miércoles, 30 de marzo de 2011

Battle of the Dragons

(Kairyu daikessen)
Japón, 1966. 86m. C.
D.: Tetsuya Yamauchi P.: Shigeru Okada G.: Masaru Igami, basado en una idea de Mokuami Kawatake I.: Hiroki Matsukada, Tomoko Ogawa, Ryutaro Otomo, Bin Amatsu F.: 2.35:1

La desprejuiciada y casi hedonista mixtura de géneros de la que hace gala Battle of the Dragons, así como su narración directa y carente de tiempos muertos, queda patente desde su mismo inicio, a través de un prólogo que supone un resumen de los elementos que darán forma a toda la película. La primera imagen nos pone en situación: un castillo-fortaleza medieval que, en plena noche, es vigilado por los guardias del señor del clan. Sin que sepamos mucho más, un grupo de ninjas ataviados con ropajes negros atacan el lugar, acabando con los guardias y prendiendo fuego al castillo. En el momento en el que el señor es traicionado y asesinado por su propio súbdito a la vez que su hijo pequeño es ayudado a huir de la masacre, el espectador está ante la seguridad de encontrarse ante un prototípico ejemplo de chambara (cine de acción japonés protagonizado por samuráis dentro de un periodo histórico).

Cuando se nos vuelve a presentar la misma imagen que abría la película, un plano general del castillo desde el mar que lo rodea, esta vez envuelto en llamas y con la barca en la que huye el niño y los escasos supervivientes alejándose del dantesco espectáculo, uno espera que aparezca el título del film y los correspondientes créditos. Pero, en su lugar, las aguas se agitan y, de repente, una gigantesca serpiente-dragón surge de estas, hundiendo con sus garras la fágil barca. Cuando va a dar el golpe de gracia al desvalido chico, en el cielo se dibuja la forma de un águila gigante la cual, tras golpear al monstruo, se lleva en sus garras al niño. Ahora sí, el título, en ampulosos kanjis de intenso color rojo y altisonante pieza musical como fondo, irrumpe en la pantalla.

Esta mezcla entre el chambara, el kaiju-eiga y lo maravilloso aporta al nimio argumento de Battle of the Dragons de una desenfadada personalidad que el film enarbola como una bandera, justificando de esta manera su tópica estructura, filtrada por una mirada cómplice con lo fantástico: una vez crecido, Ikazuchi-Maru es entrenado por un anciano pero poderoso mago para que vengue a su fallecido padre y recupere las tierras de su clan. La actitud inocente y alegre del protagonista, incluso cuando se enfrenta con sus enemigos, dota a toda la atmósfera de un toque naïf y camp, haciendo que todos los elementos sobrenaturales o mágicos que aparecen a lo largo del metraje (los movimientos sobrehumanos de los personajes; la nube de energía con la que Ikazuchi-Mari surca los cielos; la aparición de los esprectos del señor del clan diezmado) se integren con naturalidad en este.

Una ligereza también anunciada por el comentado prólogo desde el momento en el que la sangre brilla por su ausencia a pesar de los brutales ataques espada en mano. De esta manera, Battle of the Dragons no busca ni ser intensa ni confeccionar un trepidante relato de venganza, sino levantar un espectáculo sobradamente conocido por todos, haciendo de esa familiaridad su principal virtud, desarrollandolo sin excesivas complicaciones pero con firme confianza en lo narrado. El maniqueismo a la hora de presentar a los dos antagonistas principales (el bueno, ataviado con ropas blancas y de rostro amable, casi bonachón; el malo, siempre de negro y con una cicatriz atravesando su frente) confirma el interés de Battle of the Dragons en dar mascado a sus público una comida que, gracias a sus ingredientes exóticos, tiene un indudable buen sabor.

Así, Battle of the Dragons hace de lo convencional su principal virtud y de lo familiar su guiño directo a un espectador cómplice, al igual que la propia película, con la naturaleza fabulesca de los hechos narrados. Escenas como el enfrentamiento del héroe con unas puertas poseídas que le rodean (con la muy sugerente imagen de las puertas levantándose solas del suelo); los amigos de Ikazuchi-Maru presentándose delante de él con sus rostros ocultos por las sombras (demostrando que le están ocultando algo); el mitológico enfrentamiento entre la serpiente-dragón y un gigantesco sapo prehistórico cuyos movimientos destruyen su entorno; o la imagen final con los protagonistas perdiéndose en el soleado horizonte montados en un águila, confirma a Battle of the Dragons como un eficaz y divertido cuento para relatar a los niños a la luz de una vela, así como un residuo de un tipo de cine ya desaparecido cuyo entorno natural está en una destartalada sala de barrio lleno de una chiquillería exultante, un sábado cualquiera por la tarde.

En la boca del miedo

(In the Mouth of Madness)
USA, 1994. 95m. C.
D.: John Carpenter P.: Sandy King G.: Michael De Luca I.: Sam Neill, Julie Carmen, Jürgen Prochnow, David Warner F.: 2.35:1

De Maine a Providence
No ha de extrañarnos que, aunque su sombra planeé por casi todo el cine de terror moderno, pocas obras de H.P. Lovecraft han sido llevadas a la gran pantalla de manera oficial. Y no ha de hacerlo porque la fuerza de los cuentos del escritor de Providence es intrínseca a su prosa, a su estilo retorcido y descriptivo, a su punto de vista paranoico y turbado, a su mirada tan fascinada por lo maravilloso como aterrada por lo viscoso. De ahí que, por lo general, el cine haya preferido acercarse a la ficción del creador del maldito Necronomicón desde la distancia, integrando sus elementos o recreando su universo en ficciones ajenas. Hay excepciones, por supuesto, pero en ellas se suele confirmar la imposibilidad de trasladar el agónico y pesimista mundo creativo de Lovecraft a unas imágenes siempre demasiado concretas: la máxima de que una imagen vale más que mil palabras adquiere un significado negativo aplicado a este caso: una imagen resulta más evidente que mil palabras más sugestivas (y ahí tenemos títulos tan poco afortunados como Re-Sonator o Dagón. La secta del mar como ejemplos). Aquí también tenemos excepciones, pero no deja de ser interesante que uno de los films más logrados en este sentido (la excepcional Re-Animator) partía de un ejercicio humorístico, casi paródico, por parte de Lovecraft.

En las antípodas del autor de los mitos de Cthulhu encontramos al nombre más importante de la literatura de terror de las últimas décadas, Stephen King, cuya narrativa directa y centrada en la historia y los personajes la hace, sin duda, más fácil de adaptar. De ahí que la mayor parte de su obra haya tenido su correspondiente traslación fílmica, hasta el punto de que muchos de sus títulos son vendidos a las grandes productoras antes de ser publicados. En unas declaraciones, Stephen King decía que a la hora de afrontar la literatura de horror lo más importante era el tema y, una vez elaborado, el resto venía solo. Se le puede acusar de muchas cosas al autor de El resplandor, pero no de su honestidad y de ser consciente de su posición dentro de la industria literaria comercial (él mismo se ha definido como el fast-food de la literatura de terror), pero no estoy muy seguro de que, al hacer esta declaración, King fuese consciente de evidenciar la limitación principal que lastra la mayor parte de sus libros.

En la monumental It (Eso), novela de no poca influencia lovecraftiana, King partía de una idea muy sugerente creando una pequeña ciudad llamada Derry la cual, a través de los miedos y deseos de sus habitantes, alimentaba a una pavorosa y poliforme criatura milenaria que era, a la vez, el corazón del lugar y su mismo cáncer. Un punto de partida que le daba la oportunidad al escritor de Maine para concentrar el Mal absoluto y universal en una sola figura como, a la vez, reflexionar acerca del papel que juega el miedo en nuestra existencia cotidiana. Pero como si quisiera suscribir sus propias palabras, una vez establecida tan prometedora base, King se embarca en la confección de una obra épica en función de la acumulación indiscriminada de páginas, diluyendo la atmósfera en favor del impacto. Una vez más, eso sí, anotemos como excepción al que posiblemente sea uno de los mejores resultados de King, la escalofriante Cementerio de animales, tampoco carente de elementos lovecraftianos, por otro lado.

El horror de Hobb's End
Cuando el protagonista de En la boca del miedo, el investigador de seguros John Trent, es contratado por la poderosa editorial Arcane para que se encargue de encontrar a su desaparecido cliente Sutter Cane, autor de libros especializados en terror de gran popularidad, la editora de éste, Linda Styles, le comenta que Cane ha desplazado al mismísimo Stephen King. En toda la película no se menciona el nombre de Howard Phillips Lovecraft pero resulta evidente que es su universo y no el de King el que se desprende de las palabras escritas por Cane, lo que se hará patente con la llegada al pueblo de Hobb's End, surgido de la mente del misterioso escritor, en el que ya encontramos guiños directos (como el hotel Pickman, inspirado en el relato El modelo Pickman), adelantados por el título original del film, en alusión al popular En las montañas de la locura.

De esta manera, Carpenter parece efectuar un recorrido desde el terror truculento pero inofensivo de King al insondable horror cósmico de Lovecraft. Durante gran parte del metraje, Trent no cesa de referirse a la obra de Cane como "basura pop" para, finalmente, rendirse ante la materialización de las descripciones de Cane, viendo como lo que él reconocía como real es manipulado y desvirtuado ante sus mismos ojos. El Horror es siempre el mismo, pero se disfraza, nos dice Carpenter. La banalización del terror en forma de best-sellers de aeropuerto como medio para inocular la auténtica esencia de la Maldad en sus desprevenidos lectores.

En este sentido, el mayor logro de En la boca del miedo consiste en lograr captar el pesimismo metafísico de Lovecraft, con los protagonistas convertidos en meras marionetas de repugnantes entidades primordiales. El propio Cane le confesará a Trent que, en un principio, creía que se lo estaba imaginando todo para darse cuenta, posteriormente, que estaba siendo guiado por fuerzas superiores y desconocidas. La distorsión de la realidad acaba afectando al propio film: durante los primeros minutos, Carpenter hace uso de los golpes de efecto y el montaje corto de impacto para ilustrar las pesadillas de Trent. Una vez en Hobb's End, donde se encuentra la puerta de entrada del Horror a nuestro mundo, esos recursos expresivos serán utilizados con Trent despierto, como si sus pesadillas se hubieran abierto paso hacia la vigilia. La escena en la que Trent se ve encerrado en un bucle urbano del que no puede escapar, de efectiva atmósfera onírica, confirma a nuestras pesadillas -fruto de la imaginería del terror- como preámbulo de la posterior invasión.

Es el fin del mundo tal y como lo conocíamos... y me gusta
Una de las grandes virtudes del cine de John Carpenter consiste en una serie de señas de identidad que son reconocibles para sus seguidores desde los mismos créditos: la utilización del formato scope 2.35:1; las familiares melodías compuestas por él mismo; la aparición de su nombre antes del título; el uso de la misma fuente para los rótulos. Una serie de marcas de fábrica, por así decirlo, que se rompe en
En la boca del miedo al sustituir la habitual Albertus MT de los créditos. ¿Qué nos quiere decir Carpenter con esto? ¿Qué significado tiene?

Podría deberse a que, en esta ocasión, el guión no lo escribe él y, por tanto, sintiera una menor implicación con la historia. Pero los libretos de Christine y Vampiros tampoco eran suyos y mantenía sus firmas. O quizás el director de La niebla nos advierte que, en esta ocasión, tiene el piloto automático puesto, confeccionando un producto bien hecho, desde luego, pero alejado del nervio narrativo de sus mejores títulos, quizás por no querer interferir demasiado en un guión hábilmente elaborado por parte de Michael De Luca (Carpenter confesó en una entrevista que se trataba del mejor guión de toda su carrera y que tenía miedo de no estar a la altura y estropearlo).

Pero la respuesta podría encontrarse no en el título presente, sino en el trabajo inmediatamente anterior. Con Memorias de un hombre invisible Carpenter volvía a coquetear con la gran industria para cosechar un nuevo fracaso (tanto de público como de crítica). A raíz de esto. En la boca del miedo puede verse como una declaración de principios, tanto de reafirmación en el cine de género más puro (y que mejor que remitirse a los orígenes del terror moderno) como a la inevitable desaparición de este. Ese cambio en los créditos supone un anuncio del carácter apocalíptico, casi terminal, del mensaje del film.

La esencia básica del placer del miedo enfrentada a la mercantilización del terror. Las escenas que transcurren en Hobb's End pueden considerarse entre las más inquietantes que ofreció el género en los 90 (las perturbadoras escenas de la carretera nocturna o la extraña tranquilidad del propio pueblo) contrastadas con la explicitación de esa inquietud con la aparición de las criaturas monstruosas y tentaculares que acosan al protagonista. De manera coherente, Carpenter clausura el film situando la acción en una sala de cine, indudable marco en el que se oficializará el apocalipsis, que aquí adquiere su original significado de "revelación", con la pantalla como catalizadora de nuestros miedos más inconfesables y puerta de salida de nuestros temores más primigenios. Mismo marco en el que once años después Carpenter oficializó "el fin absoluto del mundo" en el magistral El fin del mundo en 35mm., su episodio para la primera temporada de la serie Masters of Horror, que puede considerarse la continuación espiritual de En la boca del miedo.

lunes, 28 de marzo de 2011

Boarding Gate

(Boarding Gate)
Francia/Luxemburgo, 2007. 106m. C.
D.: Olivier Assayas P.: François Margolin G.: Olivier Assayas I.: Asia Argento, Michael Madsen, KellyLin, Carl Ng F.: 2.35:1

Olivier Assayas fue uno de los críticos de cine más importantes de la mítica revista Cahiers du Cinema durante los años 80 y, al igual que sucediera con algunos de los miembros de la no menos mítica Nouvelle Vague como Jean-Luc Godard o François Truffaut, su salto a la dirección no supuso tanto un cambio de profesión como de herramientas de trabajo. Sustituyendo el teclado y el papel de las publicaciones por una cámara y el celuloide, Assayas continuó sus reflexiones acerca del cinematógrafo, de su esencia, sus estructuras y equilibrios. Así, en Irma Vep se preguntaba acerca de la viabilidad de los postulados postmodernistas a la hora de recuperar el pulso original del cine; en Demonlover enfrentaba la propia materialidad del cine a los nuevos medios audiovisuales de la era digital; en Finales de agosto, principios de septiempre levantaba una estructura de relaciones sentimentales, de encuentros y desencuentros, a lo Eric Rohmer para deconstruirla hasta dejarla en los huesos.

Los elementos con los que Assayas trabaja en Boarding Gate son los propios del thriller en su concepción más genérica y directa: la figura de la femme fatale manipuladora; el hombre de negocios que ha adquirido una deuda importante con la mafia; la utilización de negocios legales para traficar con droga; la utilización de una prostituta para sonsacar información a sus clientes; el mercenario contratado para asesinar al socio de un empresario para quedarse con todo el negocio. La mirada de Assayas combina la fascinación distanciada con la fría operación quirúrgica en un intento no de recuperar o rendir homenaje al género, sino de diseccionarlo a través de una narración envasada al vacío.

Boarding Gate comienza con dos individuos haciendo prácticas de tiro. La cámara, en una serie de movimientos rápidos, nos muestra sus manos cargando las pistolas y martilleándolas. Cuando se nos presenta un primer plano mientras disparan, el enfoque hace nítida el arma mientras el rostro detrás de ella está desenfocado e irreconocible. La acción, el acto, es lo importante. En el universo de traiciones y alambicadas redes de información en los que se mueve la protagonista, las identidades se diluyen mientras los cuerpos se mantienen en una perpetua huida hacia ninguna/cualquier parte. De ahí que la herramienta más utilizada por Assayas sea el fuera de campo y el teleobjetivo, con sus protagonistas moviéndose por escenarios borrosos o perdidos en medio de una multitud de rostros intercambiables.

Dentro de la filmografía del director de Clean, Boarding Gate nos retrotrae a Irma Vep a la hora de utilizar los modos de producción de la Serie B, dotando a las nerviosas imágenes de un carácter casi clandestino. De esta manera, el film acaba adquiriendo una atmósfera abstracta, de marcada irrealidad, producto de los movimientos absurdos y desapasionados de los personajes (las escenas de acción rehúyen el componente espectacular para abrazar una mixtura entre los estilizado y lo realista con resultados casi oníricos), utilizando los modelos del thriller cosmopolita para desarrollar una reflexión surrealista acerca de la globalización (los personajes se mueven a través del globo -de París a Hong Kong, pasando por Madrid y con destino a Shanghai- como si se teletransportaran de un lugar a otro y los diferentes escenarios fuesen más producto de un estado mental que de un entorno real).

Y si líneas arriba comentábamos la importancia del cuerpo, es necesario hacer mención de los actores principales de Boarding Gate, escogidos por Assayas no tanto por su talento interpretativo (sin carecer de ello, por otro lado) sino por su presencia y la imagen que han proyectado a lo largo de su filmografía. El gigantesco, inflado, físico de Michael Madsen, sumado a su rostro abotargado, definen la condición crepuscular de su personaje, el economista Miles Rennberg. Pero, sin duda, hay que destacar a la protagonista, Sandra, ex-prostituta de lujo metida en el negocio del narcotráfico, a quien Asia Argento encarna explotando el exhuberante a la vez que vulgar erotismo que exuda de su figura, consciente de las armas de control que su propio físico le ofrece (en su encuentro con Miles en su oficina, Sandra se sienta en el escritorio, abriendo sus piernas y acariciandose le entrepierna).

Assayas concentra la atención de Sandra a través de la exhibición de su cuerpo, haciendo que abunden las escenas en las que aparece vestida únicamente con lencería negra o llevando camisetas de tirantes que facilitan la visión del escote en sus contínuos movimientos. Una exhibición que contrasta con la interpretación desvaída, casi narcótica, como si estuviera perpetuamente colocada, de Asia Argento, subrayando el estado alucinatorio en el que se halla: si la identidad de Sandra irá moldeándose (pasando por la muerte y la transformación), sus tatuajes quedarán fijados en los ojos del espectador.

Si, como indicamos anteriormente, Boarding Gate comienza con un desenfoque, Assayas cierra el film con el mismo recurso expresivo, pero con una importante diferencia. Si al principio el objeto se imponía al sujeto, ahora éste se fundirá con el fondo, rompiendo las ataduras que le controlaban para empezar a decidir sobre su propio destino, desapareciendo en ese camaleónico escenario que es el mundo moderno por el que circulamos día a día como seres anónimos.

martes, 22 de marzo de 2011

Están vivos

(They Live)
USA, 1988. 93m. C.
D.: John Carpenter P.: Larry J. Franco G.: Frank Armitage, basado en el relato de Ray Nelson I.: Roddy Piper, Keith David, Meg Foster, George 'Buck' Flower F.: 2.35:1

Que vista hoy Están vivos, estrenada hace trece años, siga estando de actualidad, reconociendo en su argumento y sus imágenes el mundo en el que nos movemos, es una meridiana demostración de la capacidad analítica de John Carpenter acerca del mundo en el que vive, observador de los códigos bajo los cuales se mueve nuestra sociedad para, después, filtrarlos a través de su mirada cinematográfica. De esta manera, combinando el espíritu subversivo con las formas de la Serie B (con una producción de apenas cuatro millones de dólares), Están vivos reinvindica la posición del cine de ciencia-ficción como bisturí con el que penetrar en las realidades sociales más oscuras de nuestro mundo.

Los primeros minutos de Están vivos suponen una certera radiografía del feroz instinto capitalista que dominó la América de los 80 bajo el mandato de la administración Reagan. Durante estas escenas, los imponentes rascacielos de Manhattan cubren por completo el horizonte bajo el que se mueven los descarriados protagonistas, ejemplos de la clase trabajadora que, subsisitiendo como pueden en la periferia, refugiándose en poblados improvisados levantados en desérticos solares, buscando día a día un puesto de trabajo con el que poder ganar el dinero suficiente para seguir buscando al día siguiente, mientras su esfuerzo sirve de sangre para bombear el corazón que rige la economía de las clases altas. Durante este tercio, las imágenes de Están vivos hacen gala de un tono realista, casi documental, retratando los esfuerzos de George Nada para encontrar trabajo: con su mochila a la espalda y su caminar lento representa la figura del hombre sin nada, sin destino que alcanzar ni un pasado al que agarrarse.

La utilización de Roddy Piper como protagonista añade una lectura metanlingüística a Están vivos que confirma la mirada airada de su director, profundizando en el contexto apocalíptico que inaugurara con la satánica El príncipe de las tinieblas (utilizando de nuevo, como en aquella, un seudónimo de referencias lovecraftianas para firmar el guión): luchador profesional de wrestling entre 1970 y 1987 (retornando al ring en 1990) bajo el nombre de "Rowdy" Roddy Piper (su verdadero nombre es Roderic George Toombs), con su cuerpo fornido y sus músculos representa el héroe de acción musculado propio del cine espectáculo de los 80. Un arquetipo que, para el director de La niebla, está cansado y cuyo trabajo, al final de la década, parece tocar a su fin.

Tenemos que recordar que la década de los 80 posiblemente sea una de las más aciagas de la carrera de Carpenter, cuyos coqueteos con el cine de gran aparato se saldó, en general, negativamente (aún hoy, cuando se le pregunta, sigue considerando el estrepitoso recibimiento de La cosa como una de las peores experiencias de su filmografía). Así, en Están vivos nos encontramos a un Carpenter más belicoso que nunca y dispuesto a combatir el fuego con el fuego. La larga escena en la que Nada se pelea con su amigo Frank, intentando que se ponga las gafas especiales que ha encontrado y que le permite acceder a "otra realidad", representa el esfuerzo de Carpenter para abrir los ojos al cine de acción de la época.

La utilización de unas simples gafas de sol como puerta hacia la verdad supone un elemento pulp que muda la piel de la película. El realismo del principio va siendo dinamitado por los elementos fantásticos propios del cine de ciencia-ficción. La representación de un mundo contruido a base de mensajes subliminales transmitidos a través de los medios de comunicación con los que controlar a la población, combatido con los modos y maneras del cine de acción, con los protagonistas haciendo uso de la fuerza y de las armas contra las criaturas extraterrestres, convierte a Están vivos en una de las variaciones menos sutiles y más airadas del clásico esquema de La invasión de los ladrones de cuerpo (sólo por debajo de la pegajosa Society, en la cual los ricos absorbían, literalmente, a los pobres).

El final de Están vivos consigue combinar el habitual pesimismo de su director con una cierta esperanza: es posible que los héroes de Carpenter estén condenados a sucumbir ante el peso de sus oponentes, de igual modo a que el director de La noche de Halloween vive a la sombra de la gran industria hollywoodiense, pero sus esfuerzos no son en balde: Están vivos, desde su humilde rincón dentro de la parcela del cine de bajo presupuesto de evasión, con su mera existencia evidencia las servidumbres del cine de acción mainstream más adocenado.

lunes, 21 de marzo de 2011

Las horas del verano

(L'heure d'été)
Francia, 2008. 103m. C.
D.: Olivier Assayas P.: Charles Gillibert, Marin Karmitz & Nathanaël Karmitz G.: Olivier Assayas I.: Juliette Binoche, Charles Berling, Jérémi Renier, Edith Scob F.: 1.85:1

Las horas del verano comienza con un estallido de júbilo, energía y frescura. Un grupo de niños están jugando a la búsqueda del tesoro en las cercanías de la casa de su abuela. Cuando encuentran el mapa escondido, descubren que la información está escrita con tinta invisible. Uno de los jóvenes, una adolescente, utiliza un mechero para hacer visible el dibujo oculto. Esta idea, una información escondida en el interior de un contexto evidente, nos anticipa los hechos que están a punto de suceder en los minutos siguientes.

En la casa que indicamos se han reunido las familias de los hijos de la dueña de la casa, Hélène, para celebrar su 75 cumpleaños. Durante la comida, en la cual le dan sus regalos, Assayas, amparado por un conseguido tono de familiaridad, de cotidianidad, nos va describiendo mediante pequeños apuntes a los diferentes miembros de la familia y sus relaciones entre ellos: Hélène se ha convertido en la albacea informal del legado de su tío, un prestigioso pintor, cuyas obras están repartidas por toda la casa, y se lamenta de las pocas veces que puede reunirse con sus hijos, repartidos por todo el mapa internacional (Frédéric vive en Francia, Adrienne en Nueva York y Jérémien en China). En un momento determinado, se lleva a Frédéric aparte para comunicarle que, dada su edad, ha decidido prepararlo todo para cuando ella falte, confiando en él para que se encargue de la herencia artística y de la propia casa. Esta conversación se desarrolla en el interior de una habitación cuya oscuridad contrasta con la luz del exterior en el que se ha llevado a cabo la comida. La utilización de Hélène de su aniversario para hablar de su muerte dota a toda la secuencia de un tono sombrío (la celebración del día de nuestro nacimiento como síntoma de nuestra inevitable mortalidad) pero también sirve para reflexionar acerca de nuestra relación con nuestros antepasados a través de su legado.

A pesar de lo que pudiera parecer a simple vista, Las horas del verano no se diferencia tanto como podría pensarse de Demonlover. Sí lo hace, desde luego, en la atmósfera, alejándose por completo de la frialdad emocional y la gelidez expositiva de aquella, pero no en su mensaje: la desaparición de los sentimientos humanos en un mundo ferozmente capitalizado. Y, para ello, nos propone un recorrido a través del árbol genealógico de una familia mostrando como, a medida que las generaciones se suceden, se van alejando, tanto material como espiritualmente, de sus propias raíces. Tras la muerte de Hélèna resulta inevitable, como ella suponía, que surjan conflicto entre sus hijos a la hora de decidir qué hacer con la herencia: Frédéric quiere conservar el legado intacto, mientras que sus hermanos prefieren vender.

En la escena anteriormente descrita, Hélèna le dice a Frédéric que deja todo a su cargo porque es el mayor. Esta no es una información baladí: no es casualidad que sean ellos dos quienes más apego sienten por el lugar y lo que contiene: ella ha vivido entre sus paredes toda su vida y tuvo una relación directa con el célebre pintor; por su parte, Frédéric le confiesa a la ayudante de su madre que tiene unos recuerdos vagos de ese hombre, pues él sólo tenía diez años cuando murió. En cambio, para sus hermanos, al no tener esa conexión emocional, el lugar simplemente es una parte de su pasado al que poder sacarle un partido económico en el presente para preservar su futuro. En el ultimo eslabón de la cadena, sus propios hijos, la casa es una anécdota de los veranos y los cuadros un vestigio de la antigüedad. Está claro que, en la próxima generación, todo habrá desaparecido, como si nunca hubiera existido.

Olivier Assayas construye una película sencilla, con una estructura directa, que le sirve, por un lado, para conferir al conjunto un valor antropológico producto de una mirada desnuda, sin adornos, a los hechos narrados, moviendo la cámara con naturalidad, sin hacer evidente su presencia, como captando un momento de intimidad de una familia cualquiera. Pero también para, gracias a la plasticidad de las imágenes y a la colocación de los espectadores en el escenario, para reflexionar sobre la utilidad del arte, no como algo que observar, admirar, desde la distancia del academicismo, sino con lo que vivir, con lo que interactuar y convertir en parte de nuestra existencia. Así, las escenas que transcurren en el museo de Orsay de París recuperan la frialdad de Demonlover con las piezas que formaban parte de la casa colocadas tras una vitrina: lo familiar se ha vuelto extraño, desconocido.

La última parte de Las horas del verano podría considerarse, a primera vista, una confirmación de la mirada pesimista de Assayas: un grupo de jóvenes utiliza la ahora vacía casa para celebrar una fiesta: los gritos y las risas, la música estridente, lo juegos en el interior de las habitaciones parecen delatar el desinterés de las nuevas generaciones por su pasado con una actitud casi irrespetuosa. Pero, ¿no estamos, quizás, más cerca de la celebración que abría el film? ¿No resultan, en el fondo, más respetuoso estos jóvenes a la hora de hacer útil, funcional, una estructura en vez de conservarla mientras se llena de polvo? La frase final de la hija de Frédéric, sumado al precioso movimiento de cámara que cierra el film, confirman este apunte optimista. Un apunte, sin duda, en las antípodas del escalofriante nihilismo con el que concluía Demonlover.

jueves, 17 de marzo de 2011

Cisne negro

(Black Swan)
USA, 2010. 108m. C.
D.: Darren Aronofsky P.: Scott Franklin, Mike Madavoy, Arnold Messer & Brian Oliver G.: Mark Heyman, Andres Heinz & John J. McLaughlin, basado en una idea de Andres Heinz I.: Natalie Portman, Mila Kunis, Vincent Cassel, Barbara Hershey F.: 2.35:1

De manera coherente, Cisne negro comienza con la representación de la introducción del acto primero del popular ballet El lago de los cisnes, escrito por el compositor ruso Piotr Ílich Chaikovski, la cual le sirve a Aronofsky para presentar al espectador los ingredientes con los que dará forma a la que es su mejor película hasta la fecha: la figura de Nina aparece en el centro de la pantalla, rodeada de la más impenetrable oscuridad, iluminada directamente por un foco. A los sones de la música empieza a mover su cuerpo con frágiles movimientos. Lo que podría ser una representación ortodoxa se rompe por dos puntos: por un lado, el compositor Clint Mansell introduce unos arreglos electrónicos que perturba la celebérrima composición, convirtiéndo las notas en el preludio del horror; por otro, Aronofsky compone un plano subjetivo con cámara temblequeante acercándose a la bailarina por su espalda, como si ese horror que nos había anunciado la música se hiciera físico en la forma del malvado mago Rothbart, convertido aquí en un ser monstruoso, casi un elfo oscuro, quien baila violentamente con Nina, zarandeándola de un lado para el otro, hasta que la abandona mientras ella se dirige, aleteando sus brazos, hacia la luz, como si fuera una puerta directa al Más Allá. Ya desde su prólogo, Cisne negro parte de la fragilidad del ballet para radiografiar el viaje existencial de su protagonista a través de los códigos del cine de terror.

Cisne negro comienza con un sueño para tornarse, a medida que trascurre el metraje, en una pesadilla. A lo largo de la película se nos muestra repetidas veces a su protagonista tumbada en su cama o sentada en el suelo, subrayando el tono onírico de todo el relato, como si Nina permaneciera en una constante ensoñación fragmentada por la intrusión de la realidad: su vida reducida a un espejo en el que refleja sus más personales ambiciones y que se va resquebrajando poco a poco por la insurreción de sus más íntimos miedos. No nos ha de extrañar, por tanto, que en Cisne negro abunden las escalofriantes alucinaciones o las visiones más terroríficas, pues no son más que el síntoma de un relato subjetivado hasta el extremo: vemos el mundo en el que se mueve Nina a través de sus ojos, desde el interior de su cabeza, compartiendo sus alegrías y sus tristezas, sus ansiedades y sus temores.

Una perspectiva mental que encuentra un perfecto complemento en una puesta en escena de marcada fisicidad a la hora de retratar las interioridades de una compañía de ballet. Aronofsky nos muestra que la consumación de la belleza sólo es posible a través del sacrificio del cuerpo: las delicadas, casi etéreas composiciones de las bailarinas tienen su contrapartida en las imágenes de sus talones enrojecidos, sus dedos cubiertos con tiritas o sus uñas partidas por la mitad. La propia Nina, con su anoréxico físico, da la impresión de ser literalmente chupada, succionada, por el ballet, al cual se entrega completamente. El rugoso grano que lucen las imágenes, así como el constante nerviosismo de una cámara en contínuo movimiento marca los contínuos saltos que Cisne negro efectúa entre lo alucinatorio y lo sangriento: la metamorfosis que se va produciendo en su cuerpo es la consecuencia directa de los cambios que se producen en su propia mente.

El cuerpo de Nina, siempre enfundado en prendas o bien blancas o de suaves colores pastel, es la representación principal de su pureza, encerrada en una infancia perpétua (su habitación luce un monocromo color rosa; los peluches que rodean su cama; su vergüenza a la hora de tratar temas sexuales). Los pasos que su consciencia da hacia la oscuridad se manifiesta en la corrupción de esa pureza, a través de heridas que van rompiendo su cuerpo. Un viaje que toma forma carnal a través de la figura del doppelgänger, aquí concentrado en el personaje de Lily quien, con sus ropas negras y su actitud desinhibida, representa el doble negativo de Nina. De esta manera, Cisne negro supone tanto el retrato de una compañía de ballet que está representando El lago de los cisnes como la propia adaptación de esa misma obra, mostrando como el cisne blanco (Nina) es convertido en el cisne negro (en Lily) por obra de un brujo que la corrompe (el coreógrafo Thomas Leroy).

Darren Aronofsky dirige esta crónica de una identidad escindida como si fuese una historia que nunca antes se haya contado. Como si películas como Repulsión, Carrie, Suspiria o Perfect Blue, cuyas sombras planean insistentemente a lo largo del film, no existieran. El resultado es una perspectiva tan ingenua como profundamente personal, certificando el gusto del director de Requiem por un sueño por impactar, casi diríamos noquear, al espectador a través de la agresividad y visceralidad de su puesta en escena, pero también su inevitable gusto por lo tremendista, por los golpes de efecto, en su búsqueda del sobresalto directo y fácil. Así, Cisne negro supone una centrifugadora de los sentidos esquizoide, basculando entre lo subliminal (los excelentes efectos de sonido que contribuyen, y no poco, a la tensa atmósfera; las parpadeantes apariciones del cisne negro camufladas bajo las narcóticas luces estroboscópicas de una discoteca) y la obviedad (los diabólicos reflejos que nos muestran lo que realmente está pasando; la utilización de efectos digitales para visualizar lo metafórico).

Durante el ensayo del acto final de la obra de Chaikovski, Nina, situada en una elevada plataforma, tiene que lanzarse al vacío para simbolizar el suicidio de su personaje. A pesar de que en el suelo hay colocado un colchón para amortiguar su caída, Nina vacila, mostrando su miedo a la caída. Representación de la postura de un director que con Cisne negro ha alcanzado la cúspide de su talento (los últimos minutos del film son una arrolladora muestra de cine en estado puro en su sentido más visceral, agresivo y libre) pero que, en el último momento, ha sentido el vértigo del genio y no se ha atrevido a lanzarse al vacío.

martes, 15 de marzo de 2011

Irreversible

(Irréversible)
Francia, 2002. 97m. C.
D.: Gaspar Noé P.: Christophe Rossignon G.: Gaspar Noé I.: Monica Belluci, Vincent Cassel, Albert Dupontel, Joe Prestia F.: 2.35:1

Fascista, racista, machista, misógina. Estos, y alguno más que se me escapa, fueron los términos que una determinada parte de la crítica dedicó a esta cruda, sin duda, pero también fascinante película dirigida por el argentino Gaspar Noé. En su crítica para la revista Fotogramas, Nuria Vidal se sorprendía de cómo en un marco como el del Festival de Cannes, al cual se le supone una actitud valiente y progresista hacia el cine que en él se muestra (no en balde, se le suele considerar el escaparate de las tendencias cinematográficas internacionales; es decir, lo que va a estar de moda en ese año), una película tan poderosa e interesante (independientemente de su calidad) como Irreversible hubiera desatado una reacción polémica basada en sus fuertes ingredientes, sin que parezca que nadie se preocupara por profundizar en ellos, y su valor dentro del contexto narativo en el que aparecen. Algo que no nos sorprende, teniendo en cuenta que algunos de los títulos más importantes de los últimos años fueron recibidos con abucheos, displicencia o indiferencia (el caso de Demonlover, Southland Tales, Femme Fatale o, más recientemente, Anticristo) en tan prestigioso marco.

No lo podemos negar, Irreversible es un film repleto de elementos fascistas, racistas, machistas o misóginos. Pero su función no es la de ser el mensaje o la identidad ideológica de la película, sino la de formar parte de un universo violento, oscuro y nihilista en el que los protagonistas se mueven convertidos en animales que han rechazado su raciocinio en favor de sus instintos más primarios. Irreversible se nos presenta como un trozo de vida, registrando en sus imágenes todo un catálogo de sentimientos humanos: de la furia a la pasión, del amor a los celos, de la alegría a la tristeza.

El mensaje nihilista de
Irreversible no surge tanto de sus escenas más cárnicas, más pavorosas, sino de la radiografía de un mundo ambivalente, en el que nos movemos como marionetas de un destino que parece disfrutar jugando con nuestra propia existencia. La inversión cronológica de los hechos (mostrando primero las consecuencias para, a partir de ahí, dirigirnos hacia las causas) no supone un mero capricho estético de su director, sirviéndole para profundizar en su mensaje pesimista: tomando como centro un aberrante suceso que parte la película en dos partes, Irreversible establece un juego de rimas, equivalencias y símbolos entre la oscuridad y la luz, la muerte y la vida, subrayando la fragilidad de nuestra existencia, cambiante en cada parpadeo.

El mismo comienzo del film nos da una serie de pistas para seguir el experimento de Noé: los primero que vemos, siguiendo la lógica de su desarrollo "al revés", son los títulos de créditos finales, que discurren por la pantalla de arriba hacia abajo, con todas las letras igualmente invertidas, haciéndolos casi ilegibles. Además, la columna de los rótulos empieza a rotar hasta desaparecer de la pantalla. Una convención (la relación de las personas que han participado en la elaboración de la película) que pierde su función (pues, como se ha comentado, resultan casi imposible de leer) para convertirse en un valor estético. Todo en Irreversible, cada plano, cada movimiento de cámara, tiene un sentido, busca un objetivo, de ahí que separar el contenido (los elementos anteriormente mencionados) del continente (su formulación cinematográfica) suponga tergiversar el propio mensaje del film.

Irreversible se compone de una serie de planos secuencia que nos muestran a los personajes en un escenario concreto y en una situación determinada. La unión de esos planos secuencia se realiza con una serie de imágenes que parecen tomadas por una cámara en vuelo libre. Son estos breves fragmentos de unión donde encontramos la clave de la película. Sin que parezca haber cortes entre cada escena, la cámara torna un silencioso testigo que hubiera encontrado una línea temporal en un punto (la desenfrenada búsqueda de Marcus de un extraño personaje apodado Le Tenia en un sórdido club de alterne homosexual) y, despertada su curiosidad, retrocediera para conocer las causas de esas acciones.

Un testigo silencioso, como decíamos, pero no distante. En esa primera escena (tras un prólogo que conecta a la película con Seul contre tous, el anterior y no menos perturbador trabajo de Noé) la cámara navega de manera alocada por los oscuros pasillos del club Rectum sin que casi podamos distinguir nada, excepto trozos de carne o gemidos bañados con una infernal iluminación rojiza. Un ritmo frenético, pero a la vez alucinado y casi mareante que representa el trastornado estado de ánimo de Marcus, incapaz de pensar, de razonar, convertido en un animal salvaje cuyo único sentido es depredar a su víctima. En tono homófobo de toda la escena viene dado por el asco que Marcus siente hacia ese lugar y a quienes lo ocupan. Por tanto, en todo momento, la cámara irá conectada al estado de ánimo de su protagonista, posiblemente porque está tan traumatizada como él mismo.

El punto de inflexión al que nos referíamos antes se da en un escenario similar: un túnel cuyas paredes de color rojo lanza un puente al club Rectum (conectando, inevitablemente, dos lugares tan diferentes). Ahí, la atractiva novia de Marcus, Alex, es asaltada por un desconocido, el cual la violará analmente para, después, golpearla brutalmente hasta dejarla en coma. La representación es tan cruda como realista, pero la cámara en ningún momento trata de subrayar los componentes más morbosos de la acción, más al contrario, se mantiene quieta, registrándolo todo, sin entrar ni salir. Y es esa quietud, precisamente, lo más escalofriante del momento, pues nos convertimos en unos testigos indefensos, que no podemos evitar lo que está ocurriendo pero tampoco apartar la vista a lo largo de unos insoportables nueve minutos, en los cuales el horror y el dolor se dilata hasta formar parte de nosotros.

Pero por si alguien pudiera pensar que esta quietud, esa inmovilidad, es un gesto de afirmación (es decir, la búsqueda del sensacionalismo a través de su explotación documental), hacia el final del metraje (que supone el inicio de la historia que nos está contando), Noé nos muestra a Marcus y a Alex tumbados en la cama, desnudos, en una serie de juegos en los que el erotismo y la pereza, la sensualidad y la cotidianidad, reflejan a una pareja que ha hecho de la intimidad un valor familiar. Y la cámara lo recoge sin entrometerse, registrando el lado más amable y delicado del sexo, de igual modo a como antes (después) lo ha hecho (hará) con el lado más perverso y doloroso. Si Irreversible hiere de tal modo, si nos repugna y nos violenta, es porque se dedica a mostrarnos, sin adornos ni romanticismos pueriles, lo que somos y donde vivimos.

lunes, 14 de marzo de 2011

Latidos de pánico

(Latidos de pánico)
España, 1983. 94m. C.
D.: Jacinto Molina P.: Julia Saly G.: Jacinto Molina I.: Paul Naschy, Julia Saly, Lola Gaos, Silvia Miró F.: 1.78:1

Gilles de Rais fue un noble francés cuyo nombre completo era Gilles de Montmorency-Laval, barón de Rais que vivió en la Francia del siglo XV y que, si bien luchó mano a mano con Juana de Arco, de quien fue ferviente seguidor, en los años finales de la Guerra de los Cien Años, gracias a cuya participación fue nombrado mariscal consiguiendo amasar una gran fortuna, ha pasado a la historia por motivos más escabrosos. Obsesionado por su creencia de que el Demonio buscaba apoderarse de su alma, durante ocho años, entre 1432 y 1440, se dedicó a raptar con ayuda de sus sirvientes a niños cuya edad oscilaba entre los ocho y los diez años en Bretaña. Durante las noches, los muros del castillo de Tiffauge eran testigos de las más atroces perversidades, con Gilles de Rais y sus esbirros dedicándose a humillar, torturar y asesinar a los niños, ofreciéndolos como sangriento tributo al Demonio, llegando a violarlos, incluso después de muertos. No sería hasta que el obispo de Nantes, Jean de Malestroit, decidió investigar dichas desapariciones que la pesadilla llegó a su fin con la detención del infernal mariscal el 15 de septiembre de 1440, contabilizándose en el juicio posterior hasta 200 víctimas producto de sus sanguinarias acciones, aunque muy posiblemente el número total sea muy superior, puesto que entre los años de mayor frenesí se llegó a denunciarse la desaparición de hasta mil de niños en la zona. Finalmente, el 26 de octubre de 1440, Gilles de Rais y sus colaboradores fueron ahorcados en el prado de la Madelaine de Nantes.

Pero la sombra de Gilles de Rais se ha alargado a lo largo de la historia, fusionándose con las leyendas populares y dando lugar a la figura de Barba Azul a través del cuento escrito por Charles Perrault, publicado en 1697 (un apodo que el propio Gilles de Rais decibió en vida debido a su negra barba de azulados tonos). Una sombra que llega incluso al cine español fantaterrorífico de las décadas de los 60 y 70 con la creación por parte de Paul Naschy de Alaric de Marnac, un brujo medieval de contrastado sadismo que vuelve de la tumba acompañado de su pareja, la no menos malvada Mabille de Lancré, presentado en El espanto surge de la tumba, film dirigido en 1972 por Carlos Aured, retomado en 1974 en El mariscal del infierno a las órdenes de León Klimovsky (apareciendo bajo el nombre de Gilles de Lancre) y cuya última aparición cinematográfica es en esta Latidos de pánico. Anotar que en 2009, el mismo año de su muerte, se publicó el volumen Alaric de Marnac, escrito por el propio Naschy e ilustrado por Javier Trujillo.

Centrándonos ya en Latidos de pánico, este film comienza con una escena pre-créditos que sirve de resumen tanto de la propia película en sí como de las características del cine de Naschy (que podríamos ampliar, con los matices y excepciones necesarias, al conjunto de la cinematografía fantástica española de la época). Una atractiva joven completamente desnuda corre desesperada, con el cuerpo lleno de heridas, por un tétrico bosque inundado por las sombras de la noche. De cerca, le persigue un caballero medieval de reluciente armadura a lomos de su caballo y armado con un mangual que hace girar en el aire. Cuando alcanza a la aterrada mujer, descarga su arma, destrozándole el rostro y sus pechos. La imagen del cuerpo desnudo cubierto de sangre, con su mixtura de erotismo y horror, refleja los ingredientes básicos de la película en particular y del género en general (no se dude de que el metraje de Latidos de pánico está bien servido de desnudos femeninos y de retorcidas escenas gore).

Esa misma escena hace gala de una conseguida escenografía, con los retorcidos árboles de profundo color negro delimitando el camino que recorre en su desesperación la joven, atravesados por rayos de luz azulada, como si la propia luna siguiera su huida hacia la muerte. Una eficaz atmósfera tenebrosa que se rompe con la presencia del caballero, quien es, por supuesto, el propio Alaric de Marnac, quien se sube la visera del yelmo, mostrando unos ojos desorbitados, henchidos de sadismo y rabia. En el momento en el que levanta su brazo armado con el ensangrentado mangual se congela la imagen: la expresión exagerada de Naschy y la equivocada música que suena rompe el espejismo, tornando lo terrorífico en risible. Una imagen que resume el contraste entre la imaginación (el sentido amor de Naschy por el género de terror en todas sus variantes) y la realidad (la torpeza con la que ese amor se materializa en sus películas) que marcó el la obra de Jacinto Molina (el auténtico nombre de Paul Naschy).

Un contraste realidad/fantasía que Naschy convierte en el entramado argumental de Latidos de pánico, interpretando a Paul, un descendiente moderno de Alaric de Marnac que regresa a la abandonada mansión familiar junto a su enferma, y adinerada, mujer, Geneviève, para que la tranquilidad y la paz del entorno rural ayude a su recuperación. Una ambientación plácida y armoniosa que se ve contaminada con la cercanía de la tumba original del brujo. Naschy utiliza la figura de Alaric de Marnac como trasfondo folclórico, un telón de fondo para poner en pie una trama de suspense deudora del clásico Las diabólicas, de H.G. Clouzot, con los elementos sobrenaturales rodeados de un tono ambiguo, pudiendo reducirse el conjunto a un elaborado complot destinado a enloquecer a Geneviève.

En la primera noche que Paul y su esposa pasan en la mansión, Julie, la adolescente sobrina del ama de llaves, tiene una pesadilla producto de las escalofriantes leyendas familiares que le ha contado su tía. Una escena que vuelve a hacer gala de una buena labor fotográfica, tornando los escenarios familiares en la morada del horror (destacar la imagen de su tía convertida en un espectro bañado con una luz azul que remarca su componente diabólico) y que, de nuevo, se rompe por la incapacidad de Naschy para situar lo monstruoso en ese contexto. Latidos de pánico es el enésimo ejemplo del "quiero y no puedo" al que se reduce la filmografía del actor, incapacitado para resaltar la esencia del horror en sus fotogramas, limitándose a un irrisorio desfile de disfraces de marcada pobreza. Una artificiosidad subrayada por la afectación de unos diálogos de pomposa retórica literaria, declamados con no menos afectación.

La irrupción de lo sobrenatural en los minutos finales de Latidos de pánico acaba de descubrir las auténticas bases del film, que de Boileau y Narcejac deriva a los comics de la E.C., evidenciando la profunda contradicción del film, capaz de casar el mensaje moralista y misógino de su desenlace con la impúdica exhibición epidérmica y sangrienta de todo su metraje.


domingo, 13 de marzo de 2011

Pulp Fiction

(Pulp Fiction)
USA, 1994. 154m. C.
D.: Quentin Tarantino P.: Lawrence Bender G.: Quentin Tarantino, basado en una idea de Quentin Tarantino & Roger Avary I.: John Travolta, Samuel L. Jackson, Uma Thurman, Harvey Keitel F.: 2.35:1

Pulp Fiction comienza con la transcripción del sustantivo inglés "pulp", recogiendo tanto su significado como "pulpa, carne, pasta" como el de "literatura barata y sensacionalista". A continuación, observamos a una pareja de atracadores que discuten sus últimos robos y la necesidad de dar un giro a su "negocio": deciden atracar el restaurante en el que están tomando un café. Tras besarse, el chico, Pumpkin, saca su revólver, se sube al asiento donde estaba sentado y, apuntando a los clientes, grita: "¡Todo el mundo quieto!¡Esto es un atraco!". Seguidamente, la chica, Honey Bunny, da un paso adelante y, esgrimiento su arma, exclama: "¡Y como algún capullo se mueva, me pienso cargar hasta el último de vosotros!". En ese momento, la imagen se congela e irrumpe, de manera electrizante, el tema "Misirlou", de Dick Dale & his Del-Tones, a la vez que, en el centro de la pantalla, aparece el rótulo: "Miramax presents". Esa imagen paralizada sirve de metáfora de la propia situación del mítico film de Quentin Tarantino: a la vez que se para la acción, se para la propia historia del cine, consciente de que, ese momento, se inscribe con letras de oro (el color de los créditos) en esa misma historia.

El arranque de Pulp Fiction, visto hoy, supone el testimonio de una época (de su época), funcionando del mismo modo, y salvando todas las distancias que sean necesarias, a como lo hace, por ejemplo, el arranque de 2001. Una odisea del espacio o Apocalypse Now. Es por esto que, siempre que puedo, dejo claro que Pulp Fiction me parece, sin duda, la película más importante de los 90 (que no la mejor). Su alcance a la hora de marcar a un espectador tipo de una determinada generación, así como las ondas que, desde su impacto, han afectado a todo lo que ha venido después (y no sólo dentro de la industria americana), certifica dicha opinión. Cuando en la revista Fotogramas se tituló el artículo que recogía el estreno en España de Pulp Fiction como "Ciudadano Tarantino", en homenaje al Ciudadano Kane de Orson Welles, parecía estar dirigiendo una mirada hacia el futuro. También podía haberlo titulado "Ciudadano Lucas". Al igual que ocurre con el mítico film que supuso la ópera prima del director de Sed de mal o la propia La guerra de las galaxias, la alargada sombra del segundo film de Tarantino parece imponerse a su propia condición de obra cinematográfica y a lo que, en puridad de conceptos, es más allá de modas, premios o pasiones: una película, como tantas otras.

Todo lo dicho hasta aquí, puede sonar exagerado, sobre todo a la luz de los estimables pero irregulares resultados del film: a ratos brillante, en otros excesivo; tan ocurrente en ocasiones como hueco en otras. La aureola mítica de Pulp Fiction surge de su capacidad (o la de sus creadores) para captar el zeitgest de su época: es decir, canalizar el inconsciente colectivo popular de su público y traducirlo en unas imágenes destinadas directamente al mismo. Una capacidad que surge de su misma médula, es decir, de su propia construcción fílmica, basada en una serie de niveles de sentido que se van solapando unos a otros hasta conformar un todo.

El primer nivel, el más directo, nos saluda desde la misma superficie de la película: tanto el título como la portada que la presenta evidencia la inspiración de Tarantino en la mitología de la literatura pulp, surgida durante las primeras décadas del Siglo XX y que consistía en la evolución de los folletines por entregas del siglo anterior, utilizando un estilo directo y sórdido, dispuesto a subrayar los elementos más morbosos y sensacionalistas de unas historias marcadas por la escabrosidad de sus argumentos, ya fuesen de terror, eróticas o policíacas. Es de este último género de donde Pulp Fiction extrae los elementos que la conforman: dividida en capítulos que denotan su inspiración literaria, propone tres argumentos típicos del noir de bolsilibro: el esbirro que tiene que cuidar de la esposa de su jefe (de la que se enamorará); el boxeador que incumple el tongo que había acordado con la mafia para quedarse con el dinero de las apuestas apañadas; la figura del "arreglalotodo" que se encarga de solucionar, con calculada y fría eficacia, todo tipo de problemas.

Por tanto, no podemos hablar de personajes en el caso de Pulp Fiction, sino de estereotipos, de figuras recortadas de las páginas que devoraba Tarantino en su juventud y a las que el director de Reservoir Dogs parece querer buscarles el alma: convertir el papel en carne y hueso. En ese sentido funciona el epílogo que cierra el film, con el personaje de Jules adquiriendo una nueva perspectiva de su existencia que le lleva a romper con su actitud actual: como si el tópico despertada y evolucionara de su condición de tal.

En su vigorizantemente heterodoxo repaso a los films más importantes de la historia del cine, La fábrica de los sueños, Jesús Palacios, en la entrada dedicada a Pulp Fiction, señalaba que el film de Tarantino suponía el resumen de todo lo escrito en las páginas previas. El segundo nivel reside en la condición postmoderna de la película, no limitada a sus evocaciones del noir, sino transformándola en el diario sentimental de su cinéfilo autor. Las referencias a su pasado como espectador impregnan todas las secuencias del film hasta el punto de que Pulp Fiction parece querer evidenciar su condición de ficción, de artificio, constantemente: como ejemplo, la escena en la que Jules y Vincent (interpretado por un recuperado John Travolta) recorren un pasillo mientras discuten la importancia de dar un masaje, podemos escuchar salir de uno de los departamentos la música de Fiebre del sábado noche, una cita directa a su protagonista que se repite cuando, mientras cena con Mia, la esposa de su jefe, inicialmente se niega a bailar con ella. Otro ejemplo de artificio deliberado lo encontramos en la conversación entre Butch, recién fugado de su combate, con la taxista que le lleva en su vehículo, en la que se utiliza como fondo una pantalla para dar la impresión de movimiento; lo excepcional en este caso reside en que las imágenes de esa pantalla son en blanco y negro: un recurso técnico rescatado directamente del pasado para una película del presente.

La manera en la que este trabajo metalingüístico (más complejo a veces de lo que parece) consiguió seducir al público (y gran parte de la crítica) sublimando su condición de película pequeña (sólo 8 millones de presupuesto) hasta alcanzar la forma de blockbuster (más de 200 millones recaudados en todo el mundo) lo encontramos localizado en Francia: con la peineta que Tarantino se marcó dirigida a las protestas de una escandalizada periodista francesa por la Palma de Oro concedida a Pulp Fiction en el Festival de Cannes de 1994, llegamos al tercer y último nivel: la condición de Quentin Tarantino de (autoproclamado) enfant terrible cuya innegable arrogancia funciona en dos sentidos (y no necesariamente, o al menos no siempre, para mal): por un lado, una mirada cínica a todo el conjunto que le sirve para ironizar (y relativizar) el contexto sórdido y violento en el que se mueven los personajes; y por otro, a la hora de levantar un circo de tres pistas con innegable habilidad, pero cuyo brillo responde más al capricho autoral que al auténtico genio. Perfecto resumen de la filmografía de un director de incuestionable talento, absorbido, sin embargo, por el agujero negro de su propia, y excelsa, personalidad.

viernes, 11 de marzo de 2011

Sed de venganza

(Faster)
USA, 2010. 98m. C.
D.: George Tillman Jr. P.: Tony Gayton, Liz Glotzer, Martin Shafer & Robert Teitel G.: Tony Gayton & Joe Gayton I.: Dwayne Johnson, Oliver Jackson-Cohen, Billy Bob Thornton, Carla Gugino F.: 2.35:1

Aunque la primera vez que vemos al protagonista de este estimulantísimo ejemplo de cine de acción éste está encerrado en una angosta celda, le vemos en un contínuo y frenético movimiento, dando vueltas mientras la cámara nos muestra como carta de presentación esquivos fragmentos de su cuerpo: sus tatuajes, sus cicatrices, sus músculos. Es el día en el que, tras diez años encerrado, va a ser puesto en libertad. Una vez fuera de la prisión, situada en el medio de un desierto, no hay ningún coche que le espere. Mira a un lado. Después al otro. Y, a continuación, echa a correr. Los otros dos protagonistas de Sed de venganza (intercambiable título español del más sugerente Faster) también aparecen por primera vez haciendo gala de su físico (nervioso y demacrado en uno; gimnástico y bronceado el otro): primero les reconocemos por sus actos, antes que por sus palabras.

No resulta extraño, por tanto, que el trío de personajes principal de Sed de venganza carezcan de nombre propio y sean denominados por su papel, por su rol: Conductor, Policia y Asesino, respectivamente. Un detalle que parece un guiño al clásico de Walter Hill, Driver, y que supone una marca de autenticidad del tono del film. La película dirigida por George Tillman Jr. recupera la frontalidad, el nervio y la oscuridad del thriller americano de los años 70. La acción transcurre en un universo amoral en el que los protagonistas se mueven como ejemplos de una lucha por la supervivencia: de unos seres que se enfrentan a la selección natural de un mundo regido por la violencia. La determinación con la que el Conductor se dirige, más ser puesto en libertad, a por su víctima le define como un ser con una única intención, un único objetivo.

La fotografía hiperrealista de la que hacen gala las imágenes del film (marcando las cicatrices que recorren el rocoso rostro del Conductor; las gotas de sangre que vuelan por el aire, surgiendo de las heridas; la pólvora de los cañones cuando son disparadas las armas; las partículas de polvo que flotan cuando el Conductor se pone su camiseta de tirantes) contrasta con la esteticista puesta en escena de su director, basada en el montaje corto (los frenéticos planos que recogen el cuentakilómetros, el cambio de marchas o los pedales en las excelentes persecuciones automovilísticas) y las ralentizaciones (que subrayan los gestos de los personajes, aislándolos del escenario y definiéndoles por sus propias acciones), confiriéndole al film un ritmo imparable, tan directo como los movimientos de los personajes. a la vez que un tono abstracto, como las propias personalidades de los mismos.

En un momento del film, el Conductor es definido como un fantasma. Posteriormente, descubriremos que, a pesar de ser dado por muerto tras recibir un disparo en la cabeza, volvió a vivir, es decir, resucitó. "Ese tipo se niega a morir", dice la agente Cicerón que investiga el caso. Convertido en un Ángel Exterminador que ha regresado de la muerte con el único ánimo de vengarse, Sed de venganza introduce un elemento sobrenatural que se torna espiritual y que funciona de dos maneras: por un lado, sirve para unificar a los tres protagonistas, cuyos cuerpos marcados (la cicatriz de la bala en la nuca del Conductor; los puntos en la muñeca del Policía; las kilométricas cicatrices que recorren las piernas del Asesino) parece abocarles a una vida marcada igualmente por la violencia y con el contínuo juego con la muerte. Todos ellos parecen no tener miedo a morir, siempre que sea en el curso de cumplir su objetivo (como ejemplo, el primer encuentro entre el Conductor y el Asesino en el pasillo de un bloque de pisos, en el que el primero dispara sin cubrirse, como si no pudieran dañarle las balas; mientras que el segundo, dueño de una inmensa fortuna y que comparte vida con la mujer de su vida, no puede salir de esa espiral de la violencia que necesita para saciar su adicción a la adrenalina).

Pero este elemento espiritual también marcará el destino de los tres. Sed de venganza parte de los concreto para entrar en el terreno de la fantasmagoría: finalmente, el camino de la venganza se convierte en el peaje hacia la redención. Presentados cada uno por separado, rodeados, o inundados, por sombras, los tres serán reunidos iluminados por la forma de una cruz. Si en los primeros minutos el Conductor se asemeja a un Terminator (tanto en su determinación como en su aparente invulnerabilidad), en los últimos se nos revelará como una reencarnación de Max Rockatansky, encerrado en su propio ataúd mororizado, en perpétua búsqueda de su humanidad arrebatada.

lunes, 7 de marzo de 2011

El príncipe de las tinieblas

(Prince of Darkness)
USA, 1987. 102m. C.
D.: John Carpenter P.: Larry J. Franco G.: Martin Quatermass I.: Donald Pleasence, Jameson Parker, Victor Wong, Lisa Blount F.: 2.35:1

A pesar de que la filmografía de John Carpenter se inscribe casi en su totalidad dentro de los parámetros del cine fantástico, éste siempre ha sido esquivo a la hora de invocar elementos sobrenaturales en sus títulos. Algo ratificado por el hecho de que cuando una película se ha acercado a dicho territorio, el director de La cosa ha dado más importancia a lo corpóreo que a lo metafísico (un ejemplo claro está en La niebla, en la cual el elemento hostil estaba formado por los cadáveres redivivos de los náufragos de un barco hundido cuyos cuerpos putrefactos y agusanados imponían más que la espesa nieblas que les acompañaba). No es extraño, por tanto, que con su vuelta a los márgenes del cine de género más puro en su formulación de bajo presupuesto tras coquetear con la gran industria, Carpenter planteara su film más sobrenatural, desarrollado, sin embargo, desde la perspectiva más material posible.

Pero Carpenter, director siempre honesto, muestra sus cartas al poco de iniciarse el film: el guión aparece firmado por Martin Quatermass, seudónimo del propio Carpenter que le sirve para rendir homenaje a Bernard Quatermass, personaje de ficción creado por el guionista Nigel Kneale para la BBC Television en los años 50 y cuya fama internacional vendría dada por protagonizar la trilogía de films de ciencia-ficción producidos por la Hammer Films y compuesta por el clásico El experimento del doctor Quatermass, Quatermass II y la extraordinaria ¿Qué sucedió entonces? En esta última, se realizaba un fascinante giro a los contactos entre el hombre y los extraterrestres: el hallazgo de fósiles alienígenas en el metro de Londres llevaban a una escalofriante conclusión: en realidad, los marcianos éramos nosotros. De golpe, conceptos existenciales y espirituales como el alma, la fe, los fantasmas o la creencia en el Diablo adquirían un sentido racional. Un acercamiento materialista y científico que Carpenter repite en El príncipe de las tinieblas en su acercamiento al cine satánico.

En el penúltimo capítulo de su perturbadora Ruido de fondo, el escritor Don Delillo enfrentaba a su protagonista a una última prueba que desarmaría, definitivamente, los cimientos sobre los que levantaba la visión de su existencia: mientras es curado de una herida de bala, la monja que le atiende le desvela la verdad: la fe no forma parte de su vida, sino que supone una cortina de humo de cara a los demás. Es decir, la gente necesita que alguien, quien sea, crea: la religión como un servicio público existencial. Cuando, al comienzo de El príncipe de las tinieblas, el sacerdote interpretado por Donal Pleasence descubre que el Mal, el Diablo, no es un concepto espiritual sino una esencia muy real, material, y encerrada en una extraña lámpara que ha sido ocultada por la Iglesia durante siglos, prefiriendo ofrecer a sus fieles una explicación (es un decir) más abstracta, Carpenter parece continuar el discurso de Delillo.

En El príncipe de las tinieblas el Mal no es un elemento espiritual que busca arrebatarnos el alma, sino que tiene forma, es físico, puede tocarnos y apoderarse de nuestros cuerpos. Este concepto le sirve al dircetor de Vampiros tanto para iniciar su trilogía apocalíptica (completada por Están vivos y En la boca del miedo) como para profundizar en la mirada pesimista que siempre ha recorrido su carrera: el hecho de que Satán provenga del espacio (al igual que la criatura de La cosa) convierte al ser humano en una mera marioneta en manos de una inteligencia extraterrestre (evidenciado en los pedigüeños, liderados por el cantante Alice Cooper, que rodean la iglesia en la que suceden los hechos y que impiden salir a sus ocupantes). Los turbadores sueños que sufren los protagonistas, en realidad, mensajes provenientes del futuro, acredita su condición de seres programados.

Un conjunto, sin duda, tan fascinante como peligroso: el encerrar a un grupo de estudiantes de física, filosofía y biología en una iglesia para estudiar la esencia del Mal podía haber convertido a El príncipe de las tinieblas en una de las muestras más pedantes de la historia del género. Un peligro que Carpenter evita al convertir su film en una apología del cine fantástico en su sentido más puro y completo: la perfecta fusión de los lúcido y lo lúdico. Las discusiones teológicas de la primera parte derivan en una variante del clásico film de zombies en el momento en el que el líquido maligno escapa de su encierro y empieza a contagiar a los estudiantes. De manera sorprendente, Carpenter pasa del elegante cine fantástico británico al purulento terror italiano sin que el conjunto se resienta: El príncipe de las tinieblas acaba transformándose en una entrega inconfesa de la saga Demons, dirigida por Lamberto Bava y producida por Dario Argento (cuyo ambiente religioso la hermana, de manera inconsciente, con otra producción de Argento, la igualmente apocalíptica y virulenta El engendro del Diablo, de Michele Soavi), con zombies, posesiones diabólicas, mutaciones y retorcidos asesinatos. De la teoría a la práctica, del concepto al gore, El príncipe de las tinieblas no sólo supuso el regreso de su director al cine de género en el que comenzó, sino que también certifica su creencia en las múltiples posiblidades reflexivas y evasivas del cine fantástico.