jueves, 30 de junio de 2011

Poltergeist II. El otro lado

(Poltergeist II. The Other Side)
USA. 1986. 91m. C.
D.: Brian Gibson P.: Michael Grais & Mark Victor G.: Michael Grais & Mark Victor I.: JoBeth Williams, Craig T. Nelson, Heather O'Rourke, Oliver Robins

Poltergeist II. El otro lado comienza presentándonos a un nuevo personaje, Taylor, un indio chamánico que contacta con un espíritu que habita en lo alto de una montaña en medio del desierto. En el momento en el que Taylor recibe una especie de energía en forma de humo, una serie de rápidos flashes que recuperan escenas del final de Poltergeist. Fenómenos extraños nos informa de dos cosas: que el terror no terminó con la desaparición de la casa (plegándose sobre sí misma) en el inolvidable clímax del film de Tobe Hooper; y que el ritual mágico que presenciamos va a ser un aspecto clave en el discurrir del film. Pero si estos datos sirven para empezar a situar al espectador en el nuevo entramado argumental, el trabajo de planificación de Brian Gibson aporta una información extra: el esfuerzo en la escenificación del ritual (el cielo nocturno intensamente estrellado, los cánticos indios, el rictus concentrado de Taylor, el fuego azul que sale de la fogata) tiene algo de impostado, de artificioso. Y es en esa fractura que surge entre la seriedad con la que sus autores presentan los hechos y lo irrisorio de los resultados de su puesta en escena donde Poltergeist II. El otro lado nos muestra su auténtica esencia.

En este sentido, la siguiente secuencia no puede ser más esclarecedora. Conduciendo su desvencijada camioneta, Taylor recorre la calle principal de Cuesta Verde, la urbanización en la que sucedían los hechos del primer film, rebosante de vida y prosperidad antaño y ahora convertida en un pueblo fantasma con las casas abandonadas y casi en ruinas. Incluso vemos como por la acera se mueve mecido por el viento un matojo rodante digno de un western: sin duda, estamos en el terreno del cliché y de la evidencia. Que el primer personaje rescatado de Poltergeist. Fenómenos extraños no sea la familia protagonista, sino la médium encarnada por Zelda Rubinstein, que funcionaba a modo de contrapunto cómico en aquella, confirma que con Poltergeist II. El otro lado, antes que un film de terror, nos encontramos ante una parodia.

Los fantasmas han vuelto y, de nuevo, se quieren llevar con ellos a la pequeña Carol Anne. Pero esta vez la familia Freeling no está sola y contarán con la ayuda de Taylor para combatir a las fuerzas sobrenaturales que les acosan. Una vez más, será un diálogo entre Diane y su marido Steve en la intimidad de su dormitorio el que nos evidencie el mensaje de la película. Si en la entrega precedente se nos presentaba a una familia de clase acomodada que aún conservaban los últimos vestigios de su juventud, aquí descubrimos que ese pasado rebelde nunca existió. Diane le dice a su marido que él nunca fue un hippie auténtico, que siempre amó el dinero. Es este corazón capitalista el que ha llevado a los Freeling a un callejón sin salida tras perder (literalmente) su hogar: acuciados por las deudas, casi en la bancarrota y con Steve refugiándose en la bebida, su unidad familiar se resquebraja. Por tanto, lo fantástico vuelve a hacer acto de presencia al más puro estilo deus-ex-machina para volver a unirles. En este caso en la forma de Taylor, quien con sus enseñanzas y filosofía vital les enseñará que su auténtica fuerza reside en su amor colectivo y no en lo material.

Quizás por esa razón, ahora el Mal adquiere una mayor fisicidad que intenta doblegar sus espíritus. Al contrario que en el anterior film, aquí la amenaza aquiere forma en la figura de un decrépito predicador que parece la versión fantasmagórica del Robert Mitchum de La noche del cazador y que aporta el mejor momento del film: el breve flashback que nos relata el pasado de tan siniestra entidad como líder de una secta apocalíptica. Igualmente, los poltergeists que se suceden sustituyen las sillas que se mueven y las luces que parpadean por criaturas monstruosas como el gusano de la botella de tequila gigante que vomita Steve o esa columna cárnica formada por un grupo de cabezas implorantes, en cuyos diseños retorcidos y viscosos se nota la mano de artista suizo H.R. Giger.

La familia descubre que si quieren librarse de una vez por todas del acoso de lo sobrenatural deberán viajar todos al Más Allá para combatir al Mal en su propio terreno y vencerlo para siempre. Para ello, Taylor iniciará a Steve en una ceremonia chamánica que, definitivamente, convierte a Poltergeist II. El otro lado en una atracción de parque temático. Cuando minutos antes el propio Steve le decía a su esposa que una vez leyó un libro sobre los nativos americanos pero que no se lo terminó, la película está reconociendo su acercamiento voluntarioso pero decididamente risible al tema. De esta manera, ese viaje al otro lado sólo podía tomar la forma de un espectáculo camp más digno de un episodio de Star Trek que de un film de horror.

Y es que si hay algo realmente escalofriante en Poltergeist II. El otro lado, ésto se concentra en el personaje de Carol Anne. Durante toda la película la pequeña no deja de hacer gala de sus dotes parapsicológicas y tanto su abuela como Tangina insisten en sus excepcionales dotes como videntes. Así, la escena en la cual Carol Anne le dice a su abuela que nunca quiere crecer toma la forma de una macabra premonición acercar del trágico futuro cercano que le deparaba a su actriz Heather O'Rourke.


domingo, 26 de junio de 2011

El padrino

(The Godfather)
USA, 1972. 175m. C.
D.: Francis Ford Coppola P.: Albert S. Ruddy G.: Mario Puzo & Francis Ford Coppola, basado en la novela de Mario Puzo I.: Marlon Brando, Al Pacino, James Caan, Robert Duvall

Que a pesar de contar con un metraje generoso, Francis Ford Coppola consiga resumir en los primeros minutos tanto la esencia y la idiosincrasia del universo en el que se inscribe El padrino, así como el entramado argumental que se desarrolla en él, no sólo es muestra del talento del por entonces casi desconocido director, sino que certifica su entrega y compromiso como artista ante un material aparentemente menor (para la Paramount, una mera peliculilla de gangsters con la que aprovechar el éxito del best-seller escrito por Mario Puzo). El triunfo de El padrino certifica la mirada de un creador, capaz de detectar destellos personales en productos ajenos. No es una casualidad, por tanto, que fuese este film el que lanzara a Coppola al estrellato, confirmándole como el gigantesco faro de toda una nueva generación de jóvenes cineastas.

La primera escena nos presenta a un grupo de hombres encerrados en una habitación. Uno de ellos, Vito Corleone, sentado tras su mostrador, escucha atentamente las peticiones de una serie de personas, tomando una decisión acorde para cada caso junto a su abogado. La oscuridad que inunda la estancia, que parece engullir a los integrantes de esta; la ritualidad y solemnidad de los movimientos; las palabras susurradas, como si tuvieran miedo de molestar al silencio. Un ambiente que denota unos negocios clandestinos, situados al otro lado de la legalidad. Pero la tenue luz que se filtra por las aberturas de la persiana denota la existencia de otro lado que comparte espacio con ese mundo oscuro.

Efectivamente, fuera de esa habitación, a pocos metros, la luz, la alegría y la música retratan una atmósfera bien distinta: una multitudinaria boda, la de la hija de Vito. Por contra, aquí tenemos un ambiente familiar, cotidiano. La presencia de Vito en ambos espacios (la habitación oscura y la boda) hermana esos dos mundos aparentemente antitéticos y que conforman un todo. Las dos caras de la mafia: su aspecto criminal y el cotidiano. La mirada costumbrista de Coppola, atento a los detalles, subraya esta alianza: los rostros eminentemente sicilianos de los invitados, la novia bailando con su marido, la banda tocando canciones populares italianas, los niños jugando; pero también Sonny, el hijo mayor, enfrentándose a los agentes del FBI que toman nota de los números de las matrículas de los coches o uno de los invitados que manda a sus hombres que destruyan los negativos de una foto que le han tomado.

Si Coppola dedica tanto tiempo a esta secuencia de apertura es tanto para retratar la situación de ese mundo en el inicio de la película como para señalar su certificado de defunción. El padrino nos cuenta la caducidad de unas costumbres y unas tradiciones ancladas en el pasado y su renovación a través de las energías de una nueva generación. Una generación representada por Michael Corleone, quien asiste a la boda acompañado de su novia, Kay. Cuando se ve obligado a contarle acerca de los negocios que dirige su padre, Michael señala que él no forma parte de esa rama de la familia. Por tanto, para él si existe una línea de separación entre la habitación oscura y el resto de la casa; entre lo delictivo y la familia.

A pesar de su condición de película de época (la acción transcurre durante los años 40), El padrino es reflejo de los convulsos tiempos cinematográficos en los que nace. La elección de los actores principales para asumir los roles de la antigua generación y la nueva así lo evidencian: Marlon Brando, representante del sistema de estudios hollywoodiense clásico de los años 50, será relevado por Al Pacino, pujante estrella que sólo un año después asumiría el rostro contracultural de la década en Serpico. Coppola desarrolla este enfrentamiento a través de la puesta en escena: los ambientes familiares son retratados de manera sobria y con una iluminación dorada que intensifica su condición tradicional, mientras que los asesinatos son gráficos y sangrientos, haciendo uno de una descarnada violencia propia del realismo sucio del cine americano de los 70 (incluso uno de los más brutales crímenes homenajea el final de Bonnie y Clyde, considerado el título inaugural de dicha década).

Tras una excelente escena de suspense que tiene lugar en el interior del hospital en el que se recupera Vito tras sufrir un atentado por parte de una familia mafiosa rival (escena que hace gala de la planificación propia de un film de terror), Michael se verá arrastrado a ese mundo criminal que hasta ese momento había evitado. Un movimiento de cámara sella su destino: Michael está sentado en el centro de una habitación. A su alrededor, sus hermanos y los hombres de su padre. Michael se presenta voluntario para asesinar al culpable del intento de asesinato de su padre. Mientras habla, la cámara se acerca lentamente hasta encuadrar un primer plano de su rostro. El resto ha desaparecido y solo queda él en el plano. Aún no lo sabe, pero se ha convertido en la cabeza de la familia, en el líder. En el próximo padrino.

Debido a este asesinato, Michael se ve obligado a refugiarse en el pequeño pueblo siciliano en el que se crió su padre y cuyo nombre le sirve de apellido. Este momento, posiblemente el más bello de toda la película, sirve para que Michael profundice en sus orígenes italianos como paso necesario a su nuevo estatus en la familia, y también para mostrar sus cada vez más desarrolladas dotes de mando: cuando utiliza su nombre, y el poder que éste conlleva, para conseguir la mano de una chica que le gusta, amenazando de manera elegante al padre, comprobamos que la línea que separaba lo personal y los negocios ya ha desaparecido. Pero el posterior atentado contra su mujer le demostrará que los tiempos han cambiado. Michael ya no puede ser el don amable, familiar y comprensivo que representaba su padre.

El célebre clímax de El padrino supone la sentencia del antiguo regimen y la imposición a través de sangre y plomo del nuevo. Paralelamente a la ceremonia del bautismo de su sobrina (fruto de la boda con la que se iniciaba la película), los hombres de Michael acaban con cada uno de los líderes de las familias rivales. Un bautismo de fuego para una nueva generación que nace manchada con la sangre de la precedente. Michael recibiendo los santos sacramentos bajo la cúpula de una iglesia combinado con el reguero de cadáveres que deja a su paso revela su condición de ser escindido. La mentira que le cuenta a su esposa y la puerta que se cierra con la que se clausura el film confirman que, efectivamente, para el nuevo padrino su familia (pública) y sus negocios (delictivos) son dos mundos opuestos.

Insidious

(Insidious)
USA, 2010. 103m. C.
D.: James Wan P.: Jason Blum, Oren Peli & Steven Schneider G.: Leigh Whannell I.: Patrick Wilson, Rose Byrne, Lin Shaye, Barbara Hershey

El prólogo con el que se abre Insidious posiblemente sea una de las cartas de presentación más contundentes, fascinantes y escalofriantes que ha dado el cine de terror en mucho tiempo. Tanto, como una declaración de principios por parte de sus autores (el director James Wan y el guionista Leigh Whannell, célebres por haber inaugurado la hoy denostada pero en su día muy laureada saga Saw) tanto en lo que respecta a la película en particular como a su mirada sobre el género en general.

De entrada, la brutal aparición del título del film, acompañado por la violenta e inmisericorde banda sonora compuesta por Joseph Bishara (claramente inspirada en las agresivas sonoridades de El resplandor) nos prepara para un viaje por un túnel del terror en el que no hay lugar para desvíos sentimentales o psicológicos. Insidious apuesta por el género en su modalidad más pura: un ejercicio audiovisual cuyo objetivo prioritario (y único) consiste en asustar al espectador, haciendo uso para ello de todo tipo de efectos (y efectismos) y echando mano de un extenso arsenal de trucos (desde los más clásicos a los más vigentes). Es este acercamiento honesto (y no poco ingenuo) el que permite que Insidious se convierta en un recopilatorio de guiños y homenajes a los títulos más señeros del cine de terror sin por ello perder su propia personalidad: desde Poltergeist. Fenómenos extraños (siendo un remake inconfeso de esta: el niño raptado por los espíritus; el grupo de parapsicólogos que aportan una nota de humor; el viaje de uno de los padres al Más Allá para rescatar a su hijo) a Terror en Amytiville (la casa encantanda; el asesinato de una familia entera por parte de uno de ellos), pasando por El exorcista (la escena del desván) o las producciones más recientes del horror oriental (las apariciones fantasmales; los espasmódicos movimientos de las criaturas).

La primera imagen del film, que precede a la aparición del título, consiste en un suave movimiento de cámara que, sin cortes, empalma lo cotidiano con lo sobrenatural; lo sereno con lo horroroso. La participación como productor de Oren Peli resulta significativa del estilo que adopta Insidious en su primera mitad: el director de la popular Paranormal Activity, un falso documental que ofrecía una perspectiva ordinaria de un suceso paranormal, contagia los primeros minutos de la película de James Wan de ese acercamiento naturalista, diario, buscando el escalofrío de lo sugerido antes que el impacto de lo explícito: el plano desde la habitación de uno de los hijos de la familia Lambert que recoge el pasillo y la habitación de su hermano, en el que éste yace en coma; los sonidos entrecortados que surgen del intercomunicador infantil; la alarma que salta sola y la puerta abierta.

De esta idea y atmósfera surge una de las insinuaciones más sugestivas de la película: la comunión constante entre nuestra realidad (llamémosla Más Acá) y el mundo de los espíritus (el Más Allá): no dos universos separados por una frontera invisible, sino dos dimensiones que se solapan y se retroalimentan apuntando la inquietante posibilidad de que las enfermedades humanas inexplicables (como le ocurre al hijo de los Lambert, que un día cae en coma sin motivo aparente) sean consecuencia del contacto de los Muertos, de los espectros.

Un ajuste de cuentas con uno de los lugares comunes más recurrentes del subgénero de las casas encantadas (la permanencia de los protagonistas en el foco del terror) sirve para romper con el tono instaurado hasta ese momento y pasa a introducir a Insidious en un terreno antitético, como si la película, al igual que su protagonista, pasara al otro lado del espejo. Es entonces cuando el ya varias veces señalado inicio adquiere una nueva naturaleza: esa combinación entre el elegante escalofrío y el sobresalto atronador resumía la propia estructura del film. El cambio del punto de vista confirma esta idea: si la primera parte estaba protagonizada por la mujer, Rose, más permisiva a la influencia de lo misterioso, la segunda pasa el testigo al marido, Josh, más proclive a la acción.

El clímax de Insidious sustituye lo intangible por los físico, lo ambiguo por lo concreto en su vertiente más surrealista y extravagante. Aquí es donde Insidious se destapa como un intento de concentrar esas dos miradas hacia el género. La visualización del Más Allá como un escenario barroco y casi carnavalesco (con ese demonio a modo de sobrenatural fantasma de la ópera en clave bizarre y kitsch) sube al espectador a un tren de la bruja sin frenos en el que se combina lo antológico (la sesión de espiritismo) con lo risible (la familia de fantasmas que moran en el salón de la antigua casa); lo inquitante (el repaso a las fotos de Josh cuando era pequeño) y lo sugerente (el plano fijo que muestra a Rose buscando a su marido) con lo impactante (los muertos vivientes que invaden la casa) en un tour de force lleno de sobresaltos en el que todo vale. El descarado final abierto no puede ser más coherente: Insidious es un espectáculo del horror absurdo y delirante, a la vez que una experiencia sumamente penetrante y de notable intensidad

martes, 21 de junio de 2011

Trickbaby. Freeway II

(Freeway II. Confessions of a Trickbaby)
USA, 1999. 97m. C.
D.: Matthew Bright P.: Chris Hanley & Brad Wyman G.: Matthew Bright I.: Natasha Lyonne, María Celedonio, David Alan Grier, Vincent Gallo

Trickbaby. Freeway II se inscribe dentro de lo que se conoce como secuela espiritual. Esto es, una película que no retoma de una manera directa los elementos del título anterior (personajes o argumento), sino que se centra en desarrollar un estilo o un espíritu común, construyendo un universo que integraría los hechos acaecidos en ambos films. De esta manera, la única relación directa entre la película que nos ocupa y la precedente Freeway (Sin salida) se ceñiría a la utilización de algunos actores (aunque interpretando un rol diferente), algunas referencias esporádicas y, sobre todo, la idea de utilizar un cuento popular clásico para actualizarlo a partir de los modos del cine de género (allí Caperucita Roja, aquí, Hansel y Gretel). Pero hay un detalle más importante, y este es la mirada de su director y guionista, el inquieto Matthew Bright.

Si Freeway (Sin salida) se presentaba como un repaso por los estilemas más básicos del cine exploitation, su segunda parte llega más lejos. Por definición, el cine exploitation se nutría de las claves del éxito del cine comercial para retorcerlas y ampliarlas a partir de un método de multiplicación. Atendiendo a esto, Trickbaby. Freeway II podría considerarse la versión exploitation de Freeway (Sin salida), lo cual, si tenemos en cuenta las altas dosis subversivas de la película protagonizada por Reese Witherspoon y Kiefer Sutherland, resulta testimonial de las intenciones de la secuela.

De hecho, el comienzo de la película no puede ser más revelador de lo dicho. Si Freeway (Sin salida), en su repaso de los productos de bajo presupuesto, hacía una breve escalada en el cine carcelario de mujeres, Trickbaby. Freeway II empieza directamente en ese lugar, introducciendo a las dos protagonistas, White Girl y Cyclona, y presentándolas como producto puro de ese entorno. Es decir, carne de exploitation. Este ambiente le sirve a Bright para desplegar su arsenal de munición políticamente incorrecta: White Girl es bulímica y ejercita una especie de coreografía con las demás prisioneras a la hora de vomitar; Cyclona es lesbiana, se masturba pensando en las Spice Girls y se enrolla en las duchas con una compañera que tiene un garfio por mano. Hay un momento que ejemplifica el acercamiento de Bright a estos espinosos elementos: tras ser inyectada con un suero que le quita las ganas de vomitar, White Girl se coloca delante de la vigilante, abre su boca, y un inacabable chorro de vómito es expulsado, empapando a la vigilante. Un detalle irreal que consigue que Trickbaby. Freeway II evite una postura sensacionalista, o fácilmente provocativa, para entrar en el terreno de la sátira gamberra.

Cuando las protagonistas se fugan de la prisión para dirigirse a México, buscando huir de las fuerzas de la ley que les persigue, Trickbaby. Freeway II vuelve a acogerse a la estructura de la road movie, pero en esta ocasión de manera más genérica. Gracias a la atmósfera preparada por los primeros minutos del film, Bright hace gala de una libertad superior a la del primer título, permitiéndose todo tipo de excesos y salidas de tono, siempre al límite, pero respetando una calculada coherencia interna que da lugar a un producto oscuro, incómodo y explosivamente provocador. Los personajes principales son delincuentes que bordean la psicopatía (Cyclona elimina de manera brutal a quien se cruce en su camino) y el director de la no menos escalofriante Ted Bundy se permite todo tipo de licencias: desde las visiones religiosas de Cyclona a las historias de abducciones extraterrestres.

Comentábamos con respecto a Freeway (Sin salida) las influencias de Quentin Tarantino (de manera un tanto tangencial, eso sí) en el trabajo postmoderno de Bright. En esta ocasión, y con la llegada de las protagonistas a un México kitsch y psicotrónico, resulta inevitable pensar en la extraordinaria Santa sangre de Alejandro Jodorowsky, otro delirio mágico y granguiñolesco que transcurría en un México tan irreal que seguramente sea cierto. Con estos referentes, finalmente Trickbaby. Freeway II acaba recalando, sin solución de continuidad, en el cine fantástico, penetrando en las catacumbas del terror más vicioso y tortuoso: la hermana Gomez, una monja travesti caníbal que graba clandestinas películas pornográficas con niños sacados de la calle, y cuyo rostro acaba adquiriendo los rasgos propios de una bruja de cuento de hadas; o su ayudante jorobado, con patas de cabra.

Sin duda, más irregular y menos completa que Freeway (Sin salida), Trickbaby. Freeway II pertenece a ese selecto club de películas que, lejos de esconder sus defectos, los enarbolan como banderas de su personalidad intrínseca. Si acabábamos la reseña de la primera parte confirmándola como uno de los productos más subversivos de su década, esta continuación no sólo refrenda ese título, sino que, por sus propios méritos, lidera la lista de producciones más estimulantes, excitantes y, en suma, libres de su tiempo.


lunes, 20 de junio de 2011

Llueve sobre mi corazón

(The Rain People)
USA, 1969. 101m. C.
D.: Francis Ford Coppola P.: Ronald Colby & Bart Patton G.: Francis Ford Coppola I.: James Caan, Shirley Knight, Robert Duvall, Tom Aldredge

La cámara está situada a ras del suelo. En primer plano, un charco en el que las gotas de lluvia forman una serie de ondas en su superficie. De fondo, una hilera de árboles cuyas ramas apenas están cubiertas por unas escasas hojas marrones y que circundan una calle cualquiera en un barrio residencial. Las únicas personas que vemos en la calle son los trabajadores que recogen la basura. Una serie de planos detalles nos muestran diferentes objetos mojados -una barandilla, un columpio-. Unas imágenes que preceden a la presentación de la protagonista, despierta en la cama, junto a su marido dormido, inundada en sombras. Se levanta, se ducha y parece preparar un desayuno. En ningún momento se pronuncia una sola palabra, pero no es necesaria ningún tipo de información para que entendamos que Natalie está triste. Cuando se está duchando, Coppola utiliza un primer plano muy cerrado, haciendo que su rostro mojado inunde la pantalla. Llueve sobre mi corazón supone un relato en primera persona, pues son los sentimientos de su protagonista los que construyen el entorno por el que se mueve. De esta manera, esas primeras imágenes no se limitan a enseñar el escenario, sino que representan el estado de ánimo de Natalie, embargada por una pena de carácter otoñal.

El silencio es el compañero inseparable de Natalie durante la primera parte del film. Muestra de las ansias de libertad y de independencia de una esposa asfixiada por las exigencias de su marido y cuya personalidad individual se ve amenazada por la futura ampliación de su entorno familiar al conocer que está embarazada. El director respeta el deseo de su protagonista, de ahí que esas escenas carezcan de cualquier acompañamiento sonoro. El largo plano con Natalie sentada en la cama de una habitación de motel busca el servir de balón de oxígeno emocional, de momento de reposo. Cuando Natalie se pone en contacto con su marido por teléfono para explicarle los motivos por los que se ha marchado de casa, el diseñador de sonido Walter Murch filtra su voz como si la escucháramos a través del auricular a pesar de que la estamos viendo en pantalla. Ese contraste confirma que para Natalie su condición de esposa aliena su identidad de mujer (de hecho, se referirá a sí misma en tercera persona cuando habla con su marido).

Llueve sobre mi corazón se acoge al formato de road movie para construir el viaje iniciático de su protagonista, quien a medida que se aleja físicamente de su familia se acerca psicológicamente a su condición de persona, de identidad individual. Si en esos primeros minutos su aislamiento busca reencontrarse consigo misma, el destino acabará obligándole a enfrentarse a sus responsabilidades en el momento en el que recoge a un autoestopista llamado Killer, antiguo jugador de fútbol americano en la universidad. Como ella misma reconocerá más tarde, decide recogerle porque tiene ganas de hacer el amor. Así, esa misma noche intenta seducirle en el motel en el que han parado. Pero en esa escena de cortejo Coppola no muestra a los dos personajes directamente, sino que enfoca sus reflejos en un espejo, demostrando que las cosas no son lo que parece. Además, en todo momento, Killer y Natalie están separados por diversos objetos, aunque compartan el encuadre: el espacio entre los asientos del coche; el marco de la ventana; la ventanilla del coche o la sección que divide un espejo.

Natalie descubre que, tras un tremendo golpe recibido en un partido, Killer ha sufrido un retraso que lo ha convertido en un niño encerrado permanentemente en el cuerpo de un hombre. De esta manera, la figura de Killer se torna una metáfora de las inseguridades de la protagonista, pues en ella ve a su marido (el físico adulto y atractivo de Killer) y a su futuro hijo (su mentalidad infantil), enfrentándose a su condición de esposa y madre. Natalie no se ve capaz de abandonar a Killer, consciente de que no sabe cuidarse por sí mismo, así que se ve obligada a llevarle con ella. Las diferentes paradas que realizan se asemejan a pequeños fragmentos que reproducen los momentos clave de su futuro como madre: cuando llegan a la casa de una exnovia de Killer es como si acompañara a su hijo a su primeta cita; Natalie intenta infructuosamente buscarle un trabajo; en una de esas ocasiones, llegan a un destartalada granja llena de animales que se asemeja a una visita al zoo.

Esta escena resultará esencial, pues Natalie conocerá a un policía del que se encaprichará. Cuando éste la lleva a su caravana, Natali se encontrará con que tiene una hija. Si hasta el momento, su instinto materno a la hora de cuidar a Killer se ha impuesto, la presencia encuerada y autoritaria de Gordon le devuelve a su condición de esposa sumisa. Sus miedos se dividen, adquieren forma física e, inevitablemente, acaban enfrentándose. El sexo y la muerte, la violencia y el afecto son los ingredientes que forman el final del viaje de Natalie quien, finalmente, consigue desembarazarse de todo aquello que la afligía, sólo para encontrarse así misma tirada en el suelo, rodeada de la oscuridad, llorando y sola.

domingo, 19 de junio de 2011

Ashes of Time Redux

(Dung che sai duk)
Hong Kong/Taiwán, 1994. 93m. C.
D.: Wong Kar Wai P.: Jeffrey Lau, Sung-lin Tsau, Jacky Pang Yee Wah & Wong Kar Wai G.: Wong Kar Wai, basado en la novela de Louis Chan I.: Brigitte Lin, Leslie Cheung, Maggie Cheung, Tony Leung Chiu Wai

No resulta extraño que tras un título (en sentido literal) tan evocador y romántico como Ashes of Time nos encontremos a un film tan evanescente e intangible como el que nos ocupa. A pesar de que, inicialmente, pueda resultar desconcertante el encontrarnos ante un producto enclavado en el género de acción dentro de la filmografía de un director más habituado a los sentimientos, en realidad, con Ashes of Time Kar Wai realiza el mismo ejercicio que tan buenos réditos le ha dado dentro de los márgenes del melodrama: deconstruirlo a través de una depuración de sus elementos rectores y más retóricos para alcanzar el núcleo desnudo que le da vida. Los títulos de crédito resultan ejemplares, en este sentido: unas artísticas manchas de tinta animadas da lugar a los nombres que componen el equipo realizador del film. Una técnica tan elocuente como estéticamente atractiva y que se impone al protagonismo de los nombres en sí, en suma, de la letra.

Estética. Este es el concepto clave en el cine de Wong Kar Wai en general y en Ashes of Time en particular. La búsqueda de la emoción, de la épica, no a través de un relato, de una historia y de unos personajes, sino a través de las imágenes que forman un mundo, un universo. El plano como principio y fin de todas las cosas; la secuencia como un cuerpo independiente del conjunto. Ante la estructura fragmentada y esquiva de Ashes of Time, haciendo de la elipsis su motor de narración, el espectador tiene la impresión de encontrarse ante un work in progress en tiempo real. Un film que se está construyendo a la vez que se proyecta. La deliberada confusión inicial entre las identidades de los personajes o sobre lo que se nos está contando (o cuando están sucediendo esos hechos) sirve para potenciar el aspecto sensorial de la película: el montaje no como el ejercicio de ordenar la narración de un film, sino como un medio asociativo capaz de descubrir la poesía oculta entre dos planos antitéticos.

En un film adscrito al subgénero wuxia pian (cine de espadachines en clave más o menos fantástica) resulta lógico que sean sus secuencias de acción las que sirvan de representación de las ideas visuales de su director. Así, las coreografías diseñadas por Sammo Hung apenas son entrevistas, siempre ocultas tras las decisiones visuales del realizador de Chungking Express para quien su valor como definición de los protagonistas está por encima de su condición de espectáculo: las cegadoras explosiones de luz que llenan el encuadre representan los problemas de visión del personaje de Tony Leung Chiu Wai, así como la cámara lenta y el tratamiento del sonido subrayan su cansancio y concentración en el resto de sus sentidos; los planos acelerados y los filtros que convierten a las figuras en manchas borrosas son producto de la frenética velocidad a la que se mueve el campesino espadachín.

En contraste con estas nerviosas escenas las imágenes de diferentes paisajes hacen gala de una calma y tranquilidad que confirma el tratamiento telúrico de un film en el que los enfrentamientos al límite de sus personajes se revelan, en realidad, pequeñas minucias ante la grandeza y la belleza de una Naturaleza que impone su condición de fuente de toda existencia. La hierba seca y los granos de arena del desierto mecidos por el viento; las montañas rocosas que divide el paisaje como si fueran fronteras naturales; los aislados árboles que se dibujan en un yermo estéril; la lluvia que cae de manera inmisericorde, borrando las huellas que cubren el suelo. Una Naturaleza que sigue su curso sin prestar atención a los diminutos humanos que la habitan con sus absurdos problemas, al igual que se suceden las estaciones que dividen el metraje a modo de capítulos.

Ashes of Time gira alrededor del gran tema rector de la obra de Wong Kar Wai: la memoria. La memoria tanto como (inestable) confirmación de la identidad personal como gruesa cadena que aprisiona a los personajes a un pasado que les mantiene en un presente estático. La utilización de un vino mágico que borra los recuerdos de quien lo bebe sirve de mcguffin de la estructura de la película, como si el propio film hubiera bebido ese líquido y no fuese capaz de construir el puzzle en su totalidad, mezclando el presente con el pasado y echando fugaces vistazos al futuro. De esta manera, volvemos a ese sugerente título que sirve de presentación de una película tan fascinante como inevitablemente irregular; en ocasiones tan penetrante como fastidiosa en otras. Después de todo, el intentar sumergirse en las oscuras aguas del oceano de lo intangible para darle forma a través de las imágenes está tan condenado al fracaso como a legar para la posteridad fragmentos de deslumbrante genio, tan ligeros y reducidos como esas cenizas de un tiempo que siempre se nos escurre entre los dedos.

miércoles, 15 de junio de 2011

El valle del arco iris

(Finian's Rainbow)
USA, 1968. 141m. C.
D.: Francis Ford Coppola P.: Joseph Landon G.: E.Y. Harburg & Fred Saydi, basado en su obra I.: Fred Astaire, Petula Clark, Tommy Steele, Don Francks

Los títulos de crédito de El valle del arco iris aparecen sobreimpresionados sobre el itinerario que Finian McLonergan y su hija, Sharon, recorren a pie, cargados con sus maletas, a través de algunos de los puntos más emblemáticos de la geografía estadounidense: el puente Golden Gate de San Francisco; el Gran Cañón del Colorado; el Monte Rushmore. Más adelante se nos informa de que su viaje comenzó en su Irlanda natal, y la propia Sharon se quejará a su padre de que la ha arrastrado por un continente y un océano. Esta surrealista idea prepara desde el comienzo la atmósfera fantástica que presidirá su llegada al Valle del Arco Iris.

Una pequeña población cuya presencia es anunciada por un arco iris que cruza el cielo. Este ambiente irreal define al lugar, que se nos presenta así como una isla imbuída de poder mágico y que la separa del mundo real. Una sensación subrayada por los escenarios que reconstruyen exteriores naturales en estudio, dotándolos de un tono artificioso en consonancia con la luminosa fotografía de brillantes colores. Un paisaje proclive a la aparición de diversos elementos fantasiosos, como un Leprechaun que busca la olla de oro que le ha sido robada o los deseos que concede esa misma olla. Es a través de este clima de fantasía ligera que las diversas canciones que componen esta adaptación de la popular obra musical de Broadway se integran con naturalidad e, incluso, consiguiendo dar coherencia al tono cursi que preside todo el relato.

Los problemas provenientes del exterior que acucian a la pequeña localidad la convierten en el último bastión de un espíritu alegre y optimista, libre en suma, rodeado por la oscuridad de unos nuevos tiempos más aciagos. Los problemas económicos y raciales son síntomas de una realidad que, poco a poco, está a punto de apoderarse del cine de la época. De esta manera, El valle del arco iris resulta la representación de un género clave de la época dorada de los grandes estudios que tiene las horas contadas. El hecho de que el film finalice con la imagen de un envejecido Fred Astaire alejándose solo en el horizonte no deja lugar a dudas: los tiempos están cambiando y el cine americano con ellos. A pesar de su optimista apariencia, El valle del arco iris exuda cierto hálito crepuscular, suponiendo la despedida de una manera de hacer, ver y entender el cine.

Pero vista hoy en día, El valle del arco iris adquiere una lectura adicional: de testimonio de una época a mirada hacia el futuro tanto del propio Coppola como de sus compañeros de generación. Cuando Org, el leprechaun, le recrimina a Finian que la olla de oro que le robó no le ha traído más que desgracias uno no puede evitar pensar en el poder que adquirieron los nombres más importantes del Nuevo Hollywood y que, si bien al principio les sirvió para desarrollar sus grandes ideas, finalmente sería la perdición de ese mismo movimiento. ¿Puede ser una película tan inofensiva y poco apasionante como la que nos ocupa el testimonio de una industria dispuesta a devorar a sus propias criaturas una y otra vez con tal de sobrevivir?

martes, 14 de junio de 2011

Freeway (Sin salida)

(Freeway)
USA, 1996. 110m. C.
D.: Matthew Bright P.: Chris Hanley & Brad Wyman G.: Matthew Bright I.: Kiefer Sutherland, Reese Witherspoon, Brooke Shields, Dan Hedaya

Esta producción de Oliver Stone comienza mostrando un conjunto de ilustraciones en las que se ve a una serie de chicas siendo perseguidas por un lobo antropomorfo. Todos los dibujos guardan una serie de características comunes: un estilo feísta, casi underground; y que la cámara se centra en los aspectos más descaradamente eróticos, destacando las bragas de color blanco que se entrevén a través de los pliegues de las cortísimas faldas o en las formas de los pechos. Esta traducción del icono base del popular cuento de la Caperucita Roja a través de sus aspectos más transgresores sirve de introducción de la idea que mueve a Freeway (Sin salida): una actualización gamberra y potencialmente subversiva del cuento popularizado por Perrault poniendo en primer plano los ingredientes más oscuros de éste a través de una mirada postmoderna e irónica del thriller deudora del cine de Quentin Tarantino.

Tras los créditos, Freeway (Sin salida) nos introduce de lleno en el vertiginoso caldo de cultivo en el que se ha criado su protagonista, la adolescente Vanessa Lutz, a quien conocemos en su clase especial en la que le cuesta leer tres palabras seguidas. Su regreso al hogar no puede ser más revelador: su madre trabaja de prostituta cerca de la casa y su padre es un yonki en libertad condicional que intenta abusar de Vanessa. La quintaesencia de un hogar disfuncional que Bright dibuja con pinceladas gruesas y de humor negro, destacando como, lejos de ser una tragedia, esta vida es a la que está acostumbrada Vanessa: para ella, esto es lo más cercano a una vida normal.

A raíz de este retrato, no ha de extrañarnos que Vanessa sea una persona de existencia descarriada y abocada a la delincuencia. A lo largo de la película, nos enteraremos de su pasado delictivo que nos ilustra una vida marcada por la desgracia, y que pasa por el robo, la piromanía y la prostitución. A primera vista, podemos pensar que Bright ha cargado demasiado las tintas a la hora de construir el perfil de su protagonista en busca de la provocación fácil, pero en seguida comprobamos que sus intenciones son más complejas.

Tras quedarse sola, una vez que sus padres han sido detenidos, Vanessa decidirá ir en busca del único familiar que le queda, una abuela a la que ni siquiera conoce. Cuando su coche la deja tirada en medio de la autopista, es recogida por Bob Wolverton, quien se presenta como psicólogo infantil y que se presta a ayudar a Vanessa. Bob es una persona elegante, de buena presencia, amable y atenta con los demás. Si Vanessa es una representante de la conocida como white trash, un ser indomable y pernicioso para la sociedad, Bob es la imagen del sistema, de lo socialmente aceptado. En el momento en el que Bob se descubre como un sanguinario psicópata especialmente retorcido, Freeway (Sin salida) descubre, igualmente, sus cartas: el desmadrado hogar de Vanessa no era más que fuegos de artificio, es en este punto donde Bright desarrolla su discurso políticamente incorrecto.

A pesar de sus antecedentes y de su comportamiento, Vanessa es un ser puro, cuya actitud carece de cualquier maldad. Ser amoral desde un punto de vista casi natural, su honestidad (tanto en lo que dice como en lo que hace) encuentra su contrapartida en un instinto salvaje y violento que le sirve de medida de supervivencia en un entorno hostil. Sólo atacará cuando se sienta en peligro y no sentirá remordimientos al disparar a alguien porque está convencida de que esa persona realmente se lo merece. En el otro lado del espejo tenemos a Bob, que bajo su fachada de respetabilidad se esconde un ser depredador que sólo es capaz de dar rienda suelta a sus obsesiones reprimidas a través de la violencia y la dominación. A pesar de dispararle varias veces en la cabeza, Vanessa no logrará matar a Bob, pero sí lo desfigurará. Vanessa se nos aparece entonces como un Ángel Exterminador cuyos disparos no eliminan la forma física de sus atacantes, sino que la borran, sacando a la superficie su monstruosidad interior: mostrando al mundo como realmente son.

Este subversivo contenido encuentra la justa forma a través de la nerviosa estructura de la que hace gala Freeway (Sin salida). Matthew Bright convierte a la película en un recopilatorio de los lugares comunes del cine de bajo presupuesto más extremo, convirtiendo el film en una especie de summa exploit en el que no falta de nada: psicópatas y delincuentes juveniles, drogas y prostitución, prisiones femeninas y lesbianismo, road movie y comedia adolescente. Utilizar como base un celebérrimo cuento de hadas para destapar las hipocresías morales de nuestra sociedad a través de los códigos del cine exploitation resulta en un cóctel explosivo e irresistible que hace de Freeway (Sin salida) una de las producciones más estimulantes y provocativas de los 90.

Ya eres un gran chico

(You're a big boy now)
USA, 1966. 96m. C.
D.: Francis Ford Coppola P.: Phil Feldman G.: Francis Ford Coppola, basado en la novela de David Benedictus I.: Elizabeth Hartman, Geraldine Page, Peter Kastner, Rip Torn

A tenor de sus inicios, da la impresión de que ya por entonces Francis Ford Coppola se postulaba como el representante de toda una generación de jóvenes directores, una posición que se oficializaría en la década siguiente al convertirse en el cineasta más importante de lo que se conoció como Nuevo Hollywood. Si nos fijamos en sus dos primeros films encontramos que ambos se inscriben dentro de los temas más recurrentes de su tiempo a la hora de que un director novato acometiera sus primeras películas: el terror de bajo presupuesto con Dementia 13 (como George A. Romero con La noche de los muertos vivientes o Tobe Hooper con La matanza de Texas) y la película generacional de vocación autobiográfica en el caso que nos ocupa (como Martin Scorsese con ¿Quién llama a mi puerta? o Brian De Palma con su segundo film, Saludos).

Ya eres un gran chico comienza con un movimiento de cámara que recorre la sala central de una biblioteca inundada por el silencio, apenas roto por el sonido de los zapatos de los estudiantes al moverse. Una calma que estalla en pedazos con la repentina irrupción de una pizpireta joven pelirroja enfundada en un corto y colorista vestido de corte sixty y cuyos contoneos son acompañados por una radiante canción pop. Un vendaval que representa los modernos tiempos que imperan y que arrasa, como una fuerza de la naturaleza, con el clasicismo de un templo dedicado al pasado (entre las piezas más preciadas de la biblioteca se encuentra una serie de valiosos incunables). Toda una metáfora del mensaje del film, no por casualidad la primera vez que conocemos al protagonista, Bernard, éste se queda embelesado por la radiante presencia de la chica, como si fuera la representación de los instintos que mantiene encerrados en su interior.

Bernard es un joven apocado que trabaja en la biblioteca propiedad de su padre y que aunque acaba de cumplir diecinueve años aún está anclado a su infancia: un compañero de trabajo le recrimina que siga dirigiendose a su padre por el apelativo infantil de "papi"; cuando su madre le interroga intentando sonsacarle si está saliendo con alguna chica, no le hace el menor caso, entreteniéndose en inventarse disparatados nombres para la gente que ve en la calle, en función de sus rostros; una chica que trabaja con él intenta llamar su atención, sin que Bernard se dé cuenta de sus intenciones. Ante esta situación, su padre decide echarle de casa y colocarle en la habitación de una pensión, para que madure al tener que valerse por sí mismo.

La primera noche que pasa fuera del hogar familiar, Bernard recorre las calles de Nueva York y no por casualidad se dirige a los establecimientos dedicados al negocio erótico: se detiene ante la puerta de un club de strip-tease; se queda mirando el escaparate de una tienda que exhibe maniquíes vestidos con exótica lencería; entra en un sex-shop y ojea las revistas que están expuestas. La curiosidad sexual de Bernard se manifiesta de una postura pudorosa, pues se limita a observar desde la distancia (en un momento se topa con un grupo de chicas a las que no presta la menor atención, pasando por el medio). El momento en el que decide dar un paso adelante y echa una moneda en un pequeño proyector de películas pornográficas su corbata quedará aprisionada entre los engranajes del aparato estando a punto de ahogarle, como si recibiera un castigo por haberse internado en tan obsceno mundo.

Así, no es extraño que a la hora de elegir entre dos chicas -Amy, la joven que trabaja con él, y Barbara, una actriz de obras de teatro alternativas y a la que conoce como bailarina en un club- se decante por la segunda, a pesar de que es Amy quien, desde el principio, le confiesa que le gusta. Bernard no puede evitar sentirse atraido por una representación de la feminidad idealizada en la forma de una hermosa estrella artística porque, en el fondo, sabe que es tan inalcanzable como las pin-ups de los posters. Única manera de conservar la inocencia a la vez que dar rienda a sus impulsos. En cambio, la presencia de Amy, quien le conoce desde niño, resulta peligrosa por su accesibilidad. Finalmente, será un objeto fetiche de su niñez el que decida la elección, desmantelando sus fantasías para devolverle al mundo real, más mundano pero menos artificioso.

Coppola dirige este viaje sentimental iniciático abrazando los modos del cine slapstick (la torpeza de su protagonista -la escena de los vasos de leche- o ese final en el que todos los personajes se reúnen en una estancia para efectuar una cómica persecución por las calles de la ciudad, topándose con un desfile) con un desparpajo nervioso y un montaje dinámico que fragmentan la estructura clásica de la historia con una serie de recursos estilísticos: los flashes que ilustran los pensamientos de Bernard; las micro-historias que rompen el punto de vista del protagonista -la autobiografía que Barbara le dicta a un enano-; los planos acelerados; ciertos apuntes contraculturales -el policía que vive en la pensión se queja de que todos los jóvenes son unos colgados del LSD; un amigo le inicia en las drogas y le incita a fumar; la surrealista obra alternativa en la que trabaja Barbara-.

Tras el proyecto casi amateur que supuso Dementia 13, Ya eres un gran chico significó la primera película oficial de Coppola, que presentó como proyecto de fin de curso por el cual recibió la calificación de matrícula de honor, despertando la admiración de sus compañeros de estudios, pues era el primer estudiante que conseguía rodar una película para un gran estudio. No resulta extraño que el futuro director de El padrino fuese idolatrado por unos jóvenes George Lucas, John Milius o Brian De Palma, pues con Ya eres un gran chico ya establecía las bases que les convertiría a todos en leyendas del cine y las bases de su carrera: la fuerza de unos jóvenes dispuestos a romper los cánones establecidos con su bárbara pasión por el cine.

domingo, 12 de junio de 2011

Alejandro Magno

(Alexander)
Alemania/USA/Países Bajos/Francia/UK/Italia, 2004. 175m. C.
D.: Oliver Stone P.: Moritz Borman, Jon Kilik, Thomas Schühly, Iain Smith & Oliver Stone G.: Oliver Stone, Christopher Kyle & Laeta Kalogridis I.: Colin Farrell, Angelina Jolie, Val Kilmer, Anthony Hopkins

Todos aquellos que criticaron la elección de Angelina Jolie para interpretar a la madre de Alejandro Magno, interpretado en su edad adulta por Colin Farrell, por lo inverosímil de su relación (puesto que entre el nacimiento de Jolie y Farrell sólo media un año de diferencia) no se dieron cuenta de que tal excéntrica elección no se debía tanto a un error de casting de bulto como a una declaración de principios por parte del siempre controvertido director de Asesinos natos. A la hora de acercarse a la legendaria figura del rey de Macedonia, Oliver Stone no está dispuesto a esconder su personalidad bajo los ropajes del historiador, manteniendo, por encima de todo, su mirada de esteta. Como en precedentes acercamientos a la realidad histórica (la guerra de Vietnam en Platoon, la radiografía del cantante Jim Morrison y la década de los 60 americana en The Doors, el magnicidio del presidente de los USA John Fitzgerald Kennedy en J.F.K. Caso abierto o el día a día de una temporada en el fútbol americano en Un domingo cualquiera), en Alejandro Magno filtra lo verídico o lo riguroso a través de las capas del esteticismo, es decir, del arte.

Una perspectiva consolidada desde la propia estructura del film. Alejandro Magno comienza con la muerte de su protagonista, al que no vemos el rostro en ningún momento. Stone inicia su film eliminando la figura humana de Alejandro, dejándola morir para poder centrarse, en adelante, de la leyenda. Así, a través de la presencia de un envejecido Ptolomeo, antiguo soldado a las órdenes de Alejandro, se nos relatará no tanto la vida de un hombre cuya desmedida ambición le llevó a aspirar a sostener el mundo entero con la palma de su mano, sino el dibujo de una divinidad cárnica -el mismo Ptolomeo le define como lo más cercano a un Dios que él ha presenciado-. Este acercamiento mitológico cubre todo lo que se cuenta en Alejandro Magno, tornando verosímil incluso sus ideas más excesivas. Por ejemplo, la eterna juventud de Olimpia, la madre de Alejandro, manteniendo su misma edad tanto cuando su hijo es pequeño como cuando ya es adulto, subraya su condición de criatura medusea, de hechicera dominadora de las artes oscuras capaz de hipnotizar a quienes la rodean para manipularlos en favor de sus intereses personales.

Alejandro Magno rechaza la frialdad de los libros de texto para abrazar el calor de los poemas épicos. Siendo aún un niño, Alejandro escucha como su padre, el rey Filipo, le relata los mitos griegos protagonizados por Jasón, Aquiles o Prometeo, mientras ilumina con la antorcha que porta los dibujos que ilustran las paredes de la oscura cueva en la que se hallan. En los últimos minutos del film, que coinciden con el declinar del imperio de Alejandro y las últimas horas de su vida, esos mismos dibujos vuelven a su memoria en forma de breves flashes, reescribiendo su vida y sus hazañas a través de lo mitológico, haciendo que la membrana que separa la realidad de la ficción, los hechos y la leyenda, se haga cada vez más fina.

En repetidas ocasiones, el propio Alejandro y sus hombres se definen a sí mismos como gigantes que caminan sobre la tierra. La utilización de un águila para seguir los avances de los ejércitos enfrentados subraya el distanciamiento a la hora de observar -y analizar- los movimientos de unos seres cuya grandeza difícilmente les emparenta con nosotros. Los polémicos apuntes homosexuales en torno a Alejandro Magno y su relación con Hefestión responden también a este motivo: no tanto una relación sentimental o cárnica, como la expresión de una pasión o un amor que está por encima del hombre, siendo el núcleo básico de la epopeya.

A pesar de la fisicidad que marca las escenas de batalla (los soldados cubiertos de polvo; las carnicerías del combate en forma de decapitaciones, desmembraciones, degollamientos; el suelo alfombrado por los cuerpos de aquellos caídos en el enfrentamiento), éstas, una vez más, se alejan de la representación realista a través del tratamiento fotográfico basado en tonos dorados (remarcando el hecho de que las acciones que presenciamos están destinadas a cambiar la Historia) y los planos ralentizados. Resulta lógico, por lo dicho, que finalmente Alejandro Magno acabe introduciéndose en los terrenos del cine fantástico: los fantasmagóricos bosques de la campaña en la India; los elefantes convertidos en rugientes criaturas monstruosas cuyos enormes colmillos empalan a sus enemigos; la lucha contra los monos, transformados a los ojos de Alejandro y los suyos en extraños hombres diminutos.

Es en esa última batalla cuando Oliver Stone enseña sus cartas. En el momento en el que Alejandro es alcanzado por la lanza de sus enemigos y es derribado, toda la escena vira al color rojo, identificando a los enemigos con tonos grises. Esta inmersión en la consciencia del protagonista subjetiviza el trabajo de Oliver Stone, que de cronista transmuta en heredero, reflejando en la ambición de su foco de estudio su propia ambición como cineasta. Única vía, posiblemente, para levantar un proyecto cinematográfico tan mastodóntico como irregular, tan grandioso como abocado al fracaso, como fue la propia existencia de Alejandro Magno.

sábado, 11 de junio de 2011

Dementia 13

(Dementia 13)
USA, 1963. 75m. BN
D.: Francis Ford Coppola P.: Roger Corman G.: Francis Ford Coppola I.: William Campbell, Luana Anders, Bart Patton, Mary Mitchel

Dementia 13 comienza con una discusión entre una pareja por dinero, seguida por una muerte y el intento por ocultar el cuerpo hundiéndolo en un lago. En la siguiente escena, vemos a la mujer, llamada Louise, en su habitación preparando una maleta mientras le da vueltas a sus planes de futuro. Tanto por lo que pasa como por la colocación de la cámara, el momento recuerda poderosamente el comienzo de la seminal Psicosis, con Marion Crane preparándose para huir de Phoenix. Este guiño a Alfred Hitchcock no es el único ni es anecdótico, más si tenemos en cuenta la presencia de Roger Corman, auténtico superviviente y maestro del cine de bajo presupuesto (tanto en su condición de creador como de mecenas de no pocos directores de prestigio: Scorsese, Cameron, Dante o el propio Coppola), experto en el reciclaje de ideas tanto propias como ajenas. Así, no ha de extrañarnos que esta Dementia 13 se nos aparezca como una revisión de Psicosis, sólo tres años después de su estreno.

Además del comentado prólogo, en Dementia 13 encontramos un viejo castillo familiar a modo de decrépito caserón en lo alto de una colina, una madre autoritaria que gusta de controlar los destinos de sus hijos y un trauma del pasado que marca a fuego a todo un linaje con la sombra de la culpabilidad sobre sus cabezas. La escena en la cual la que parecía ser la protagonista del film, y el nexo de unión emocional del espectador, es brutalmente asesinada en el primer tercio del metraje supone una declaración de principios de sus autores, tanto en lo que respecta hacia quien dirigen sus miradas como a sus intenciones.

Dentro de la filmografía del director de Los pájaros, Psicosis suponía, en teoría, un título menor más cercanos a los episodios televisivos de Alfred Hitchcock presents que a sus espectaculares títulos precedentes (de hecho, estuvo a punto de estrenarse directamente en la televisión). De bajo presupuesto, en blanco y negro y de contenidos escabrosos, su condición de film barato de terror se vió sublimado por el prodigioso talento de su director. La más celebre escena de Psicosis es reflejada en el primer asesinato de Dementia 13, la cual utiliza los mismos elementos -el agua, el arma homicida subiendo y bajando manipulada por el misterioso asesino- para devolverlos a su origen en las ciénagas del cine de terror más tremendista. La blanca y luminosa ducha en la que moría Marion Crane y el afilado cuchillo manejado por Norman Bates son sustituídos por un nocturno y frío lago y una herrumbrosa hacha. Dementia 13 supone el exploit de Psicosis que no sólo pretende aprovecharse de su éxito, sino evidenciar el espíritu granguiñolesco que se agazapaba en las perfectas imágenes diseñadas por el director de Frenesí.

Resulta inevitable que, al visionar hoy Dementia 13, el espectador inquieto busque en sus desvaídas imágenes algún destello de personalidad que prefigure, aún de manera embrionaria, el deslumbrante futuro de su director, aquí en su primera película oficial. Una tarea que puede resultar frustante, pues nos encontramos ante un trabajo antes de productor que de director, hasta el punto de que, descontento con el trabajo de Coppola, Corman contrató a Jack Hill para retocar el resultado. Si antes del film que nos ocupa, el director de El padrino se había fogueado construyendo películas utilizando materiales preexistentes de las más diversas producciones, en Dementia 13 vuelve a reincidir en ese trabajo fabricando un collage de las más diversas disciplinas del cine de terror: comenzando por el clásico esquema de volvamos-loca-a-la-vieja-y-quedemonos-con-su-dinero para convertirse en una suerte de whodunit a lo Diez negritos, pasando por el cine de psicópatas e, incluso, sin que falten apuntes del género de fantasmas.

Quizás podríamos apuntar el equilibrio que el film hace entre lo psicológico (la búsqueda en los atormentados recuerdos de los protagonistas de la clave que solucione la intriga) y lo visceral (los brutales asesinatos, con gráfica decapitación incluída); o escenas concretas como la de la boda entre Kate y Richard para enlazar Dementia 13 con las constantes posteriores de Coppola, pero lo más justo, y recomendable, es valorarla por sí misma, por su condición de film tosco y barato, retorcido e irregular, pero inequívocamente honesto.

jueves, 9 de junio de 2011

X-Men. Primera generación

(X-Men. First Class)
USA, 2011. 132m. C.
D.: Matthew Vaugh P.: Gregory Goodman, Simon Kinberg, Lauren Shuler Donner & Bryan Singer G.: Ashley Miller, Zack Stentz, Jane Goldman & Mathew Vaughn, basado en una idea de Sheldon Turner & Bryan Singer I.: James McAvoy, Michael Fassbender, Kevin Bacon, Rose Byrne

Por su propia definición, los comic-books de la Marvel suponen una continuación del modelo serial de los folletines decimonónicos o las novelas por entregas, haciendo de esta cualidad el motor de su mitología. Nos encontramos ante un universo en contínua expansión cuya leyenda surge del todo que se ha ido construyendo con la minuciosa suma de sus partes (esto es, de cada número mensual). Ante esto, puede resultar lógico que a la hora de adaptar ese universo infinito al formato cinematográfico se piense no tanto en un producto aislado como en el levantamiento y consolidación de una franquicia. Un detalle que afecta al título en cuestión tanto en su origen como en sus perspectivas de futuro: la importancia individual en detrimento de su colocación en una (con suerte) larga cadena de montaje.

X-Men. Primera generación resulta un claro exponente de lo dicho. La decisión de convertir la quinta entrega basada en la Patrulla-X creada por Stan Lee y Jack Kirby en una precuela no responde al interés de los desarrolladores del film de profundizar en los orígenes y las bases sobre las que se han asentado las otras películas, sino que se trata de un intento por revitalizar una saga que con sus últimos títulos (la mediocre X-Men. La decisión final y X-Men Orígenes. Lobezno), a pesar de sus estupendos rendimientos en taquilla, parecía haberse estancado en la fórmula eficazmente aplicada por Bryan Singer en los dos primeros títulos. Por tanto, a la hora de construir la acción (tanto a nivel dramático como espectacular) la mirada no está puesta tanto en los resultados idiosincrásicos del film, sino en su situación en la serie en general y sus consecuencias en caso de éxito.

Con todo, durante su primera media hora, X-Men. Primera generación parece contagiarse de la frescura de sus jóvenes protagonistas, logrando una atmósfera distendida y de transparente diversión que recuerda, en su concepto, a lo logrado por J.J. Abrams en la entretenida Star Trek. La ubicación de la acción en los años 60 permite apuntar directamente a los films de espías a lo James Bond, con sus elemento de pseudo-ciencia-ficción (los mad doctor, submarinos equipados con alta tecnología) y su enternecedora ingenuidad (la disparatada -pero simpática- manera con la cual la agente de la CIA Moira MacTaggert se infiltra en un casino de Las Vegas). Si a esto le sumamos un acercamiento de comedia romántica a los personajes (Xavier utilizando sus poderes para ligar con una chica y despertando los celos de su amiga Raven, futura Mística) obtenemos un producto que hace de la ligereza su mayor virtud.

Una ligereza que, inevitablemente, choca con la desmedida duración del film. La utilización de la crisis de los misiles cubanos como suceso real cohesionador de la ficción introduce un tibio elemento irreverente al reescribir la Historia oficial a través de los mecanismos del blockbuster, pero, a la vez, disipa los elementos más joviales en favor de un enfoque más, pretendidamente, complejo. Esta imposible combinación (las distendidas reuniones entre los mutantes adolescentes enseñandose sus poderes contra las estrategias geopolíticas del malvado Sebastian Shaw) acaba restándole entidad al film, que se conforma con ir colocando sus piezas (la búsqueda de los nuevo mutantes; su entrenamiento; la confrontación final) como si fuera restando una serie de tareas pendientes escritas en una hoja de papel antes de llegar a la conclusión.

En uno de los documentales que forman parte de los extras del DVD de Señales, M. Night Shyamalan explica que en la mayoría de las producciones comerciales del cine norteamericano actual se disimula con un elaborado montaje las deficiencias de una narración plana. Algún día habría que comentar detenidamente la forma con la que el buen hacer de los directores de fotografía y los montadores de las grandes superproducciones consiguen maquillar la endeble labor de sus realizadores. Así, aparentemente X-Men. Primera generación hace gala de un seductor envoltorio, potenciado por los efectos especiales y la enfática banda sonora. Pero a poco que nos fijemos, el director Matthew Vaughn parece echar mano del libro de estilo de cómo-dirigir-una-película-de-superhéroes dando lugar a una puesta en escena tan llamativa como convencional (la entrada de Magneto en la mansión en la que se encuentra Emma Frost, acabando con los guardias que se interponen en su camino) interrumpida por breves momentos de inspiración (el plano general que muestra a Magneto utilizando su poder para apuñalar a un enemigo; aquel en el que hace emerger un submarino; el travelling que nos muestra la muerte del villano).

Cuando el espectador llega al final de X-Men. Primera generación tiene la misma impresión que al visualizar las escenas post-créditos de otros títulos basados en los comics de la Marvel: que todo el metraje precedente no es más que una excusa para llegar a ese instante concreto que sirve de enlace para futuras producciones. El subgénero superheróico parece haber asimilado los modos y maneras de los episodios pilotos televisivos como único camino hacia su propia supervivencia comercial.

martes, 7 de junio de 2011

El horror como nunca lo habías sentido

Si digo que hoy es uno de los días más felices de mi vida, sin duda, sonará a exagerado. Y lo es. Si digo que Apocalypse Now demostró todo lo que se puede hacer con el cine, a un nivel narrativo, estético y sensorial, también puede tomarse como una exageración. Y, posiblemente, también lo sea. Ambas sentencias lo son, pero no tanto como pueda parecer. Hoy, por fin, tras muchos años, se ha hecho justicia a la obra maestra de Francis Ford Coppola.

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Hoy se ha puesto a la venta la edición en blu-ray de Apocalypse Now, el cual se presenta en dos ediciones: la especial, con dos discos; y la que nos ocupa, la coleccionista, con tres. Viene presentada en un bonito cofre con el título en relieve y letras doradas y que contiene un tríptico en digipack con los discos y el material exclusivo de esta edición.


A continuación, realizaré un breve resumen de lo que podemos encontrar en esta edición que, sin duda, supone uno de los acontecimientos cinematográficos en formato doméstico de este año (al menos, hasta noviembre cuando se pondrá a la venta en blu-ray la saga Star Wars).


En el primer disco encontramos las dos versiones de la película: la original de 1979 y la versión "Redux" del 2001, lo cual, ya de por sí, es digno de alborozo. Si bien es cierto que la versión "Redux" mejora el original, haciéndolo más complejo y completo, siempre resulta interesante recuperar el metraje original, aunque sea por razones nostálgicas, el cual ofrecía un producto más abstracto y críptico. Y porque no siempre se tienen casi tres horas y media a mano, pudiendo echar mano a la versión pocket.

Como curiosidad indicar que según las especificaciones técnicas reflejadas en el cofre, las dos versiones vienen con el aspect ratio original de 2.35:1. Recordemos que en 2001, para la versión "Redux", el propio Vittorio Storaro, el director de fotografía, decidió adaptar la imagen a 2.00:1, recortando, por tanto, el encuadre (lo cual me hacía bien poca gracia, por mucho que lo hiciera el propio Storaro con la complicidad de Coppola). No sé si se trata de un error o que han decidido mantener el formato original en las dos versiones, será cuestión de compararlas.

Destacar que se incluye un audiocomentario de Coppola que si resulta tan interesantes como los excepcionales comentarios que grabó para las ediciones en DVD de la trilogía de El padrino será, sin duda, uno de los platos fuertes de la edición.


El segundo disco está dedicado a los extras y su número es, sencillamente, abrumador, hasta el punto de que dudo que quede algo de material inédito sobre el film. No voy a anumerar aquí todo el contenido (es una información fácil de encontrar por la web) pero sí destacaré lo más interesante. Podemos dividir los extras en dos clases: las miradas retrospectivas actuales y el material de la época.

Por supuesto, tenemos a los diferentes miembros del equipo hablando de diversos aspectos de la produción (el sonido, el montaje, el cásting, los decorados, la música) pero, desde mi punto de vista, lo más apetitoso es: las largas entrevistas realizadas por el propio Coppola al guionista John Milius y al actor Martin Sheen; escenas inéditas que no tuvieron cabida en la versión extendida; el montador Walter Murch trabajando en la mesa de montaje; y muy especialmente, por su rareza, la lectura radiofónica que hizo Orson Welles sobre El corazón de las tinieblas original de Joseph Conrad y una lectura de Marlon Brando del poema de T.S. Eliot The Hollow Men.



Y en el tercer y último disco, exclusivo de esta edición coleccionistas, encontramos el que es, sin duda, la parte del león de la edición y la que la convierte en simplemente imprescindible: el mítico documental Corazones de la oscuridad: El apocalipsis de un cineasta. Magistral mirada personal al caótico e infernal rodaje del film que, a su modo, suponía una paráfrasis de la película, con Coppola convertido en un nuevo Willard que se ve sumergido por la oscuridad de la jungla en su búsqueda perpetua de su personal coronel Kurtz (que aquí toma la forma de la propia película). Aunque generalmente atribuido a Eleanor Coppola, la mujer del cineasta, en realidad dirigido -o, mejor dicho, construido- por Fax Bahr y George Hickenlooper utilizando, eso sí, el material que Eleanor rodó durante la filmación a modo de casero making of. Si no me equivoco, en nuestro país hasta ahora sólo había podido verse este título en televisión.

El resto del contenido del disco consiste en el habitual material de archivo: el guión de Milius con las anotaciones de Coppola, fotografías del rodaje, storyboards y voluminoso material de marketing en forma de posters, carteles, trailets, etc.



A parte, y también en exclusiva para esta edición, se nos incluye variado material extra. El más interesante -y mitómano- consiste en una reproducción del programa original que se repartió en las primeras proyecciones del film, el cual, recordemos, carecía por completo de créditos. Además de los créditos, encontramos una introducción de la época de Coppola y fichas del equipo de producción.



Un pequeño cuaderno de variado contenido: una nueva introducción de Coppola; algunos storyboards del famoso ataque con helicópteros; reproducciones de páginas del guión y de la edición original de El corazón de las tinieblas que utilizó Coppola con sus anotaciones y diversas fotografías. Destacar que viene traducido.



Y para finalizar, cinco postales en blanco y negro metidas en una bolsa de plástico terminan de rematar una edición espectacular que, como pasa siempre, evidencia la manera con la cual las productoras engañan y manipulan a sus compradores, pues gran parte de este material se podía haber incluído en la anterior copia en DVD de Apocalypse Now Redux, la cual ahora queda, obviamente, obsoleta. Con todo, alegrémonos de poder disfrutar, por fin, de una experiencia completa de este mítico título.

Postdata musical
Para rematar la faena de tan excelsa compra, nada mejor que poder completar la discografía de uno de los grupos más fascinantes y atractivos de los 70 (al menos, claro, para un servidor): los ingleses Roxy Music, capitaneados por Bryan Ferry. Así, he podido hacerme con Stranded, su tercer trabajo de estudio y primero sin el gran Brian Eno.