lunes, 30 de mayo de 2011

Los crímenes de Oxford

(The Oxford Murders)
España/UK/Francia, 2008. 108m. C.
D.: Álex de la Iglesia P.: Álvaro Agustín, Vérane Frédiani, Gerardo Herrero, Kevin Loader & Franck Ribière G.: Álex de la Iglesia & Jorge Guerricaechevarría, basado en la novela de Guillermo Martínez I.: Elijah Wood, John Hurt, Leonor Watling, Julie Cox

El primer encuentro entre el entusiasta joven estudiante Martin y el arisco veterano profesor Arthur Seldon se traduce en una discusión teórica acerca de la percepción del ser humano acerca de la realidad que le rodea y su capacidad para controlarla y/o analizarla. La postura racional del optimista joven es defender la existencia de un control matemático que equilibra todas las cosas, dándole un sentido a nuestra existencia. Por su parte, Seldon defiende que no todo es explicable y, por tanto, controlable. El ser humano se encuentra solo y está perdido a expensas de un destino que le mira por encima del hombro. Estos dos puntos de vista, que se presentan al principio del film y antes del asesinato que pondrá en marcha la maquinaria del suspense, no sólo sirven para presentar a los dos protagonistas principales del film, sino que vienen a resumir las dos perspectivas bajo las que se mueve la propia película.

El virtuoso plano secuencia que enlaza un cadáver con los diferentes sospechosos del crimen viene a reflejar la teoría de Martin: un hilo invisible que une a una serie de individuos independientes y que forman parte, a pesar de su desconocimiento, de un mismo conjunto. La calculada coreografía de tan complejo movimiento de cámara como sinónimo de una realidad regida por la lógica matemática. Destacada set piece en un conjunto monótono, no es extraño, por tanto, que los mejores momento de Los crímenes de Oxford estén relacionados con la abstracción numérica. Las conversaciones entre Martin y Seldon, llenas de divagaciones y autoindulgentes referencias filosóficas, resultan lo más interesante de una película que mantiene un relativo interés mientras se mueve en el terreno de la teoría (apoyando, de esta manera, la idea de un asesinato inexistente de Seldon).

Pero, como si la película se contagiara de la pesimista percepción de Seldon, en el momento en el que Los crímenes de Oxford desciende de su púlpito discursivo para acercarse a las criaturas humanas que los proclaman, la película demuestra que, efectivamente, el hombre acaba resultando la tuerca oxidada en un trabajado mecanismo de relojería. La escasa entidad de los personajes (que parecen sentirse a gusto en su concepción de predecibles figuras simbólicas) y de las relaciones entre ellos (especialmente, la risible relación entre un Elijah Wood con perpetuo semblante alucinado y una Leonor Watling que parece creer que está rodando la segunda parte de Son de mar) viene a confirmar la escasa base dramática de un film que se quiere mover bajo la sombra de Hitchcock (como evidencia la herrmaniana partitura de Roque Baños) desde la pulcra frialdad de unos apuntes de un esforzado pero desapasionado estudiante.

No ha de extrañarnos, por tanto, que la resolución del acertijo esté muy por debajo de las expectativas planteadas en su enunciación. Es en ese momento cuando echamos la vista atrás y recordamos la brillantez de un plano secuencia cuya perfección sólo ha podido ser alcanzada a través de la impostura digital. Esa desvirtuación de la realidad (un movimiento de cámara sin supuestos cortes) nos sirve de metáfora de una película que, en su intento por sorprender al espectador a través del planteamiento de un intrincado y complejo enigma, en realidad, acaba dándole gato por liebre.

sábado, 28 de mayo de 2011

El recuperador

(Repo Man)
USA, 1984. 92m. C.
D.: Alex Cox P.: Peter McCarthy & Jonathan Wacks G.: Alex Cox I.: Harry Dean Stanton, Emilio Estevez, Tracey Walker, Olivia Barash

Cuando conocemos a Otto, el joven protagonista de la ópera prima del inquieto Alex Cox, éste trabaja como reponedor en un grisáceo supermercado. En el momento en el que su jefe le reprende por haber entrado tarde esa mañana, sin pensárselo lo más mínimo, Otto se autodespide, como si estuviera esperando la primera oportunidad para dejar su aburrido puesto de trabajo. A continuación, Otto está bailando alocadamente en la calle en una fiesta de marcado tono punk: todos los participantes portan sus cazadoras de cuero, sus crestas, sus piercings, los pantalones rotos, mientras siguen con sus espasmódicos movimientos la canción "TV Party", del grupo Black Flag. Cuando Otto descubre a su novia enrollándose con su mejor amigo, que acaba de salir de la cárcel, apenas emite más protesta que un resoplido. La imagen del Otto, borracho, andando por las oscuras y desoladoras calles de Los Angeles mientras grita los títulos de populares series de televisión de la década de los 80 define perfectamente el espíritu y el escenario de El recuperador.

Esas mismas calles no sólo suponen el trasfondo en el que se mueven los protagonistas, sino que es partícipe de la acción junto a ellos. Calles sucias, llenas de mendigos y jóvenes descarriados; las tiendas en las que los clientes son sustituídos por atracadores. Un panorama marcadamente nihilista que recoge el (anti)lema del punk: no future. Al llegar a su casa, Otto se entera que sus padres, hipnotizados por la pantalla del televisor, han donado todos sus ahorros a un célebre predicador catódico. La única manera que encuentra de ganarse la vida es convirtiéndose en un recuperador, una persona que se dedica a "recuperar" aquellos coches que han sido dejados de pagar por sus morosos dueños. Un trabajo que le convierte en un ladrón de coches en un oficio que difumina la línea que separa la legalidad de lo delictivo propio de una sociedad tan amoral como decadente.

A tenor de lo dicho podría pensarse en El recuperador como una oscura película de pesimista tono documental. Y así podría ser si no fuera por la escena que abre el film. En una solitaria carretera que surca un paisaje desértico, un coche es detenido por un policía motorizado. El policía exige al conductor que le enseñe lo que lleva en el maletero. Cuando lo abre, un cegador resplandor surge de su interior, desintegrando al oficial, del que sólo quedan unas humeantes botas. El cadáver de un extraterrestre guardado en el maletero de un Chevy Malibú codiciado por todos es el delirante elemento de ciencia-ficción que elimina de un plumazo la atmosfera oscura para llevar a El recuperador al terreno de la psicotronía.

Los títulos de créditos aparecen sobre los gráficos computerizados de una serie de mapas de Los Angeles y sus carreteras. Alex Cox transforma el paisaje angelino en una revista pulp compuesta por microhistorias que remiten a diferentes subgéneros populares: el cine de adolescentes de los 50 (la carrera por el canal); la psicodelia (las disquisiciones patafísicas espaciotemporales de Miller) y la contracultura (la importancia de las drogas); las películas protagonizadas por delicuentes juveniles (el trío de atracadores formado por los amigos de Otto); la ciencia-ficción (el equipo científico que busca al alien) y la new age (el coche convertido en un fosforecente platillo volante). Todo ello enmarcado por un tono de comedia adolescente ochentera que le confiere al conjunto una cohesión interna que compensa la desmadrada falta de coherencia externa. El recuperador supone una tan hedonista como absurda mezcolanza de ideas que supone tanto un ejemplo de cine underground en espíritu y en forma, a la vez que testimonio de una década tan dada a la recuperación postmoderna como al exceso.


martes, 24 de mayo de 2011

Ghosthouse. La casa encantada

(Ghosthouse)
Italia/USA, 1988. 95m. C.
D.: Umberto Lenzi P.: Joe D'Amato G.: Cinthia McGavin & Sheila Goldberg, basado en una idea de Umberto Lenzi I.: Lara Wendel, Greg Scott, Mary Sellers, Ron Houck

Por lo general, el subgénero de las casas encantadas no es muy proclive al exceso de hemoglobina, quizás porque, casi por definición, su intrínseca relación con todo tipo de fuerzas sobrenaturales se traduce en una atmósfera más centrada en lo inconcreto que en lo físico. Es por esta razón por la cual Ghosthouse. La casa encantada puede servirnos como un título ejemplar a la hora de definir y concretar los modos y las maneras del tan denostado como amado cine de género comercial/popular italiano de los 80 el cual, además, hacia el final de dicha década, el momento de estreno y producción de la película que nos ocupa, vivía sus momentos más excesivos y ¿degradados? (difícil afirmarlo si tenemos en cuenta que hablamos de una cinematografía que hizo de la hipérbole el punto de ancla del acercamiento exploitation).

Los títulos de crédito se inscriben dentro de lo convencional, de lo esperado. Las imágenes de la casa en la que se desarrollarán los horrores, despiazada en diferentes planos mientras los nombres del equipo técnico y artístico aparecen en la pantalla. Pero ya aquí encontramos un toque de atención de las auténticas aspiraciones del film: bajo el nombre anglosajón de Humphrey Humbert, el cual aparece acreditado como director, se esconde el italiano Umberto Lenzi, auténtico especialista que por sí mismo define todo el cine italiano de la época, valiendo tanto para un roto (el mondo en Caníbal feroz) como para todo tipo de descosidos (los zombies en La invasión de los zombies atómicos o el giallo en Siete orquídeas manchadas de rojo) o, como en este caso, las casas encantadas. El mensaje parece claro: tras una estampa americana, se esconde un espíritu italiano.

Un espírtu cuya principal seña de identidad consistía no en limitarse a apropiarse de las principales características de las películas -o los géneros- a los que apuntaban con su mirilla, sino filtrarlas a través de su particular sensibilidad dando como resultado artefactos cuya idiosincrasia casi borraba las huellas de su origen. Es algo que queda claro en el prólogo, el cual, al estilo Terror en Amityville, nos relata la masacre perpetrada con la familia que vivía originalmente en la casa. De entrada, lo que puede sorprender al espectador es la falta de consistencia de la atmósfera de la que hace gala cada una de las escenas, hasta el punto de que algunas escabrosas ideas acaban diluyéndose (la niña escondida en el sótano y sujetando las tijeras con las que acaba de matar a un gato). Esto, que podría considerarse un error, en realidad se destapa como una declaración de intenciones: el plano detalle del filo de un hacha golpeándo una cabeza y el cuello de la madre de la niña siendo traspasado por una aguja confirma que en las casas embrujadas italianas el gore se impone a los susurros en los pasillos.

Y es que, finalmente, el susodicho caserón encantado no deja de ser un escenario más, intercambiable con cualquier otro y cuya aspiración final consiste en reunir a un grupo de jóvenes que, de uno en uno, serán asesinados por los más expeditivos métodos (como el cine de Demons o el teatro de Aquarius), confirmando el cine italiano de explotación como un todo global en el que la separación entre (sub)géneros se difuminan. Así, a lo largo de Ghosthouse. La casa encantada tenemos (descarados) préstamos de los films que sirven de inspiración (el payaso poseído de Poltergeist. Fenómenos extraños convertido en el muñeco de la niña; el diabólico mastín , extraído directamente de La profecía) con aportaciones más propias de un giallo (la siniestra nana que sirve de leitmotiv musica para las fuerzas del mal; el punto de vista subjetivo de quien vigila a los chicos).

Cabezas destrozadas, baños de ácido, una chica partida por la mitad, degollamientos... Es posible que Ghosthouse. La casa encantada no ofrezca nada más que una exhibición de atrocidades a cual más grotesca; que algunos de sus efectos poltergeist den más risa que miedo (la caravana zarandeada); que los movimientos de los personajes parezca convertirlos en ratones atolondrados perdidos en un laberinto lleno de trampa; o que su sorpresa final haga de la tosquedad y la torpeza su razón de ser por encima del impacto. Ghosthouse. La casa encantada es una muestra del cine fantaterrorífico transalpino más desvergonzado en estado químicamente puro, para lo (poco) bueno y lo (mucho) malo.

viernes, 20 de mayo de 2011

House. Una casa alucinante

(House)
USA, 1986. 93m. C.
D.: Steve Miner P.: Sean S. Cunningham G.: Ethan Wiley, basado en una idea de Fred Dekker I.: William Katt, George Wendt, Richard Moll, Kay Lenz F.: 1.85:1

House. Una casa alucinante comienza como muchas de las películas inscritas dentro del subgénero casas encantadas: mostrando al auténtico protagonista del film, esto es, la propia casa. La mansión en la que se sucederán los hechos que narra la película dirigida por el especialista Steve Miner es fragmentada en una serie de planos detalles con una peculiaridad: las imágenes están viradas en negativo y de color sepia. Una sencilla manera de advertirnos que las cosas no son lo que parece y que detrás de las apariencias (un imponente y familiar caserón) se esconden terribles secretos. Una idea en la que se ahonda en la escena siguiente. Un chico llega en su moto para entregar el pedido que la anciana Elizabeth ha hecho al supermercado. La luz del día sumada a las elegantes y ordenadas estancias del lugar subrayan la cotidianidad del momento. Cotidianidad que se rompe de golpe con el escalofriante descubrimiento del cadáver de la anciana colgando de una soga.

Poco después, su sobrino, el escritor Roger Cobb, se traslada a la misma casa, que ha recibido en herencia. A lo largo del metraje se reparten unos recurrentes flashbacks en los que Roger recuerda su experiencia en la guerra del Vietnam. Un recuerdo que obsesiona a Roger y que afecta a su propia producción literaria (está intentando escribir un libro de memorias centrado en dicha experiencia) y que se suma a un trauma enlazado con la propia casa (la desaparición de su hijo pequeño mientras estaba jugando en el patio). Cuando el protagonista visita la casa acompañado del encargado de administrarla, este último destaca las surrealistas y retorcidas pinturas que realizaba su anterior y finada ocupante.

Estos dos detalles (los traumas de Roger y el oscuro mundo interior de su tía) convierten a la casa no tanto de un proyector de fantasmas como en un catalizador de los miedos de su inquilinos. Así, el progresivo descenso a la locura de ambos (tanto la exmujer de Roger como sus vecinos tachan a Elizabeth de estar loca; el mismo vecino teme por a estabilidad mental de Roger) aporta un componente subjetivo que hace que, durante buen aparte del film, aparezca una cierta ambigüedad por la cual todo esté en la mente del protagonista, enfrentado a sus propios miedos, amplificados por la casa. Una idea subrayada por el hecho de que, cuando se enfrenta al carcomido espectro de Big Ben, pueda hacerle frente en el momento en el que le planta cara, perdiéndole el miedo, como si fuera consciente de que todo el peligro queda limitado a su propia cabeza.

Esta mencionada ambigüedad se traslada a la propia película, la cual maneja elementos e iconos propios del cine de terror para facturar una comedia. La luminosa fotografía, que huye de las sombras habituales del género, nos informa de que el objetivo del título no es el miedo. House. Una casa alucinante se alinea al lado de propuestas tan populares como Un hombre lobo americano en Londres de John Landis y El regreso de los muertos vivientes de Dan O'Bannon (de hecho, el argumentista Fred Dekker reincidiría en este estilo con la más afortunada El terror llama a su puerta). De esta manera, la película producida por el director de Viernes 13 reviste a los lugares comunes del género con un tono cómico, lo cual no significa que se los tome a risa, intentado, al igual que los títulos mencionados, de lograr una parodia del género a la vez que una muestra del mismo (a lo que ayuda el eficaz trabajo del equipo de efectos especiales, capitaneado por los chicos de Dream Quest Image).

Resulta lógico a tenor de lo dicho que el espejo en el que se refleja House. Una casa alucinante no es en iconos del subgénero como Terror en Amityville o Poltergeist. fenómenos extraños, sino en las películas de Sam Raimi, las cuales también buscan el delicado equilibrio entre el terror y el humor, hasta el punto de adelantarse a algunos hallazgos de Terroríficamente muertos, estrenada al año siguiente: las monstuosas y casi lovecraftianas criaturas que acosan al protagonista; las herramientas del cobertizo atacándole; el pez disecado que vuelve a la vida; o Roger defendiéndose con una escopeta de caza. El resultado es un film irremediablemente simpático pero excesivamente liviano, carente de la atmósfera del film de Landis o del arrojo visual de Raimi.

jueves, 19 de mayo de 2011

Terror en Amityville

(The Amityville Horror)
USA, 1979. 117m. C.
D.: Stuart Rosenberg P.: Elliot Geisinger & Ronald Saland G.: Sandor Stern, basado en el libro de Jay Anson I.: James Brolin, Margot Kidder, Rod Steiger, Don Stroud F.: 1.85:1

Amityville es una apacible localidad que se encuentra en el condado de Suffolk, en Nueva York. Con una extensión total de 6.4 km² y con un censo de 9.441 habitantes, contándose hasta un total de 2.266 familias repartidas en 3.434 hogares. Y sería uno de estos hogares el que propició que la villa haya pasado a la historia negra del folklore popular americano. El 13 de noviembre de 1974, en la casa situada en el número 112 de Ocean Avenue, aproximadamente a las tres y cuarto de la madrugada, Ronald DeFeo, de 17 años de edad, asesinó con una escopeta a sus padres y a sus cuatro hermanos, disparándoles mientras dormían indefensos. Una vez detenido por la policía, DeFeo confesaría que unas voces le habían impulsado a cometer tan atroz crimen. DeFeo sería sentenciado a una pena de 25 años de prisión.

Terror en Amityville, película que toma como base el libro de Jay Anson que recogía la tragedia, comienza con un prólogo que escenifica la masacre perpretada por el joven Ronald. Los títulos de crédito nos muestran a la imponente casa recortada sobre un crepusculoso cielo rojizo. Un plano lejano, desde el otro lado de la calle, nos muestra como los disparos iluminan las ventanas de las habitaciones donde reposan los miembros de la familia DeFeo. Como si fueran diabólicos guiños en medio de una tormentosa noche, el ocultar los rostros de las personas involucradas en el acto nos presenta a la propia casa como la protagonista absoluta del horrendo suceso, dándonos a entender desde el principio que los movimientos de Roland están guiados por una fuerza superior que surge del propio edificio.

La acción salta a un año después. El matrimonio formado por George y Kathy Lutz, acompañados de sus tres hijos, sopesan la posibilidad de comprar la misma casa, aprovechando el bajo precio debido a los crimenes que se sucedieron en ella. La primera vez que entran en el lugar, acompañados de la vendedora, la cámara se sitúa en la parte superior de las escaleras, como si alguien o algo les estuviera vigilando. De nuevo, la presencia de la casa como personaje se impone a los protagonistas que la habitan. Si a lo largo del metraje del film se repite la imagen de la fachada de la casa en contrapicado como enlace entre las diferentes escenas es para recordarnos que, a pesar de que la acción se centra en la vida de los Lutz, éstos no dejan de ser unos títeres: la estrella principal de Terror en Amityville es la casa ubicada en Ocean Avenue, el número 112.

La esencia maléfica que se halla en el núcleo del hogar de los Lutz es confirmada con la primera manifestación sobrenatural. El padre Bolen se acerca al lugar para bendecirlo. Para ello, entra solo en la casa y sube al segundo piso. Mientras realiza el oficio en una habitación, la puerta se cierra de golpe y, repentinamente, la estancia se llena de moscas. El nombre de Belcebú, una de las muchas denominaciones de la personificación del Mal dentro de la tradición cristiana, proviene etimológicamente de la palabra hebrea Ba'al Zvuv que significa "El Señor de las Moscas". La utilización de dicho insecto para expulsar a la representación del Bien del lugar es una firma de las fuerzas diabólicas que habitan en la casa.

Pero, a pesar de lo dicho, Terror en Amityville no es tanto una película de casa encantada como de posesiones. Tomando como punto de partida lo narrado en el prólogo, la odisea de los Lutz se convierte tanto en una continuación como una repetición del suceso. El centrar la acción en la paulatina contaminación de las relaciones entre George y Kathy supone un signo de las limitaciones presupuestarias de la película y, como consecuencia, situa al film en una incómoda tierra de nadie: Terror en Amityville no puede ni presumir de un espectacular repertorio de fenómenos poltergeist (como si lo hará el posterior título de Hooper y Spielberg) ni funciona como radiografía del conflicto dramático de una pareja (terreno en el que se desarrollará El resplandor de Kubrick al año siguiente).

Así, a pesar de la atmósfera apuntada en los primeros minutos, Terror en Amityville se estanca en un monótono desarrollo episódico, con diferentes personajes sufriendo los efectos del poder de la casa, e intentando compensar su falta de espectacularidad a través de una grandilocuencia externa concentrada tanto en su excesiva duración como en la histriónica interpretación de algunos actores. En su clímax final, Stuart Rosenberg echa mano de los lugares comunes del subgénero (las paredes que sangran, el crucifijo invertido, las ventanas que estallan, el viento que sopla de ninguna parte) pero la ausencia de un auténtico enfrentamiento demuestra que hasta la propia película es consciente de su estatus de título (muy) menor.

martes, 17 de mayo de 2011

Poltergeist. Fenómenos extraños

(Poltergeist)
USA, 1982. 114m. C.
D.: Tobe Hooper P.: Frank Marshall & Steven Spielberg G.: Steven Spielberg, Michael Grais & Mark Victor, basado en una idea de Steven Spielberg I.: Craig T. Nelson, JoBeth Williams, Oliver Robbins, Heather O'Rourke F.: 2.20:1

No resulta una casualidad que Poltergeist. Fenómenos extraños comience con el himno de los Estados Unidos de fondo, mientras la pantalla muestra una serie de imágenes de corte patriótico distorsionadas. La siguiente escena, sobre la que aparecen sobreimpresionado el título y los créditos, resulta definitoria: una panorámica que nos muestra el idílico barrio residencial en el que se sitúa la acción. Los protagonistas de este popular título representan a la icónica familia americana de su época: el padre viendo el partido con sus amigos; la madre preparando el desayuno mientras sus hijos juegan con la comida; la hija mayor hablando por teléfono hasta altas horas de la noche; el árbol centenario cuya sombra sobre el hogar representa un manto de seguridad. La estampa de un perfecto hogar construído sobre los sólidos pilares del American Way of Life de los 80.

Steve y Diane forman un matrimonio joven que combinan sus fuerzas para tirar hacia delante a su familia (Steve es el vendedor más cualificado de la compañía inmobiliaria para la que trabaja, que es la misma que se encargó de la zona en la que vive; Diane oficia un entierro para el canario que se ha muerto para complacer a su hija pequeña). En la intimidad de su habitación, les vemos fumando un porro y, más tarde, cuando los fenómenos paranormales empiezan a manifestarse, Diane le dice a su marido que retroceda a la época en la que tenía la mente más abierta. Asentados en la comodidad de la estructura familiar de clase media, ambos mantienen todavía un (débil) enlace con un pasado marcado pon un espíritu más libre (de hecho, si hacemos números entre la edad de la madre y la de su hija mayor, descubrimos que la tuvo con sólo quince años).

Cuando Steve descubre que la zona en la que vive fue construída sobre un cementerio, trasladando las lápidas pero conservando las tumbas, se establece un nexo de unión entre su pasado y los ancestrales habitantes originales de la parcela. En el clímax del relato, las tumbas surgirán del suelo, irrumpiendo en los pasillos y las habitaciones; la piscina en construcción se convierte en una fosa común repleta de esqueléticos cadáveres. Los espíritus de los muertos reclaman su propiedad arrasada por el desarrollo de la especulación inmobiliaria dispuesta a borrar con las huellas del pasado en aras de su visión del futuro. El hecho de que su ataque se canalice a través de la perversión de los iconos rectores del hogar americano (la televisión; el árbol centenario) demuestra que el conflicto tiene una base tan territorial como espiritual.

Este enfrentamiento entre lo viejo y lo nuevo (entre el pasado y el presente) que se halla en el núcleo de Poltergeist. Fenómenos extraños también se extiende hacia el exterior. Es decir, a su misma concepción como película. Producida, escrita y montada (sin acreditar) por Steven Spielberg y firmada por Tobe Hooper, la elección por parte del director de Tiburón del director de La matanza de Texas para que apareciera como director de un producto tanto en su forma como en su esencia reconociblemente spilbergiano apunta a un interés por parte del denominado Rey Midas del cine por combinar su concepción del cine fantástico con el del Hooper, como representante de una mirada antitética del cine de terror.

Una combinación que en la pantalla se traduce en un enfrentamiento. Así, Poltergeist. Fenómenos extraños es el desequilibrado resultado entre el fantástico de concepción sentimental de Spielberg y la fisicidad de Hooper. El reparto de tareas, o la imposición de caracteres, es evidente desde el momento en el que se reconoce la mano de cada uno de ellos en cada secuencia, pudiendo distinguir el espectador qué momento pertenece a cual. Que la parte del león se la lleve el director de Lifeforce. Fuerza vital demuestra que, quizás, el acercamiento blando e, incluso, lacrimógeno de Spielberg no era el más indicado para una producción de este tipo, más centrada en el drama familiar que en crear una atmósfera de terror.

Es por esto que a la hora de pensar en Poltergeist. Fenómenos extraños se recuerdan los momentos más intensos: el árbol intentando comerse al pequeño Robbie; la alucinación del parapsicólogo que se arranca su propia cara; el rescate de Carol Anne, con esa cuerda que parece estar cubierta de trozos de carne; Diane siendo arrastrada por las paredes y el techo de su habitación; el pasillo que se alarga o el diabólico payaso. A raíz de esto es fácil pensar que el hecho de que un film tan irregular como Poltergeist. Fenómenos extraños sea considerado hoy un pequeño clásico moderno es a pesar de Spielberg y gracias a Hooper. Pero si tenemos en cuenta que pocos trabajos de Tobe Hooper tienen la fuerza de las escenas anteriormente enumeradas, llegamos a la conclusión de que la (débil) personalidad de Poltergeist. Fenómenos extraños surge, precisamente, de su desigual condición de monstruo bicéfalo.

lunes, 16 de mayo de 2011

Al final de la escalera

(The Changeling)
Canadá, 1980. 107m. C.
D.: Peter Medak P.: Garth H. Drabinsky & Joel B. Michaels G.: William Gray & Diana Maddox, basado en una idea de Russell Hunter I.: George C. Scott, Trish Van Devere, Melvyn Douglas, Jean Marsh F.: 1.85:1

La primera vez que el protagonista de Al final de la escalera visita la imponente mansión que se convertirá en su hogar, la vendedora le comenta que se pensó en convertir el lugar en un museo, pero que, finalmente, no sucedió. "Supongo que las casas están hechas para vivir en ellas", le dice. Esta frase adquiere una escalofriante perspectiva al relacionarla con los travellings que recorren el interior de la casa como si fuera su propio punto de vista. Esta personalización del espíritu de la mansión nos viene a decir que las casas no sólo tienen que vivirse, sino que, además, éstas necesitan ser vividas. Necesitan ser ocupadas por unos inquilinos con los que compartir una misma existencia, entrando en una comunión común.

Tras el prólogo que nos muestra el desgraciado accidente por el cual el compositor John Russell ha perdido a su mujer y a su hija, éste regresa a la casa que compartió con su familia, ahora completamente desnuda, una vez eliminados todos los objetos personales. Aunque a simple vista sus vacías habitaciones podrían darnos la impresión de estar ante un piso nuevo, desocupado, un penetrante sentimiento de anhelo se desprende de sus paredes, como si éstas hubieran absorbido el ambiente familiar que acogieron. Una vez instalado en su nuevo hogar, vemos a John tocando su piano. La cámara se le acerca por la espalda dando la impresión de que alguien le está vigilando. Cuando John abandone la estancia, la cámara encuadra las teclas del piano y una de ellas, de repente, se pulsa sola. La casa se interesa por su nuevo ocupante, analizando con curiosidad aquello que le define (su relación con la música).

No es extraño, por tanto, que la primera vez que John Russell detecta la presencia de lo sobrenatural sea en un momento de debilidad: cuando permanece en la cama llorando, atormentado por el recuerdo del momento en el que presenció la muerte de su familia, unos estruendosos golpes resuenan por toda la casa, como si ésta estableciera una conexión con su pena. A raíz de esto, que Al final de la escalera parta de una tragedia personal para entrar en el terreno del sentimentalismo fantástico resulta lógico. Después de todo, nos encontramos ante dos seres condenados a la soledad causada por la pérdida de sus allegados (la casa ha permanecido inhabitada durante los doce ultimos años, después de los aciagos sucesos acaecidos en ella).

Sin embargo, que a partir de ahí Peter Medak y sus guionistas conviertan el film en un thriller hace de Al final de la escalera una contradicción: una película de casa encantada que no quiere vivir en el terreno de los fantasmas. La atmósfera desarrollada durante la primera parte, situada en el interior de la mansión, que mezcla lo misterioso y lo melancólico, y con escenas tan inquietantes como la pelota que cae por los escalones (y que ofrece la mejor planificación de toda la película, especialmente por ese corte de montaje que dinamita de un plumazo la mirada racional del protagonista), esa atmósfera, decíamos, desaparece para dar lugar a una investigación, alejada del centro del terror, en la que los personajes dejan de ser víctimas del más allá para ser meros mensajeros.

Poco importa que, en su clímax final, Al final de la escalera eche mano del espectáculo pirotécnico (las puertas que se abren y cierran; el fuerte viento que arrastra al protagonista; los espejos estallando; el fuego que recorre la barandilla de la escalera) e incluso apunte alguna idea especialmente afortunada (la fuga mental hacia el pasado de uno de los personajes y que conecta con el presente del protagonista). La moderación en su acercamiento a los fenómenos poltergeist reflejan el acercamiento cauto a lo sobrenatural de un título para el cual lo fantástico no es ni un punto de partida ni un objetivo, sino una excusa.

sábado, 14 de mayo de 2011

El resplandor

(The Shining)
UK/USA, 1980. 119m. C.
D.: Stanley Kubrick P.: Stanley Kubrick G.: Stanley Kubrick & Diane Johnson, basado en la novela de Stephen King I.: Jack Nicholson, Shelley Duvall, Danny Lloyd, Scatman Crothers F.: 1.85:1

Que en El resplandor las manifestaciones sobrenaturales que acechaban a los protagonistas del popular libro escrito en 1977 por Stephen King tardaran sus buenas páginas en aparecer no se debía (al menos, no sólo) a la habitual incontinencia narrativa del autor de Maine, sino a su interés en dar voz propia a sus criaturas, las cuales se pasaban el testigo en cada capítulo, profundizando en su punto de vista. Así, El resplandor no consistía tanto en una actualización del subgénero terrorífico de las casas encantadas, como en un estudio de la crisis doméstica de una familia de clase media americana. Una crisis que el autor de Cujo aprovechaba para filtrar a través de ella sus propios miedos y obsesiones personales, como la figura del escritor enfrentado a la página en blanco o sus problemas con el alcohol. A raíz de esto, El resplandor se nos aparece como un trabajo tan confesional como de vocación de exorcismo, con el cual King rendía su tributo a un género (el de terror, representado por las presencias fantasmales que habitaban el hotel Overlook), imprescindible en su vida a la hora de superar sus problemas y estabilizar su propia existencia.

Desde sus primeras e hipnóticas imágenes, la adaptación de Stanley Kubrick se aleja de las intenciones introspectivas del libro. Los planos aéreos que recorren el paisaje rocoso a través de cuya carretera se desplaza un vehículo que apenas podemos atisbar, empequeñecido por la grandiosidad del escenario que le rodea, delata la presencia de un punto de vista superior que observa los movimientos del protagonista desde su privilegiada posición de demiurgo. Un demiurgo que podríamos identificar tanto como las fuerzas sobrenaturales que surgen de ese centro del caos que es el magnificente hotel Overlook como la mirada del director de Lolita. En todo caso, nos encontramos ante una perspectiva distanciada que, en su lejanía, desvela la insignificancia de unos personajes convertidos en pequeñas criaturas de estudio encerradas en un laberinto experimental.

Así lo confirma los magnéticos travelling que siguen el recorrido del pequeño Danny subido a su triciclo a través de los interminables pasillos del hotel. La utilización de lentes de gran angular convierte las paredes del hotel en una gigantesca presencia constante que rodea a Jack Torrance y a su familia, como si siempre les entuvieran observando. Dicho esto, la mayor diferencia entre la novela adaptada y su traslación a la pantalla grande no se encuentra en la eliminación o, incluso, tergiversación de los hechos narrados, sino en la gelidez con la que se acerca a sus protagonistas: el accidente del pasado por el cual Jack, en plenos estado de embriaguez, rompió el brazo de su hijo pequeño apenas es apuntado en la película, demostrando así su director el poco interés que siente por el aspecto humano de sus objetos de estudio.

Esta fría objetividad (falsa, puesto que si bien el punto de vista no pertenece a ninguno de los protagonistas del film, sí denota la presencia de un observador) se cortocircuita en un momento clave del film: Wendy y Danny juegan en el exterior del hotel y entran en un laberinto construido por enormes setos a modo de paredes; un plano nos muestra el rostro estático, con la mirada perdida, de Jack observándoles desde el interior del Overlook; los travelling vuelven a seguir a Wendy y Danny mientras buscan la salida del intrincado laberinto; volvemos a Jack, quien, apoyado en una mesa, observa una maqueta del mismo laberinto; entonces, irrumpe un plano cenital del laberinto en el cual apenas vislumbramos a su mujer y a su hijo como si fueran hormigas. Ese plano aéreo nos conecta directamente con las tomas desde el helicóptero de los títulos de créditos. El trasvase se ha completado y, a partir de este momento, El resplandor se convierte en la escenificación de la torturada psique de su protagonista, invadida, poseída, por unas intangibles fuerzas que le han analizado, y deconstruído, antes de invadirle.

La "nueva" mirada subjetiva sumerge a El resplandor en el terreno de lo ambiguo. Pero una ambigüedad no centrada en la posible existencia, o no, de fantasmas, sino en su esencia primordial. El hotel parece ofrecer a Jack todo aquello que anhela: un servicial camarero le atiende en un salón vacío, ofreciéndole el alcohol que tanto echa de menos; el encuentro con una atractiva joven desnuda en una de las habitaciones, contrapunto excitante de su anodina esposa. Pero esos caramelos envenenados (la transformación de la chica en una decrépita anciana en avanzado estado de descomposición), ¿suponen la plasmación de las ansiedades de una inestable persona sufriendo una extrema "fiebre de la cabaña"? ¿O, al contrario, sus debilidades son manipuladas por unos intereses ultraterrenales, convertido en una marioneta movida con unos hilos ensangrentados?

Esta ambivalencia es subrayada por contínuas pistas que juegan al despiste con el espectador: el encuentro de Wendy con el espectro del anterior vigilante del hotel nos confirmaría que todo es un juego de tablero organizado por unos espectros vengativos; mientras que la persecución final transforma el laberinto anteriormente citado en los retorcidos meandros de su mente desquiciada, con la nieve que pinta sus verdes paredes de un blanco cegador como testimonio de la acción de la locura, que se ha apoderado de su consciencia. El plano final que cierra El resplandor no sólo no responde las preguntas, sino que ahonda en ellas, conectando con el mensaje pesimista de la filmografía de su director y penetrando en el territorio del terror metafísico: el ser humano como una mota de polvo insignificante perdido en el medio de un todo que ni entiende ni comprende y a merced de unas fuerzas cuya presencia, y poder, jamás logrará asimilar.

martes, 10 de mayo de 2011

Pistola de clavos

(The Nail Gun Massacre)
USA, 1985. 81m. C.
D.: Bill Leslie & Terry Lofton P.: Terry Lofton G.: Terry Lofton I.: Rocky Patterson, Ron Queen, Beau Leland, Michelle Meyer F.: 1.85:1

Pistola de clavos comienza directamente mostrándonos la violación múltiple a la que es sometida una desgraciada joven por parte de un grupo de rudos trabajadores de la construcción. La secuencia se corta de seco para pasar, sin solución de continuidad, a un escenario diferente: una mujer tiende la ropa acompañada de su hijo, apenas un bebé, mientras su orondo marido la llama a gritos desde el interior de la cabaña que tienen en medio del bosque. Un misterioso individuo, vestido con un traje de camuflaje y un casco de motorista negro, penetra en la casa y acribilla a quemarropa al hombre con la pistola de clavos que porta. Son dos escenas que comparten su falta total de explicaciones, su renuncia a situar al espectador en un contexto concreto. De hecho, a pesar de lo que pudiera pensarse en un primer momento, estas dos situaciones están separadas por un periodo de tiempo inconcreto que nos es ocultado con una radical elipsis. Parece claro que los directores del film quieren ahorrar a su público cualquier tipo de información adicional más allá de la acción pura. El hecho en sí mismo considerado.

Así, Pistola de clavos supone un cruce entre el concepto básico del rape & revenge de La violencia del sexo y el bricolaje granguiñolesco de Viernes 13. Modelos a los que Pistola de clavos desnuda de cualquier efectismo o perspectiva épica, como si sus autores quisieran mostrar el lado convencional del psychokiller, privado por completo de su componente mitológico y evidenciando su esencia mundana: un demente vestido con un traje estrafalario y matando indiscriminadamente a cualquiera que se cruce en su camino. Es por esto que todas las apariciones del asesino son planificadas adoptando el punto de vista distanciado de un par de testigos que intentan contener la risa ante el ridículo espectáculo que presencian: la torpeza del asesino, su total falta de elegancia y sus posturas risibles desvelan la condición antiépica de Pistola de clavos. Sin ir más lejos, los títulos de crédito carecen de música, siendo acompañados por la carcajada deformada del psicópata: cualquier elemento dramático es desechado por un enfoque naturalista.

Un naturalismo que, en su rechazo de los tópicos atmosféricos del cine de terror, significa igualmente una postura cómplice y honesta con su espectador. Tras los créditos, se nos muestra a una pareja retozando en la cama. Cuando el chico se marcha a cortar madera (sic), ella, vestida únicamente con unas minúsculas bragas blancas, se acerca a un espejo para peinarse. Un zoom se acerca al mencionado espejo, dirigiéndose a los pechos de la chica, hasta que estos ocupan todo el encuadre. Esta chica no saldrá más en todo el metraje. No hace falta. Con ese zoom los directores evidencian el motivo de la presencia de ese personaje así como de la actriz elegida. El desnudo femenino como centro gravitacional del slasher que Pistola de clavos vacía de hipocresía.

Bill Leslie y Terry Lofton son conscientes de que las víctimas son la representación humana del psychokiller, cuya abstracción (pues carece de identidad) contrasta con la carnalidad de sus objetivos. Es por ello que a lo largo de Pistola de clavos presentan un diverso mosaico humano, evidenciando las complejidades y contradicciones de cada uno de nosotros. Si algunos personajes son presentados en un plano para morir en el siguiente (un ejemplo de esas víctimas anónimas que llenan las páginas de las crónicas de sucesos) y otros desaparecen de la historia de golpe (como alguien que nos es presentado en un momento para no volverle a ver), hay casos en los que la cámara, y el ritmo, se detienen como si se acercaran a ellos como si fueran objetos de un estudio antropológico: las largas escenas, casi en tiempo real, que nos muestra a diferentes parejas en distintas acciones (una de ellas copulando apoyados en un árbol; el bochorno de un chico descubierto con su nueva conquista por un ligue al que no volvió a llamar; las complicaciones para hacer el amor cómodamente en las reducidas dimensiones de un coche) convierte a Pistola de clavos en una reflexión acerca de las dificultades (físicas y sentimentales) de las relaciones de pareja en tiempos modernos.

Naturalidad, honestidad, búsqueda de la verdad. A estas alturas huelga decir que nos encontramos ante un film de marcada vocación documental disfrazado de obra de ficción. La torpeza de su puesta en escena (buscando antes el mostrar que el adornar); su apuesta por desmontar los golpes de efecto del género (el antológico plano que nos muestra al asesino sumergido en la piscina mientras su futura víctima pasa a su lado sin percatarse de su mortífera presencia); las punch lines dirigidas al espectador con las que el asesino remata sus sangrientas hazañas y el reflejo del operador de cámara en la carrocería de un coche no dejan lugar a dudas: Pistola de clavos es un virtuoso ejemplo de slasher vérité.

lunes, 9 de mayo de 2011

The Disappearance of Alice Creed

(The Disappearance of Alice Creed)
UK, 2009. 96m. C.
D.: J. Blakeson P.: Adrian Sturges G.: J. Blakeson I.: Martin Compston, Eddie Marsan, Gemma Arterton F.: 2.35:1

El comienzo de The Disappearance of Alice Creed nos muestra el acto del secuestro como un ejercicio ritual que se esconde entre los pliegues de la cotidianidad. Durante esos primeros minutos seguimos a dos personajes anónimos mientras se equipan, comprando diferentes objetos (una cuerda, un taladro, una cama); acondicionando una casa (insonorizando una habitación; tapando las ventanas; colocando candados y cadenas de seguridad en las puertas); preparando una vieja furgoneta (cambiando las matrículas; asegurando correas a las puertas). No dicen ni una sola palabra. Tampoco hay dudas. Sólo movimiento y premeditación. Esta mirada fría, sin efectismo melodramáticos, llega a su culmen con el secuestro en sí, eludido a través de una elipsis que certifica el acercamiento desdramatizado a un suceso trágico.

Este tono casi documental, subrayado por la ausencia total de créditos (título de la película incluído), continúa y se potencia con la llegada a la casa preparada para mantener encerrada a la chica secuestrada, en el que The Disappearance of Alice Creed se convierte en un catálogo didáctico del modus operandi de un secuestro realizado con el desapasionamiento de un profesor dando una lección a una clase que toma apuntes. Todos los aspectos morbosos quedan anulados por su sentido de la funcionalidad: cuando la chica, la Alice Creed a la que alude el título, es desnudada por sus captores no es por motivos sexuales, sino para fotografiarla en toda su vulnerabilidad de cara a enviar las fotos en busca de un lucrativo rescate; el obligarla a hacer sus necesidades delante de los secuestradores no busca regodearse en su humillación, sino una mera medida de seguridad. Durante este primer tercio de metraje desconocemos los nombres de los protagonistas, ahondando en su despersonalización, definiéndoles como figurantes antes que como personajes.

Pero una vez planteada la situación, el director y guionista J. Blakeson nos va descubriendo las oscuras motivaciones de cada uno de ellos. A partir de ese momento, The Disappearance of Alice Creed se descubre como un tenso thriller que aprovecha el naturalismo de las escenas anteriores para dibujar con precisión la clautrofóbica atmósfera en la que se desarrollan los hechos. El minimalismo de su escenografía (la acción se sitúa casi en su integridad en la austera casa; sólo tres actores) sirve de metáfora del callejón sin salida por el que se mueven los personajes, abocados por sus propias acciones a un abismo en el que la moralidad es la antítesis de la supervivencia.

La misma casa simboliza como los personajes están aislados de la realidad, encerrados en su propio laberinto de pasiones: cada vez que los secuestradores salen de la casa, vemos que la parte de la puerta que da al exterior tiene la forma de una corriente puerta de cualquier hogar. Una cotidianidad que contrasta con el papel rojo que empapela las paredes del salón, retratando tanto el infierno personal de sus inquilinos como su aciago destino marcado por la sangre; igualmente, el color negro de las paredes de la habitación en la que permanece encerrada Alice representa su condición de víctima, inicialmente ignorante de los motivos de los sucesos que le están ocurriendo (de hecho, cuando descubra la verdad de todo, la pared será agujereada por un disparo, como si ese agujero evidenciara la manera con la que un minucioso y calculado plan se viene abajo).

La estructura de The Disappearance of Alice Creed se conforma de una serie de set pieces de suspense al límite (el casquillo que se niega a desaparecer; la desesperada llamada a la policía), con contínuos giros que son la consecuencia directa de las ambiguas (y casi contradictorias) personalidades de los integrantes, quienes parece que siempre tienen una careta de repuesto bajo la que ocultan sus secretas motivaciones. No es extraño que todo se resuelva fuera de las cuatro paredes en las que se ha incubado el drama, como si los protagonistas ya estuvieran libres de sus cadenas (físicas y psicológicas) y por fin se mostraran como son realmente. En The Disappearance of Alice Creed la línea entre los buenos y los malos, entre la víctima y sus verdugos, no sólo es fina, sino que se llegan a confundir, mostrándonos un universo descarnadamente darwinista, en el que la capacidad de adaptación y engaño en un territorio hostil es imprescindible para la supervivencia del sujeto.

viernes, 6 de mayo de 2011

Thor

(Thor)
USA, 2011. 114m. C.
D.: Kenneth Branagh P.: Kevin Feige G.: Ashley Miller, Zack Stentz & Don Payne, basado en una idea de J. Michael Straczynski & Mark Protosevich, basado en el personaje creado por Stan Lee & Jack Kirby I.: Chris Hemsworth, Natalie Portman, Tom Hiddleston, Anthony Hopkins F.: 2.35:1

Si consideramos a los superhéroes creados por la editorial Marvel Comics, al menos en su versión fundacional, como los representantes de un nuevo canon mitológico esencialmente norteamericano, el personaje de Thor, creado en su versión superheróica por Stan Lee y Jack Kirby en 1962, resulta una figura significativa en el panteón de la casa de las ideas. La natural fusión de la figura de la mitología nórdica (y el universo que la acompaña) con la perspectiva heróica del héroe con tan asombrosos poderes como problemas cotidianos parecía funcionar como la oficialización de sus orígenes legendarios. No ha de extrañarnos, a raíz de esto, que las mejores historias protagonizadas por el dios del trueno sean aquellas que le sacan de nuestro entorno común para sumergirlo en epopeyas cósmicas. Es decir, aquellas en las que se apuntaba a la esencia primigenia del superhéroe (de hecho, en su gloriosa etapa a cargo del personaje, Walter Simonson se deshizo de la encarnación humana de Thor para centrarse en el alcance de su figura mítica).

El estilo pomposo y afectado del que hacían gala los diálogos de Stan Lee se tornaban naturales en boca de los habitantes de Asgard, los cuales habían nacido para hablar con semejante postura altisonante. La elección de Kenneth Branagh para adaptar al cine a Thor funciona en dos sentidos: por un lado, el seguir apostando por un tipo de director alejado del terreno de los blockbusters pero de marcada personalidad tras los éxitos cosechados por Bryan Singer, Christopher Nolan o, relativamente, Ang Lee; y por otro, el intentar aprovechar los conocimientos shakespeareanos sobre los que Branagh ha asentado su prestigio. A tenor de esto último, el trabajo del director de Enrique V, Hamlet o Mucho ruido y pocas nueces le convertía en la personalidad lógica a la hora de canalizar el rimbombante estilo de Lee en la pantalla.

Toda la intensidad, fuerza y emoción de Thor queda comprimida en los primeros veinte minutos de metraje, los cuales funcionan con la inmediatez y eficacia de un comic-book de veintidós páginas. La película comienza en medio de un sombrío desierto para, a continuación, saltar a la majestuosidad del universo asgardiano, perfecta representación del imaginario de Jack Kirby y que presentado por la gravedad narrativa del mismísimo Odín despierta el sentido de la maravilla del espectador sumergido, de golpe, en el territorio de la fantasía. El viaje de Thor y sus acompañantes a través de las estrellas hasta el reino de los gigantes de hielo, así como su enfrentamiento contra estos últimos (con los movimientos y posturas clásicas del personaje: volando agarrado de su martillo; haciendolo girar mientras es rodeado por sus enemigos; golpeándo el suelo mientras un rayo barre con sus contrincantes), supone la representación fidedigna de las hazañas de Thor en las viñetas.

Tras este comienzo, más representativo que narrativo, Thor, debido a su aptitud arrogante y temeraria, es exiliado a la Tierra, donde será despojado de sus poderes. Al contrario que en la idea original de Lee y Kirby, Thor no se encarna en un simple mortal quien, inicialmente, no es consciente de su condición de dios, sino que conserva su memoria (al igual que en la mencionada etapa de Simonson) lo que le sirve a Branagh para sustituir la fantasía por la comedia de equívocos. A partir de aquí, las lecturas de Thor se multiplican apuntando tanto a su origen como a las consecuencias de su entrada en esa otra mitología americana moderna que es la construida por la industria de Hollywood.

Si decíamos que las aventuras que protagonizaba Thor en nuestro planeta no eran tan emocionantes como sus batallas espaciales, la película parece querer representar esa misma diferenciación. Tras la explosiva batalla en Jötunheim, las aventuras en nuestra Midgar entran en el terreno de lo convencional, tanto en su relación con Jane Foster como en la búsqueda de su Mjolnir, evidenciando la importancia de Thor no tanto como adaptación independiente sino como parte de un proyecto de mayor envergadura. Consecuencia tanto de las actualmente aclamadas estructuras televisivas como de los mecanismos de los crossovers propios de los comics de superhéroes, Thor se nos aparece como un episodio piloto destinado a facilitar la información que le corresponde pero sin levantar mucho su propia voz.

Finalmente, poco importa que la pelicula venga firmada por Kenneth Branagh o por otro (quizás únicamente detectable en la limpieza de las escenas de acción o puntuales encuadres que ayudan a subrayar la majestuosidad de los personajes -el travelling que sigue a Loki levantandose de su recién estrenado trono o el plano final con los perfiles de Odín y Thor recortados sobre el brillante crepúsculo asgardiano-), meros oficiantes en un gigantesco producto delimitado con tiralíneas en el que las partes son simples consecuencias de un todo futuro. Pero como si su director fuese consciente de estas limitaciones, reparte por el metraje diferentes pistas de las bases del proyecto: Thor descubriéndole a Jane que su planeta, que ella creía único, en realidad es uno más de un conjunto de nueve reinos; un guardia de seguridad describe a los compañeros de Thor a través de sus, para él, ridículos atuendos. Perfectas metáforas de la perspectiva distanciada de unas cabezas pensantes que, en realidad, no conocen ni respetan las creaciones que tantos réditos económicos les aportan.

jueves, 5 de mayo de 2011

M. El vampiro de Düsseldorf

(M)
Alemania, 1931. 105m. C.
D.: Fritz Lang P.: Seymour Nebenzal G.: Thea von Harbou & Fritz Lang I.: Peter Lorre, Ellen Widmann, Inge Landgut, Otto Wernicke F.: 1.20:1

El hecho de que M. El vampiro de Düsseldorf suponga la primera película sonora de Fritz Lang es un dato que no es necesario buscar en los libros de historia cinematográfica, sino que es constatable en el propio film en, al menos, tres sentidos: por un lado, se hace gala de cierta verborrea, con las palabras acompañando los planos de toda una escena; lo cual nos lleva a anotar cierto acercamiento experimental, con el sonido no sólo como parte integrante de la acción, sino utilizandolo para crear una atmósfera o correlacionar diferentes secuencias; pero, como si todavía Lang no quisiera desprenderse de las herramientas expresivas desarrolladas en el cine mudo, en M. El vampiro de Düsseldorf vuelve a mostrar una total confianza en el propio poder de las imágenes a la hora de desarrollar una historia.

Esto último resulta evidente en la secuencia de apertura de la película, la cual sirve para sintetizar tanto el argumento como los objetivos de sus creadores. El primer plano consiste en una toma en picado de un grupo de niños que están jugando. Uno de ellos se encuentra dentro de un círculo formado por el resto, mientras pasa de uno a otro con su dedo mientras canta una canción de tono infantil pero que alude a los recientes asesinatos de niños que se suceden en la ciudad. Una manera de mostrar como el misterioso asesino ha llegado a formar parte permanente del entorno cotidiano de sus propias víctimas, estando su espíritu presente incluso en los juegos infantiles, transmutándose en una especie de ser mitológico contemporáneo.

En ese mismo escenario, un bloque de apartamentos, una mujer prepara la comida mientras espera que su hija regrese del colegio. Los minutos pasan y la mujer mira con desesperación el paso de éstos en el reloj de la pared. Los sonidos del reloj, marcando el transcurrir del tiempo y los sonidos que se escuchan desde las escaleras o desde el patio sirven para transmitir la angustia de la madre, retratando a través de su entorno el dolor que empieza a apoderarse de su interior. Esta secuencia se ve interrumpida por una serie de acciones paralelas que nos muestran a una niña que es acompañada por un hombre al que no llegamos a verle la cara. Los dos planos finales (un plato vacío colocado en la mesa y una pelota que sale de un arbusto para detenerse en medio de la nada) sirven para unificar ambos momentos y relacionar a la hija con su madre. Los dos elementos que deberían estar acompañados de su presencia (el plato para comer y la pelota para jugar), al aparecer vacios, suponen una confirmación de la muerte de la pequeña.

De lo particular pasamos a lo general. Una vez conocido el crimen e informado a los ciudadanos a través de la prensa, la ciudad se convierte en una masa colérica que, en sus ansias de venganza, canaliza sus miedos y sus odios en la figura del asesino, sirviéndoles para mirar con desconfianza a su alrededor. El amable vecino se transforma en un sospechoso y un acto de amabilidad puede ser el signo de un acto sanguinario. A pesar de ser uno más dentro de una serie macabra, el primer crimen que abre M. El vampiro de Düsseldorf será el único que se muestre en la película. Y es así porque a Lang no le interesa tanto la identidad del criminal o sus estremecedores actos como el radiografiar los oscuros impulsos que mueven a un entorno ordenado. Así, la primera vez que aparece el asesino, sólo vemos su sombra cubriendo un papel en el que se informa de sus crímenes: el asesino no como una presencia real, un cuerpo, sino como una fuerza inconcreta y abstracta que se nutre del odio gestado en las calles por las que se mueve.

Que el grupo de vigilancia que se crea para atrapar al asesino esté formado por criminales, cansados de que la policía les acose con contínuas redadas en la búsqueda del primero, supone una siniestra paradoja que evidencia el pesimista discurso del director: una sociedad retroalimentada en su propio caldo de cultivo. La utilización de nuevo del montaje paralelo para hermanar los diferentes planes de los delincuentes y de la policía difumina las línea de separación entre la ley y el crimen y, de manera alegórica, entre el Bien y el Mal. La creación de un jurado popular formado por esos mismos delincuentes significará una escalofriante parodia de la justicia, por la cual la instrumentalización de la justicia dará paso a la imposición del horror.

Dos años después, tras realizar El testamento del doctor Mabuse, Fritz Lang huirá de Alemania tras recibir una propuesta por parte de Joseph Goebbels para hacerse cargo de los estudios UFA. Esta huida del régimen nazi, quienes reciéntemente habían ascendido al poder, convierte a M. El vampiro de Düsseldorf en una sombría obra profética de una sociedad que incuba el Mal en su seno amparándose en la protección de los inocentes. Lang no nos muestra el juicio legal, cortando cuando los jueces abren la sesión: el demoledor último plano con el que finaliza M. El vampiro de Düsseldorf no puede ser más pesimista: ya no hay lugar para la justicia o la ley. El Horror está caminando entre nosotros y su Imperio está preparado para erigirse por encima del mundo entero.

lunes, 2 de mayo de 2011

Belle Toujours

(Belle Toujours)
Portugal/Francia, 2006. 65m. C.
D.: Manoel de Oliveira P.: Miguel Cadilhe G.: Manoel de Oliveira I.: Michel Piccoli, Bulle Ogier, Ricardo Trêpa, Leonor Baldaque F.: 1.66:1

Belle Toujours comienza con un plano fijo que nos muestra a una gran orquesta interpretando la Sinfonía nº 8 en sol mayor-Op. 88 (movimientos 3 y 4) del compositor Antonín Dvorák. El fondo negro ante el que están situados se asemeja a una pantalla de cine sobre la cual aparecen los créditos de la película. Cuando los contraplanos nos muestran a los protagonistas de Bella de día, unos envejecidos Henri Husson y Séverine Serizy, asisitiendo con aparentes síntomas de aburrimiento al concierto, Manoel de Oliveira hace evidentes sus intenciones: su película no supone tanto una continuación (o epílogo) del film de Luis Buñuel y Jean-Claude Carrière como una reflexión realizada desde la perspectiva del tiempo pasado que sirve a la vez de desmitificación.

Desde la privilegiada posición de su edad casi centenaria (contaba 97 años en el momento de su producción), el director portugués echa la vista atrás para recuperar a unos personajes míticos encerrados en una campana atemporal para sacarlos a la superficie. El director de Palabra y utopía utiliza como pretexto para volver a juntar a dichos personajes la elipsis que cerraba Bella de día y que dejaba la duda de si Husson había contado al marido de Séverine la vida secreta de su esposa. Que al final de Belle Toujours esa incertidumbre se quede sin respuesta confirma su condición de Mcguffin: lo importante no es tanto lo que se tienen que decir, sino la visualización de sus rostros marcados por el paso de casi cuatro décadas.

La condición de ensayo cinematográfico confiere al título una estructura de marcado formalismo con las diferentes escenas separadas por interludios en forma de panorámicas de la ciudad de París acompañadas por música clásica. Que los fragmentos escuchados correspondan a la misma sinfonía escuchada en la apertura de film refuerza la sensación de encontrarnos en el interior de esa metafórica sala de cine observando una proyección. La puesta en escena estática, carente de movimientos de cámara, y la calculada e igualmente hierática posición de los actores en el interior de los escasos y reiterativos escenarios aportan una atmósfera artificiosa que contrasta con los humanizados semblantes de los protagonistas, quienes arrastran una melancolía como si fuese una herida en la que el paso del tiempo se encargara de escarbar.

Dividida en dos partes, la primera transcurre casi en su integridad en la barra de un lujoso restaurante en el que Husson conversará con el joven camarero bajo la atenta mirada de dos prostitutas. Dicha conversación sirve, por un lado, para realizar una sinopsis de los sucesos acontecidos en Bella de día, pero también para enfocar los temas de aquel film desde la perspectiva actual a golpe de whisky doble sin hielo. La imagen de un Husson pegado a un vaso y rememorando su pasado ante la sorprendente mirada del camarero -quien apenas puede concebir las perversiones que le son relatadas- y los interesados acercamientos de las prostitutas -cuyo inocente exhibicionismo supone la antítesis de la oscura clandestinidad de los sucesos narrados- le otorga una condición crepuscular que empapa a todo el film, con la añoranza de unos tiempos pasado quizás no mejores, pero sí más intensos; tan sugerentes como dolorosos.

La segunda parte se centra en una cena a la luz de las velas en una desnuda habitación entre Husson y Séverine. Un encuentro marcado por el silencio mientras son atendidos por los sirvientes y consumen la comida bajo la fuerte iluminación de las lámparas de electricidad. Una vez solos y sumidos en la penumbra de la tenue luz de unas velas a punto de apagarse, ambos ya pueden comunicarse como si la oscuridad de la sala reflejara que sus palabras surgen de sus almas y no de sus conocidos semblantes de prestigiosos actores franceses. Han pasado 37 años desde Bella de día y De Oliveira, más viejo y más cansado por esos mismos años, se interesa por el envejecimiento de los protagonistas de aquel film, desprovistos del glamour de su época y mostrados con la humanidad del ahora: él, un alcohólico solitario aprisionado en un pretérito quizás no del todo aprovechado; ella, arrepentida de sus excesos masoquistas juveniles y dispuesta a encerrarse en un convento. Dos personas que sufren las consecuencias de los actos de sus personajes.

La cena resulta tan breve como anticlimática su resolución. El último plano nos muestra a los sirvientes recogiendo los restos mientras no paran de repetirse lo extraños que eran los comensales. La ritualizada manera en la que retiran los platos y ordenan la habitación les transforma a ojos del espectador en sendos ayudantes desmontando los decorados una vez los actores se han retirado. Los créditos transcurren por la pantalla mientras volvemos a oir la obra de Dvorák. La obra terrenal ha finalizado y los personajes pueden volver al limbo eterno de los mitos del cine al que pertenecen.

domingo, 1 de mayo de 2011

Bella de día

(Belle de jour)
Francia/Italia, 1967. 100m. C.
D.: Luis Buñuel P.: Raymond Hakim & Robert Hakim G.: Luis Buñuel & Jen-Claude Carrière, basado en la novela de Joseph Kessel I.: Catherine Deneuve, Jean Sorel, Michel Piccoli, Geneviève Page F.: 1.66:1

La célebre secuencia inicial de Bella de día nos presenta a su protagonista, Séverine Serizy, quien, junto a su marido Pierre, pasean plácidamente en un carruaje que recorre un solitario camino delimitado por una frondosa arboleda de hojas otoñales. A pesar del exiguo compartimento, inabarcables distancias parecen separar a la pareja. Finalmente, Pierre, cansado de la aptitud de su esposa, la obligará a bajar y la arrastrará literalmente al interior del bosque, donde Séverine será fustigada por los conductores del vehículo. El tono sadiano de la escena se ve interrumpido al cortar a un escenario bien diferente: el matrimonio se prepara para acostarse, cada uno en una cama diferente. Cuando Pierre intenta intimar con su mujer, ésta lo rechazará, al igual que lo hizo en la secuencia anterior, pero ahora Pierre se retirará sumiso a su cama.

La participación de Catherine Deneuve como principal protagonista convierte a Bella de día en una prolongación de la subyugante Repulsión, de Roman Polanski. Al igual que ocurría con Carole, la Séverine del film de Buñuel esconde tras su apariencia adulta una identidad infantil: una niña con cuerpo de mujer que ve en las relaciones sexuales una agresión, una violenta dominación de su ser. Y, al igual que en aquel film, la protagonista utilizará la fantasía como fuga mental con la que retratar, a la vez que penetrar, en sus miedos. Pero si en Repulsión esos miedos se traducen en forma de pesadilla, aquí, en cambio, toman la forma de las más profundas obsesiones de su protagonista: a lo largo de dichas fantasías, Séverine será azotada, ambadurnada de barro, atada a un árbol, manifestando su necesidad de ser poseída, descubriendo una serie de pulsiones masoquistas que suponen la respuesta interna a su aparente frigidez externa.

Entremezcladas con esas fantasías, se muestran unos flashbacks que nos remiten a la infancia de Séverine cuyo objetivo parece ser reflejar los orígenes de su actual actitud hacia el sexo: en el primero, la vemos siendo manoseada por un adulto; en el siguiente, Séverine se niega a abrir su boca para recibir la hostia sagrada de manos del sacerdote durante su primera comunión. Ambos instantes nos dibujan una atmósfera represiva que bien podría explicar el introvertido comportamiento de Séverine, pero que, tal y como aparecen incluídos en el relato, podrían igualmente ser un producto de su imaginación en su intento por construir una base primigenia sobre la que sostener su temeroso presente.

Como decíamos líneas arriba, Séverine pasea por la vida con una mira absolutamente infantil. Algo que queda claro cuando su amiga le informa de que una conocida común ha empezado a trabajar como prostituta. Séverine se sorprenderá ante esta información, no tanto por el destino de la chica, sino por su desconocimiento de la existencia de los burdeles clandestinos. Para sus ojos, el mundo es un lugar puro, limpio y ordenado, despojado de cualquier elemento erótico o sexual. Ante este descubrimiento, la protagonista se verá atraída hacia un prostíbulo situado en un apartamento como si la llama que se agita en su interior la obligara a introducirse en el lugar, a pesar de las reticencias de ella (el excelente plano que enfoca sus pies subiendo las escaleras del edificio nos muestra como está siendo guiada no tanto por su conciencia como por una fuerza interior).

Una vez que ella misma empieza a trabajar en dicho burdel, Bella de día confirma el componente fantasioso del film. Los diferentes encuentros de Séverine con sus clientes se componen de una serie de set pieces, de episodios casi independientes, a modo de microrrelatos en el interior del film, subrayando su artificiosidad, su componente de ficción. En dichas escenas, el aspecto físico está casi ausente en su totalidad, puesto que el problema de Séverine no viene tanto de su cuerpo como de su mente.

Si inicialmente la realidad y la fantasía se ven separadas en todo momento, a medida que el relato progresa y la protagonista va perdiendo su gélida postura, dando muestra de una calidez insospechada, esa dicotomía se irá difuminando, como si la perspectiva interior y exterior se fueran fundiendo, haciéndose una misma. En este sentido funciona el "trabajo" que Séverine hace para un misterioso hombre de tendencias necrófilas, el cual hace gala de una atmósfera sombría que rompe la luminosidad general y que, tal y como se nos muestra, no nos queda claro si es real o no (el cameo del propio Luis Buñuel podría entenderse como una firma que señalara su carácter de ficción); o la aparición de unos peculiares gangsters cuyos crípticos chanchullos introducen una serie de elementos genéricos (la muerte de uno de estos sujetos, afectada y casi expresionista, acentúa la impresión de que el universo cotidiano de Séverine se ha visto contagiada por la presencia del melodrama).

Hacia el final de Bella de día, Buñuel compone un plano revelador: una panorámica del edificio en el que vive Séverine sobre la que superpone la transparencia del escenario ficticio en el que comenzaba la película: la fusión a la que aludíamos anteriormente está ha punto de completarse. El objetivo de la protagonista no ha sido hacer realidad sus deseos más ocultos, sino tomar la rienda de esos deseos. Así, Bella de día finaliza, al igual que se iniciaba, en el terreno de lo inconcreto, con una diferencia: la acción se sitúa en el familiar escenario del hogar: Séverine se ha convertido en la protagonista, dueña y señora de sus fantasias, de todo su mundo.