inquietante, reflejan que la base de inspiración del film está en el cine de David Lynch, concretamente Carretera perdida (la fuga mental como remedio para el sentimiento de culpa ante una realidad adversa) y Mulholand Drive (un relato alambicado y fragmentado cuyo sentido final se nos oculta mediante una astuta dosificación de información).

Durante su parte central Triangle propone una variación del popular fenómeno sobrenatural achacado al Triángulo de las Bermudas convertido, en este caso, en una cinta de moebius cuyo efecto contagia a todo aquel que suba a bordo de un yate de lujo abandonado y a la deriva, entrando en un bucle exponencial -pues, al repetirse las acciones, los hechos no se solapan unos a otros, sino que se acumulan- del que sólo puede salirse a través de la exterminación y de una suerte de suicidio en tercera persona. Un punto de partida que, casi inevitablemente, no carece de buenas ideas conceptuales (la escalofriante posibilidad de que toda nuestra vida sea un bucle infinito del que nunca llegamos a darnos cuenta) como de imágenes de gran poder sugestivo (la aparición del enorme barco, surgiendo del interior de una extraña tormenta eléctrica o una sala llena de los cadáveres de la misma persona que se han ido sumando repetición tras repetición) pero que no evitan la sensación de estar asistiendo a una anécdota mínima estirada a base de reiterarla (como si la propia película sufriera ese mismo fenómeno): el espectador tiene la sensación de estar asistiendo ante un interesante cortometraje que se le está repitiendo una y otra vez y otra vez y otra vez y...

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