martes, 26 de julio de 2011

13 asesinos

(Jûsan-nin no shikaku)
Japón/UK. 2010. 141m. C.
D.: Takashi Miike P.: Minami Ichikawa, Tôichirô Shiraishi & Michihiko Yanagisawa G.: Daisuke Tengan, basado en el guión de Kaneo Ikegami I.: Kôji Yakusho, Takayuki Yamada, Yûsuke Iseya, Gorô Inagaki

Retrato de un estajanovista
Convertido oficialmente en un cineasta respetado con la inclusión en la Sección Oficial del último festival de Cannes de una de sus películas más recientes, Hara-Kiri. Death of a Samurai (que, al igual que el título que nos ocupa, supone un film de samuráis a partir de un remake de un clásico del cine nipón), el agitado camino que lleva de las producciones de bajo presupuesto destinadas al mercado del VHS con las que se fogueó como cineasta durante los años 90 a la alfombra roja del festival de cine internacional por antonomasia supone todo un ejemplo de los postulados autorales en la era de internet (medio por el cual el espectador inquieto ha tenido acceso a la mayor parte de trabajos del director japonés).

Un vistazo atento al grueso de su filmografía nos presenta al realizador de Llamada perdida como uno de los cineastas más completos aparecido (o, mejor dicho, revelado) los últimos años. La frenética incontinencia de la que hace gala sus rodajes (llegando a facturar hasta seis títulos en un sólo año) no se corresponde con el cuidado formal que luce el resultado final (al contrario que otros nombres famosos por su currículum numeroso como nuestro Jesús Franco). En este sentido, Miike se nos presenta como un director total, combinando su indudable talento como narrador (como contador de historia) con una visión puramente laboral de la figura, tantas veces entronizada, del director de cine.

Célebre por sus arrebatos gamberros y bizarre, los cuales han llevado a que en ocasiones se haya reducido al realizador de Visitor Q de manera equivocada como un director "malo pero divertido" -se le ha llegado a definir como el Ed Wood japonés-, Takashi Miike construye asimismo sus trabajos a través de una puesta en escena serena y de cuidados encuadres, logrando un tono íntimo y de gran calado dramático. Estas dos miradas -la iconoclasta y la clásica- son las que transforman a sus películas -que entroncan con géneros tan codificados como el cine de yakuzas, de terror, de pandilleros juveniles y adaptaciones de diversos mangas- en experiencias límites a medio camino entre la tradición y la modernidad.

Neo-chambara digital
La primera escena de 13 asesinos apunta directamente a la tradición: la figura solitaria del samurái realizando el seppuku (el suicidio ritual más conocido en occidente como harakiri). Miike se acerca de manera tan respetuosa como antropológica a dicho acto, retratando todos los movimientos desde una mirada casi documental. Durante la primera mitad de su generoso metraje, 13 asesinos hace uso del ritmo moroso y la planificación estática que se suele asociar con la cinematografía japonesa. Las escenas adquieren así una composición pictórica que subraya su condición de reconstrucción de un tiempo pretérito, revelando desde su milimétrico diseño de producción la artificiosidad del mismo.

Y es en este terreno donde, desde unos postulados eminentemente tradicionales, 13 asesinos se nos aparece como un título indudablemente moderno. La utilización de las técnicas digitales tanto en lo específico (los virtuales chorros de sangre de los combates) como en lo explosivo (las pirotécnicas trampas que los trece asesinos del título preparan a la comitiva del hermano del Shogun) mutan la piel del relato a través de un proceso de actualización del fondo a través de la forma. Esto permite a Miike bombardear el denso desarrollo de la acción con fugas extremes (la campesina a la que han amputado los brazos y arrancado la lengua), surrealistas (la condición inmortal del guía que encuentran en el bosque) o subversivas (tras haber dejado exhaustas a todas las prostitutas de la aldea, uno de los personajes acaba de satisfacer su inagotable resistencia sexual sodomizando al alcalde del lugar).

Grupo salvaje
La acción de 13 asesinos se sitúa en las postrimerías del sistema del shogunato, en un Japón feudal que ha dejado atrás su carácter bélico. Un tiempo de paz que supone una herida de muerte a la figura del samurái, reducido a la condición de anacrónico y su inseparable katana a un objeto de exposición. En este contexto, el despiadado Lord Naritsugu, cuyo desprecio por toda vida humana lo asemeja a un Señor del Mal reencarnado, supone un oscuro deus-ex-machina con el que certificar la defunción de una era. Cuando al veterano y ya retirado samurái Shinzaemo Shimada le encomiendan una misión suicida -enfrentarse con un reducido grupo de hombres, trece en total, a los centenares de soldados que componen la escolta de Lord Naritsugu-, éste lo ve como la oportunidad de cerrar su carrera -y con ella, su vida- con el honor que se merece: muriendo en el campo de batalla.

Este tono anacrónico se despliega a lo largo del clímax final del film, un tour de force de una hora de duración en el que se nos narra de manera minuciosa el intenso e interminable enfrentamiento entre las dos fuerzas (y que recuerda al final de Crows Zero II) cuya dilatación lo transforma en un experimento sensorial por parte del director de Audition: el cansancio del espectador lo emparenta con el agotamiento de los protagonistas en una batalla que no parece tener fin, ante un enemigo que se multiplica hasta el infinito. A pesar de su grandiosidad, Miike no busca el aliento épico de la guerra, sino la aniquilación, a través de su sublimación exaltada, de lo códigos de honor de un tiempo que toca a su fin en un escenario alfombrado con cientos de cadáveres.

lunes, 25 de julio de 2011

Encontré al diablo

(Akmareul boatda)
Corea del Sur, 2010. 141m. C.
D.: Kim Jee-woon P.: Jo Seong-weon G.: Park Hoon-jung I.: Lee Byung-huh, Choi Min-sik, Jeon Gook-hwan, Jeon Ho-jin

Un travelling nos muestra el camino que separa el alma de un hombre destrozado -inundado en la pena causada por haber perdido lo único que le permitía mantenerse en pie, que le daba un sentido a su existencia diaria- del vacío insondable que, poco a poco, se va llenando de un sentimiento de rabia que le sirve de sustitución de lo que más anhela pero que ya es inalcanzable. En Encontré al diablo, el movimiento de cámara sirve tanto para seguir los avances físicos de sus protagonistas como para ejemplificar los vaivenes morales de los mismos. Así, será otro travelling el que conecte, para siempre, al vengador de su objetivo: el inspector Kim Soo-hyeon investiga a sus posibles víctimas en la anónima habitación de un hotel. La cámara se sitúa en el exterior, viéndole a través de las ventanas. La cámara se mueve, pasando a enseñar el cielo nocturno de la ciudad de Seúl para, a continuación, descender en una zona rural donde el atroz asesino en serie, Kyung-chul secuestra a otra mujer sola, para violarla, matarla y descuartizarla.

Esta conexión nos aporta dos datos adicionales: se establece un vínculo entre los monstruosos actos de Kyung-chul y las acciones de Kin Soo-hyeon quien, en su obsesión por hacerle pagar por haber asesinado a su prometida estando ésta embarazada, cruzará la línea que le separa de su némesis, embarcándose en una espiral de violencia, brutalidad y sadismo que le convierte en un reflejo del serial-killer al que persigue. Encontré al diablo supone, en este sentido, un apéndice a la también coreana "trilogía de la venganza" de Park Chan-wook (de la que recupera al actor protagonista de Old Boy y secundario en Sympathy for Lady Vengeance, en un papel que puede considerarse el reverso negativo de la primera).

Al igual que en los títulos citados (a los que habría que añadir la fundacional Sympathy for Mr. Vengeance), el ejercicio de la venganza se define como un acto vinculante entre dos sujetos (el vengador y su víctima) cuyo fin supone la pérdida recíproca de su condición humana. La estructura de Encontré al diablo establece un juego del gato y el ratón entre los dos protagonistas en el que los roles de cazador y presa se intercambian constantemente en una persecución hacia lo absurdo regada por un cúmulo de víctimas colaterales, cuyas muertes son producto tanto directo de Kyung-chul (la mano ejecutora) como indirecto de Kim Soon-hyeon (quien en su obsesión por castigar al asesino le deja libre para perpetuar su sufrimiento).

El segundo dato que mencionaba líneas arriba establece una mirada fantástica a un film cuyo ingredientes son estrictamente realistas. Encontré al diablo hace gala de un formalismo visual que construye una atmósfera irreal que aporta coherencia a los, a menudo absurdos, movimientos de sus personajes. El director de Dos hermanas establece un espacio obsesivo y vicioso que parece el producto del torturado punto de vista de sus dos protagonistas: a lo largo de su itinerario sanguinoliento, Kyung-chul se encuentra con todo tipo de "compañeros de profesión" -los asesinos del taxi o el amigo que prepara suculentos platos con la carne de sus víctimas-, como si su condición casi mítica de psycho-killer le permitiera ver un mundo paralelo que le está vetado al resto de las personajes hasta que se topan bruscamente con él y es demasiado tarde.

Kim Jee-woon combina su pulso esteticista (que explota en algunos planos de gran virtuosismo: los giros de 360º que retratan la lucha dentro del taxi entre Kyung-chul y sus agresores) con el retrato de un universo sórdido, cruento y despiadado (los brutales enfrentamientos entre los protagonistas o los crímenes de los psicópatas hacen gala de una marcada fisicidad que convierte el metraje de Encontré al diablo en un catálogo de atrocidades que hace del gore el motor de la obsesión de sus protagonistas). Esta dicotomía en la puesta en escena parece reflejar tanto la distorsionada visión de la realidad de los personajes como las aterradoras consecuencias de sus actos.

De todo lo dicho, el lector se dará cuenta de que Encontré al diablo supone un film inevitablemente nihilista protagonizado por unas criaturas que intentan llenar de manera efímera el gran vacío que crece en su interior. A lo largo de todo el metraje, sólo en tres ocasiones mostrará Kim Soo-hyeon sus sentimientos. Las dos primeras al principio del film -cuando habla por última vez con su prometida y le canta por teléfono y en el posterior entierro de la misma- y en el plano que la concluye: un nuevo travelling le sigue frontalmente cuando, una vez satisfecha su obsesión de venganza, vuelve a una realidad que no pisaba desde el principio. La cámara se aleja, dejándole solo en medio de la carretera, deshecho en su dolor, consciente por primera vez que su némesis era el único ancla que le sostenía a la vida: un monstruo al que perseguir. Ahora ya no le queda más remedio que enfrentarse al único monstruo que queda: él mismo.

miércoles, 20 de julio de 2011

Silver

(Silver-shirubaa)
Japón, 1999. 78m. C.
D.: Takashi Miike P.: Hisao Maki, Fujio Matsushima & Shizuka Natsuyama G.: Hisao Maki & Saburô Takemoto, basado en el manga de Hisao Maki I.: Atsuko Sakuraba, Kenji Haga, Shinobu Kandori, Rumi Kazama

Los títulos de créditos de esta producción directa a vídeo suponen un ejemplo de la notable habilidad de Takashi Miike para sublimar los lugares comunes más codificados de los géneros en los que suele trabajar, utilizando las formas del cine de bajo presupuesto para moldear su propia mirada cinematográfica. Así, una escena que podría pertenecer a cualquier pinku eiga (el cine erótico japonés), con una pareja haciendo el amor, adquiere un nuevo nivel dramático gracias al delicado tema musical que la acompaña y a los filtros visuales utilizados por Miike que apenas dejan ver el cuerpo desnudo de la protagonista, como si quisiera frustrar las expectativas del público potencial del film.

Silver parte de los presupuestos bases del cine de acción, presentándonos a una pareja de espías -ella agente de campo que trabajó en el pasado en el FBI y es experta en artes marciales y cuyo nombre código es Silver en las misiones que él le prepara- y cuyo objetivo principal es conseguir la lista de los miembros de una organización yakuza. Pero si este punto de partida puede resultar convencional, Miike se encarga desde el principio de distorsionarlo para llevarlo al terreno de lo bizarre: como tapadera, se infiltrarán en un grupo de wrestling femenino que está de gira y que se dedica a realizar espectáculos al aire libre. Lejos de ser un mero escenario, el director de Audition utiliza los iconos del mundillo de la lucha libre para conferir a Silver un desprejuiciado tono superheróico: Silver utilizará el ajustado traje que viste para el ring en sus misiones y hará gala de las más espectaculares habilidades acrobáticas.

Takashi Miike construye la estructura de la película siguiendo la guía básica del género de espías (la contratación de Silver y su adiestramiento; la infiltración en la guarida de sus enemigos en la que será capturada y torturada; el enfrentamiento con un agente de una organización rival que busca el mismo objetivo) para ir dinamitándolo a través de una serie de ingredientes escatológicos y extravagantes en sintonía con el carácter más excéntrico de su director: la líder del clan yakuza es una aficionada al sadomasoquismo que se dedica a sodomizar a sus esbirros utilizando un pene de goma sujeto a la cintura; la contorsionista que orina en un tarro de cristal que le obligará a beber a su acompañante; el club erótico al que acuden los protagonistas en el que se exhibe a un esclavo sexual con un pene kilométrico.

Conocedor del terreno en el que se mueve, lejos de intentar ocultar los defectos y las carencias de producción, Miike se dedica a explotarlas a fondo, como si le sirvieran de carta de naturaleza, de certificado de origen. Ya en sus primeros minutos, se nos mostrará la explosión del hogar de la protagonista realizada con unos irrisorios efectos visuales digitales y, más adelante, se utilizarán unos descarados píxeles para ocultar los genitales de los actores, como si estuviéramos viendo una producción pornográfica. Y es por este camino, evidenciar el esqueleto del (sub)producto, a través del cual Miike puede trascenderlo e, incluso, convertirlo en un ejercicio experimental a través de la mixtura formal que lleva a cabo: de la fotografía desnuda y oscura del rodaje en vídeo a los filtros arty de la escena en la que los protagonistas pasean por la ciudad; del esteticismo de vídeo-clip (la escena de la tortura) a ciertos apuntes poéticos (los personajes comunicándose sin decir una sola palabra, como si tuvieran poderes telepáticos).

Incluso en sus momentos más convencionales, Silver se presenta como un desafío hacia su público objetivo: la dilatada escena de sexo que sirve de ruptura del tono imperante y que da paso a una mirada más grave y dramática, sirviendo de preámbulo del anticlimático final al más puro estilo coitus interruptus. Silver acaba resultando un título asumidamente menor que potencia su personalidad a través de la ostentación de sus costuras y una muestra ejemplar de la insobornable libertad de un creador que moviéndose por las oscuras aguas del cine de consumo de bajo presupuesto consigue legar siempre un buen puñado de inolvidables destellos creativos.

lunes, 18 de julio de 2011

Confessions

(Kokuhaku)
Japón, 2010. 106m. C.
D.: Tetsuya Nakashima P.: Yûji Ishida, Genki Kawamura, Yoshihiro Kubota & Yutaka Suzuki G.: Tetsuya Nakashima, basado en la novela de Kanae Minato I.: TakakoMatsu, Yoshino Kimura, Masaki Okada, Yukito Nishii

En uno de los momentos más magnéticos de Elephant, Gus Van Sant congelaba un detalle fugaz de uno de sus jóvenes protagonistas, resumiendo en ese movimiento inmortalizado por la cámara lenta toda la esencia de una película que hacía de la causalidad y la arbitrariedad el motor épico de nuestra existencia cotidiana. Durante la media hora que dura el prólogo de Confessions, Tetsuya Nakashima recurre al ejercicio esteticista a la hora de captar el pulso de una clase de primaria. Los planos ralentizados enmarcan los movimientos y gestos de los alumnos mientras beben la leche que les han dado, hablan con sus amigos, mandan mensajes por el móvil, molestan a sus compañeros o duermen reposando la cabeza sobre su pupitre. Las imágenes del exterior del edificio, enmarcado por un cielo gris y lleno de densas nubes, lo convierte en un lugar alejado del tiempo y el espacio, como si se nos presentara como un microcosmos que concentrara los vaivenes vitales del Japón contemporáneo.

Confessions se nos descubre así como una radiografía de los males que atenazan a las juventudes niponas, con los alumnos como prototipos de unos ciudadanos futuros cuyo crecimiento y madurez se ven amenazados por una sociedad en la que el individualismo se ha convertido en el refugio del superviviente. De esta manera, mientras la profesora Yuko Moriguchi se despide de sus alumnos a través de un largo monólogo en el que les relata una vida marcada por la tragedia, éstos inicialmente no le hacen el menor caso, encerrados en su propio universo personal que, en el mayor de los casos, se alimenta de las desgracias ajenas. Estos chicos viven en su propio mundo de fantasía, retroalimentado con sus deseos, ignorantes de la oscuridad que aguarda en el exterior. Es por esto que, en el momento en el que Moriguchi confiesa su convicción de que dos miembros de la clase son los culpables de sus traumáticas experiencias y su intención de vengarse personalmente de ellos, la clase en su conjunto enmudece. De repente, los elementos controlados de su micromundo (la profesora como figura autoritaria a la que ignorar e, incluso, burlar) se fragmentan para tomar una nueva forma desconocida (uno de los alumnos que se ha marchado del aula recibirá un mensaje en el móvil donde le informan que la profesora se ha vuelto loca). Su universo subjetivo se fractura y a través de la grieta penetra el miedo.

Tetsuya Nakashima construye Confessions con los elementos que han tornado nuestro mundo civilizado en un entorno controlado en el que lo atroz y lo dañino se ha asimilado con la naturalidad de quien se ha adaptado a un mundo que se dirige irremediablemente hacia el caos: el bullying como medio de imposición clasista y reafirmción del ego (el chico que recibe un golpe en el rostro con una pelota de baseball); los grupos musicales juveniles como creación de un mundo artificial e hipnotizador de la masa; las enfermedades terminales que desafían nuestra evolución tecnificada (el cáncer o el SIDA); internet como medio catalizador de las obsesiones morbosas y sensacionalistas de una población reprimida; las relaciones sentimentales como un liviano pasatiempo sexual en el que el conceptos como amor o compenetración carecen de sentido; el asesinato como camino directo para encontrar el camino en una sociedad que no entiende que el Mal no es cuestión de edades.

Pero este escalofriante panorama de los tiempos que nos ha tocado vivir es filtrado a través de los códigos del cine de género, colocando a Confessions en un punto intermedio entre el cine de terror (por su capacidad para impactarnos, pulsando las teclas tanto de los miedos colectivos como de los temores personales) y el fantástico (su elaborado envoltorio audiovisual que dota de una pátina irreal al crudo retrato que compone el film). Tomando como referente más directo la célebre "Trilogía de la venganza" del director coreano Park Chan-wook (compuesta por las excelentes Sympathy for Mr. Vengeance, Old Boy y Sympathy for Lady Vengeance), Nakashima confecciona una alambicada estructura fragmentada en el que los tiempos aparecen alterados, los puntos de vista de confunden y las introspecciones subjetivas utilizan las fugas mentales de sus protagonistas para hacer juegos malabares entre lo real y lo imaginado: lo que se creía que había pasado, lo que se quería que pasara y lo que realmente ocurrió.

Pero las intenciones de su director no es utilizar las herramientas cinematográficas para elaborar un virtuoso mecanismo de relojería fílmico, sino evidenciar una realidad compuesta de capas superpuestas en la cual el libre albedrío y la causalidad son espejismos de un tablero de ajedrez cuyas piezas son movidas por un demiurgo que, en su obsesión, está dispuesto a hipotecar su propia existencia a la hora llevar a cabo su venganza, consciente de que es un camino de dirección única hacia la destrucción mutua.

Inevitablemente, Confessions resulta un film movido por la fuerza de un romanticismo tan puro como rodeado de tinieblas. Romanticismo que toma la forma de la necesidad del ser humano de escapar de la soledad a la que parece estar abocado en su condición de consciencia individual, buscando tanto el reconocimiento como en el apoyo de alguien que nos dé el calor que mengüe el frío contacto del vacío. La escalofriante conclusión de Confessions nos dibuja como unos seres monstruosos capaces de desatar nuestras ansias sanguinarias al descubrir la fragilidad de las bases sobre las que levantamos el sentido de nuestra existencia.

sábado, 16 de julio de 2011

Séance

(Kôrei)
Japón, 2000. 95m. C.
D.: Kiyoshi Kurosawa P.: Takehiko Tanaka & Yasuyuki Uemura G.: Tetsuya Onishi & Kiyoshi Kurosawa, basado en la novela de Mark McShane I.: Kôji Yakusho, Jun Fubuki, Tsuyoshi Kusanagi, Hikari Ishida

Séance comienza con una conversación entre dos psicólogos que establece la línea de unión entre la psicología y lo parapsicología, dos extremos que comparten un mismo camino y que, de manera inevitable, los emparenta aún en su separación. La presentacion de Junko Sato incide en esta idea. Kurosawa la coloca en una estancia en la que ella es la única presencia, enfocando el lugar con un plano general. La figura de Junko, apoyada contra la pared y cubierta por las sombras, aparece borrosa e inconcreta, no pudiendo establecer el espectador a primera vista si es una persona u otra cosa, algo desconocido.

Séance establece la dicotomía entre lo real y lo fantástico, pero no como dos fuerzas que se contraponen, sino como un elemento común de cuya fusión surge nuestro mundo. Los empleos de la pareja protagonista, compuesta por Sato y su mujer Juko, representa cada una de esas fuerzas. Sato es un técnico de sonido que se encarga de grabar aquellas sonoridades que le encargan en el estudio en el que trabaja. Por tanto, trabaja directamente sobre la materia de lo real (la utilización de un recipiente lleno de agua para grabar el sonido de las burbujas en el momento en el que el agua empieza a hervir o sentado en un bosque, captando el crujido de las ramas de los árboles al ser golpeadas por el viento). Por su parte, Juko tiene la habilidad de contactar con el espíritu de los muertos, oficiando de médium para sus clientes. Por tanto, la propia convivencia diaria entre los dos supone una comunión entre los dos mundos apuntados al comienzo de estas líneas.

El momento en el que Sato vuelve a casa y, tras ver a su mujer poseída por el espíritu del marido fallecido de una chica, se acuesta tranquilamente en su habitación, demuestra que Séance no es tanto una película sobrenatural como una película con elementos sobrenaturales. Durante el primer tercio, Kurosawa se dedica a mostrar al matrimonio en su convivencia cotidiana -cenando, fregando los platos, haciendo planes para pasar el fin de semana- sin que haga falta ninguna manifestación para enrarecer la atmósfera del hogar de los Sato. De esta manera, lo fantástico se introduce en ese espacio no de manera brusca y terrorífica, sino deslizándose a través de los pliegues de la realidad cotidiana, surgiendo e imponiéndose de manera natural.

Para el director de la magistral Pulse (Kairo) el plano fijo es la puerta de entrada de lo sobrenatural. El estilo lento y calmado de Kurosawa construye un espacio fílmico cuya familiaridad se ve vulnerada por la aparición de lo irreal. Séance no busca el susto ni el sobresalto en el espectador, sino su intranquilidad al contemplar como lo conocido se torna extraño. Para ello, Kurosawa echa mano de la figura de estilo del cine de fantasmas japonés -la figura femenina de largos cabellos-, pero cuyo porte estático supone su carta de intenciones: la mayor amenaza de los espectros del cine de Kurosawa se reduce a su mera presencia, como si consistiera en un desafío a sus testigos, arrebatándoles lo que hasta ese momento les pertenecía.

Es por esto que, tras un paréntesis dentro del terreno de lo escabroso (la pareja se ve involucrada accidentalmente en el secuestro de una niña), cuando en su parte final, los protagonistas se ven acosados por lo sobrenatural, resulta inevitable que lo fantástico se desarrolle bajo la mirada de lo ambiguo. ¿Son las apariciones una venganza ultraterrena por parte de un ser cuya muerte violenta le impide descansar o son manifestaciones espirituales -pero terriblemente físicas- del sentimiento de culpa de los ejecutores? ¿Acaso los fenómenos paranormales no son sino distorsiones de la realidad subjetiva producidas por nuestras derivas emocionales? Preguntas que Séance plantea, dejando las respuestas en un inquietante interrogante.


martes, 12 de julio de 2011

Tetsuo. El hombre de hierro

(Tetsuo)
Japón, 1989. 67m. BN.
D.: Shinya Tsukamoto P.: Shinya Tsukamoto G.: Shinya Tsukamoto I.: Tomorowo Taguchi, Kei Fujiwara, Nobu Kanaoka, Shinya Tsukamoto

Al igual que una mañana cualquiera Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto, un día normal y corriente, el protagonista de Tetsuo. El hombre de hierro, un típico oficinista japonés con su traje, corbata, gafas y cartera bajo el brazo, mientras se afeita delante del espejo descubre una pequeña pieza de metal que parece pegada a la piel de su cara. Cuando intenta quitársela, descubre dolorosamente que está unida -soldada- a la piel, logrando empaparse la mejilla de sangre.

La metamorfosis que nos plantea Shinya Tsukamoto en su primera película como director (y como autor completo en una producción amateur rodada en 16mm. y en la que el director de Tokyo Fist se encarga personalmente de casi todos los apartados del rodaje) no es menos angustiosa que la relatada por Franz Kafka, pero sí más dolorosa y tortuosa, surgiendo ésta como una manifestación de un mundo que ha mutado a nuestro alrededor sin que nos hayamos dado cuenta. Si los últimos minutos del metraje confieren al conjunto un valor como manifiesto que propone la creación de un nuevo mundo que se construya sobre las cenizas del antíguo, el comienzo se presenta como una declaración de principios por parte del redactor de dicho manifiesto.

No por casualidad, el primer personaje que vemos en Tetsuo. El hombre de hierro es el propio Shinya Tsukamoto, quien pasea por un desolador paisaje que se asemeja a los laberínticos intestinos de una fábrica abandonada que ha sucumbido al poder del óxido y la herrumbre. Cuando llega a su casa, una habitación inundada de cables y piezas de hierro llenas de tornillos y tuercas, se realiza una incisión en la pierna para, a continuación, introducir una barra de metal por la herida. Autodenominado como "el fetichista del metal", Tsukamoto ofrece su persona, y su físico, como representante de la necesidad de un nuevo paso evolutivo que el ciudadano de las sociedades post-industriales está obligado a dar para sobrevivir en un entorno que ya no le pertenece.

La tecnología rodéa a los protagonistas, conformando un universo artificial que amenaza su condición de seres biológicos, tanto en el interior de los hogares (la televisión siempre encendida, el ventilador, el teléfono, la maquinilla eléctrica) como en el exterior (los postes de alta tensión que han sustituído a los árboles, los vagones del metro que inutiliza nuestras piernas). En Tetsuo. El hombre de hierro se explotan los instintos más primarios del ser humano: la violencia (la paliza que el fetichista del metal recibe siendo un adolescente), el sexo (los encuentros íntimos entre el protagonista y su novia) y la venganza (tras ser atropellado, el fetichista del metal es abandonado por el protagonista y la compañera de éste, quienes copulan delante de su cuerpo agonizante). Unos instintos que se verán remodelados de cara a construir al nuevo ser: la pelea entre el protagonista, convertido ya en una extraña criatura biomecánica, y su novia; su pene convertido en un monstruoso taladro con el que la penetra; el enfrentamiento por las calles entre los dos antagonistas.

El mensaje de Tsukamoto no sólo se desarrollará a un nivel argumental, sino que la creación de ese Nuevo Mundo se orquesta a través de la composición de un Nuevo Cine que surge de la amalgama de lo familiar (la influencia del manga y el anime, con el fundamental Akira, de Katsuhiro Otomo, como punto de ancla; las películas de monstruos; los vídeo-juegos) y lo extranjero (el granuloso blanco y negro y la atmósfera de pesadilla de Cabeza borradora, de David Lynch; el evangelio de la Nueva Carne promovido por David Cronenberg; el cómic de superhéroes). Un cóctel cinematográfico que Tsukamoto se encarga de bombardear y demoler a través de un ritmo hiperkinético, una puesta en escena agresiva y un montaje avasallador.

El resultado aspira tanto al todo (sus saltos genéricos: de la ciencia-ficción en clave cyberpunk al terror, del erotismo al gore, del cine experimental al film de acción, de lo apocalíptico a lo intimista) como a la nada (su profundo hermetismo, tanto en forma como en fondo) y de los desechos de tan radical ejercicio destructor surge la imagen -poderosa, resplandeciente y terriblemente hermosa- del cine del futuro.

lunes, 11 de julio de 2011

La conversación

(The conversation)
USA, 1974. 113m. C.
D.: Francis Ford Coppola P.: Francis Ford Coppola G.: Francis Ford Coppola I.: Gene Hackman, John Cazale, Allen Garfield, Frederick Forrest

La primera imagen de La conversación supone una precisa definición de la paranoia. Un plano en picado muestra desde la lejanía un parque muy transitado al mediodía: la gente pasea, se sienta en los bancos o se detienen a escuchar a los músicos callejeros. Un lento acercamiento de la cámara va cerrando el plano, denotando el ojo vigilante de alguien. Un espacio público que pierde su condición natural y se convierte en un entorno controlado en el que cualquiera puede ser investigado sin darse cuenta. Una anodina furgoneta aparcada junto a la acera sirve de base de operaciones en la que recoger el cúmulo de conversaciones que se escuchan en el lugar, las cuales serán filtradas en un desnudo almacén equipado con la más alta tecnología a la búsqueda de una frase o una palabra concreta.

El 17 de junio de 1972, cinco indivíduos fueron arrestados acusados de allanamiento de morada en la sede del Comité Nacional del Partido Demócrata en el edificio de oficinas Watergate, sito en Washington, DC. Posteriormente se descubriría que esos cinco hombres eran agentes de la CIA y que habían sido contratados por miembros del equipo del Partido Republicano de cara a la campaña de reelección de su presidente que empezaría en octubre de ese mismo año. Finalmente, la investigación subsiguiente acabaría revelando la implicación del propio presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, quien guardaba toda una serie de grabaciones magnetofónicas en las que se recogían sus intentos de obstrucción a la justicia de cara a tapar los intentos de grabar escuchas ilegales a los miembros del Partido Demócrata.

La dimisión de Nixon no sólo supuso uno de los últimos clavos en el ataúd de la conciencia estadounidense, sino que dibujaba un desolador panorama en el que la libertades personales eran amenazadas por los avances tecnológicos. En un momento de La conversación, durante una fiesta tras una convención sobre las más novedosas muestras en espionaje, uno de los integrantes confiesa que uno de sus mejores trabajos consistió en la grabación de las conversaciones de uno de los partidos que se postulaban en las elecciones presidenciales, las cuales perdió. Con esta anécdota, Coppola delimita el escenario sociológico en el que se mueven sus personajes, así como carga la atmósfera de un sentimiento de incertidumbre, desconfianza y pesimismo que se concentra en el protagonista del film, Harry Caul.

Harry Caul supone tanto una consecuencia de esos tiempos como una paradoja. Considerado uno de los mejores en su campo de trabajo, la grabación de conversaciones en todo tipo de condiciones adversas, es, al mismo tiempo, una persona obsesionada por preservar su propia intimidad. La primera parte de La conversación sirve de presentación de tan contradictorio personaje: durante el trabajo en el parque, Harry le indica a uno de sus compañeros que no le interesa tanto el significado de esas conversaciones como la calidad de la grabación en sí. Por tanto, está interesado por el proceso, por el trabajo en sí, y no en sus consecuencias colaterales. Pero cuando llega a casa nos damos cuenta de que esa obsesión puede ser una respuesta al miedo que le produce el alcance de su propia labor: cuando se encuentra un regalo de cumpleaños que le ha dejado una vecina en el interior de su apartamento, Harry no valora las intenciones de la mujer, sino que se enfadará al sentir que han violado su intimidad. Incluso, llegará a bandonar a su novia cuando considera que ésta le hace demasadas preguntas.

Harry sólo parece sentirse cómodo delante de su equipo de grabación, manipulando las cintas una y otra vez, aclarando fragmentos y descifrando sílabas apenas audibles. La conversación nos muestra una realidad líquida fácilmente controlable y tergiversable con los medios adecuados. Coppola inserta nuevas imágenes de la pareja que hablaba en el parque como si fueran las piezas de un puzzle que guardan múltiples significados en cada una de sus caras y de resultados variables según se ordene. En este sentido, La conversación se nos aparece como un film bisagra, que recoge la herencia de un pasado cercano (la deconstrucción de la cotidianidad que proponía la seminal Blow Up. Deseo de una mañana de verano, de Antonioni) a la vez que coloca las bases del futuro (la tecnología como medio decodificador de nuestro entorno de la excelente Impacto, de Brian De Palma).

El nudo del film sirve para profuncidar en el pasado de su protagonista, desvelando un sentimiento de culpa que es el origen de su natural tendencia hacia la soledad. Las consecuencias de todo lo dicho confluyen en un clímax final que transforma a Harry en un héroe desnortado que cuanto más se implica en su personal investigación más lejos parece encontrarse de una verdad que le esquiva contínuamente. Coppola acaba integrando a su protagonista dentro de los márgenes del cine de terror (el impactante plano del apuñalamiento contra el cristal), enrareciendo el ambiente de cara a la conclusión final: el movimiento de cámara sobre el que aparecen los créditos finales y que recoge a Harry sentado en medio de su apartamento destrozado supone el testimonio de toda una sociedad abocada al abismo del desencanto, empujada por las oscuras manos de su propio país.

viernes, 8 de julio de 2011

JCVD

(JCVD)
Bélgica/Luxemburgo/Francia, 2008. 97m. C.
D.: Mabrouk El Mechri P.: Patrick Quinet, Jani Thitges & Arlette Zylberberg G.: Mabrouk El Mechri, Frédéric Taddeï & Christophe Turpin, basado en una idea de Frédéric Taddeï & Vincent Ravalec I.: Jean-Vlaude Van Damme, François Damiens, Zinedine Soualem, Karim Belkhadra

JCVD comienza y termina con dos covers musicales: "Hard Times", de Curtis Mayfield, para el inicio y "Modern Love", de David Bowie, para acompañar los créditos finales. Como decimos, no son las canciones originales, sino que se utilizan las versiones de Baby Huey & The Baby Sitters y de Marie Mazziotti respectivamente. A parte del camino que la película efectúa de lo crepuscular a lo sentimental que resumen estas dos canciones, el hecho de encontrarnos ante un producto que pareciendo una cosa (el trabajo original) es otra (los cambios de la nueva versión) también define la mirada metalingüística que singulariza este original y simpático título.

JCVD supone un estudio acerca de las fragilidades internas que se cierran en el musculoso cuerpo e hierático semblante de uno de los representantes del actioner, así como las capas de sentido que podemos ir separando de una base que, inicialmente, parece comvertir la inexpresividad y la obviedad en su carta de presentación. En resumen, se utiliza la figura de Jean-Claude Van Damme, producto original del direct to video que consigue tocar la gloria del estrellato para volver a ser expulsado a su punto de partida, para realizar una reflexión entre el mito y la persona en los márgenes del cine de género.

Y esos dos Van Damme son presentados, y diferenciados, en la sencuencia de créditos, consistente en un espectacular plano secuencia que muestra al actor belga enfrentándose con todo un ejército y eliminando a sus adversarios tanto utilizando sus habilidades marciales como con armas de fuego, además de rescatar a una pobre muchacha. El que la toma no tenga cortes ayuda a engrandecer a Van Damme, quien se mueve como un auténtico superhéroe y controlando toda la acción. Pero cuando, tras un fallo, el director le dice que hay que repetir el plano vemos a una persona totalmente diferente: un hombre de cuarenta y siete años, cansado, casi exhausto, y que apenas se tiene en pie. En un solo plano hemos pasado de la máscara todopoderosa que admiramos en la pantalla al ser humano que se esconde detras de esa máscara y de cuyas energía y vitalidad se alimenta la primera para resplandecer.

La radiografía de Jean-Claude Van Damme que realiza JCVD se divide en dos puntos: uno externo (el que afecta a los espectadores del cine de acción) y otro interno (dirigido al propio actor). En cuanto al primero, la idea de colocar al actor que tantas veces ha sido el héroe de tantos films del género en una situación límite real (el atraco a una oficina postal) sirve para relativizar la figura idolatrada de la estrella de cine dentro de los contornos de la cotidianidad: mientras que en cualquiera de sus películas, Van Damme desarmaría a sus contrincantes con un movimiento, aquí se intimida cuando le apuntan con una pistola, es derribado cuando le golpean e, incluso, es utilizado como si fuera una marioneta. Las miradas acusadoras de los rehenes cuando se dan cuenta de que Van Damme se acobarda ante las amenazas de sus captores evidencia ejemplarmente la manera con la cual la realidad y la ficción se confunden en nuestra mirada a los ídolos cinematográficos.

La puesta en escena de Mabrouk El Mechri incide en esa confusión. Por un lado, su trabajo a base de largos planos y amplios movimientos de cámara, apoyado por una decoloración de la imagen, subraya el tono documental del film, de hacernos creer que estamos ante un retrato veraz del día a día de Jean-Claude Van Damme. Pero esta planificación naturalista es cortocircuitada por una fragmentación temporal y una separación capitular que contradice ese supuesto naturalismo, confesándonos que, en realidad, estamos ante un elaborado producto de ficción.

Pero si ya esto de por sí hace de JCVD una película harto interesante, es esa perspectiva interna a la que aludía hace unas líneas la que lo convierte en un producto muy especial. En un momento del metraje, Van Damme se observa a sí mismo divagando en una entrevista real emitida por la televisión, dándose cuenta de lo ridículas que son sus reflexiones, las cuales despiertan las risas quienes le rodean. En JCVD, Van Damme se enfrenta a su propio reflejo, a su condición de actor en decadencia, tanto a nivel personal como artístico: las escenas del juicio en el que se enfrenta con su mujer por la custodia de su hija (y en el que tiene que soportar que su hija reniegue de él porque sus amigos se ríen de ella por las cosas que dice su padre por televisión) o las reuniones con su agente discutiendo las condiciones de su próxima película, una producción de serie Z que, como él dice, está acabando con su carrera.

La catarsis llega en una secuencia que, sin duda, supone una de las reflexiones metalingüísticas más poderosas y magnéticas de los últimos años. Van Damme está sentado en una silla en el centro del plano, rodeado de los atracadores y del resto de los rehenes. De repente, la silla empieza a elevarse seguida por la cámara, que está anclada a ella, hasta llegar al techo donde vemos los focos que iluminan el decorado. El artificio queda al descubierto y, por tanto, el engaño desaparece. Van Damme sale de la película, rompe su imagen de actor y se desnuda ante todos nosotros: el "músculos de Bruselas" hace un recorrido por su vida: su infancia marcada por la pobreza, sus primeros pasos en Estados Unidos sin saber inglés, su triunfo en Hollywood y su caída en el infierno de las drogas, así como sus problemas matrimoniales. Una confesión marcada por las lágrimas y por el sentimiento, y que supone el autoexorcismo más impúdico y descarnado que un actor haya hecho de sus demonios internos delante de una cámara desde que vimos a Martin Sheen dentro de una habitación de hotel en Saigón al inicio de Apocalypse Now.


miércoles, 6 de julio de 2011

Santa sangre

(Santa sangre)
México/Italia, 1989. 123m. C.
D.: Alejandro Jodorowsky P.: Claudio Argento G.: Alejandro Jodorowsky, Roberto Leoni & Claudio Argento, basado en una idea de Alejandro Jodorowsky, adaptada por Roberto Leoni I.: Axel Jodorowsky, Blanca Guerra, Guy Stockwell, Thelma Tixou

Cuando conocemos a Fenix, éste se comporta como si fuese un animal antes que un ser humano. Completamente desnudo y subido a lo alto de una estructura a modo de árbol instalada en la celda del psiquiátrico en el que permanece internado, rechaza el plato con comida preparada que le ofrece su médico, pero se lanza a por el pescado crudo que le da a continuación, devorándolo con fruición. Un primer plano de Fenix le sirve a Jodorowsky para fusionarle mediante una transparencia con la cabeza de un águila que emprende el vuelo. El travelling aéreo que atraviesa las calles de la ciudad de México y nos dirige a una carpa de circo instalada delante de una iglesia no sirve tanto como presentación de un escenario como un cúmulo de significados que nos sirvan para interpretar el film.

Por un lado, ese plano subjetivo no corresponde tanto al águila como al propio Fenix, cuya mirada perdida en la realidad se compensa con una visión introspectiva hacia su pasado, hacia los hechos acaecidos en su infancia y que le han dejado en el estado casi catatónico en el que le hemos encontrado. Por otro, esta aproximación nos introduce en la mente del protagonista, en su mundo interior a través del cual tendremos que descifrar el resto del film. Finalmente, supone un movimiento guiado por el propio director quien nos anima a internarnos en su universo cinematográfico. Las pobres arquitecturas mexicanas que nos muestra confieren una importancia tangencial a los escenarios por los que se moverán los personajes, no un fondo, sino fuente misma de la esencia que recorre la película.

En este sentido, resulta tangencial el personaje de la madre de Fenix, Concha, que oficia de líder de un culto pagano que adora la imagen de una joven que fue violada y cuyos brazos le fueron arrancados cuando intentó defenderse, muriendo en un charco formado por su propia sangre. Esta manera de apropiarse de una leyenda local para convertirla en la iconografía religiosa de una secta apocalíptica es la misma que utilizará el propio Jodorowsky a la hora de acercarse a una serie de iconos del cine de terror clásico, los cuales filtra a través de su perspectiva pánica e imaginería esotérica, transformando a la ciudad de México en un escenario irreal, una amalgama de referentes kitsch, camp y bizarre que sirve de base cohesionadora del puzzle referencial desplegado en Santa sangre, a la vez que otorgándole una personalidad propia y diferenciada.

Por ejemplo, los primeros minutos en los que se nos narra la infancia de Fenix como integrante del circo en el que trabajan sus padres remite al universo deformado, tan terrible como melancólico, de Tod Browning. Los integrantes de la compañía circense son, antes que personajes, iconos de dicho mundo que Jodorowsky se encarga de retorcer: el grotesco lanzador de cuchillos, la lasciva y voluptuosa mujer tatuada, la trapecista que realiza su número colgada de su propio pelo. De esta manera, el director de El topo consigue armonizar una mirada casi contumbrista (a la hora de reflejar el día a día en un circo) con inusitados apuntes casi surrealistas (el entierro del elefante) y que sirven para definir a los personajes (el rito de iniciación al que es sometido Fenix por parte de su padre en una de las escenas más emotivas de la película). Con esta base, el espectáculo granguiñolesco con el que finaliza esta primera parte se integra con naturalidad, preparando la inmersión en los códigos del cine de terror moderno que efectuará el film a continuación.

Cuando retomamos a Fenix en su edad adulta ya somos conscientes de que los escenarios por los que se mueve suponen una proyección subjetiva de éste. Si las secuencias anteriores tenían una tonalidad realista y grisácea marcadas por la tragedia y el desconocimiento, ahora el mundo se ha convertido en un lugar amenazante en su vertiente más hedonista y lujuriosa. Un magistral travelling define este territorio hostil para el protagonista: él y un grupo de niños con síndrome de Down son guiados por un proxeneta que, a los ritmos de la "Lupita" de Pérez Prado que sale de su radiocassette, recorre las calles bailando con las decenas de prostitutas que las llenan y enfrentándose a otros chulos que protegen su territorio. Un entorno tan extremo y bizarre (el cúmulos de freaks que pueblan el lugar: el hombre sin piernas que se mueve con las manos; el individuo trajeado que se arranca una oreja) como creíble y lógico en el marco de la acción.

Y son estos cimientos los que le permiten a Jodorowsky penetrar en el vicioso universo del giallo (recordemos que la película está producida por el hermano de Dario Argento), utilizando sus lugares comunes (el punto de vista del asesino acercándose a su víctima; el uso de armas blancas; el ensañamiento sangriento) pero confiriéndole una cualidad personal que lo aleja de las diferentes muestras del subgénero, confiriéndole un hálito de frescura y novedad a un género a esas alturas muerto. La intensa paleta cromática parece remitir tanto a los estilizados ejercicios de Dario Argento como a la reproducción de los carteles que sirven de presentación de los espectáculos teatrales en su vertiente más popular.

Santa sangre supone así un recorrido por toda una tradición cultural latina (las revistas teatrales picantes; la lucha libre de enmascarados; el musical folclórico; el culto a la muerte) que le sirve a Jodorowsky a la hora de combinar todo tipo de ingredientes (del melodrama al cine fantástico, con paradas de romanticismo naïf y apuntes de ciencia-ficción: el extraño momento en el que Fenix se convierte en un mad doctor que parafrasea El hombre invisible de James Whale) cuyo soporte vital supone el Psicosis de Alfred Hitchcock. Santa sangre se convierte en un film esencialmente esotérico, una pócima que sirva al espectador para deconstruir toda una tradicción del cine fantaterrorífico desde una perspectiva (psico)mágica.

Una vez se han resuelto todos los enigmas y se ha clausurado la dramaturgia, Jodorowsky aún invierte veinte minutos en un epílogo que le sirve no sólo de cierre del relato, sino de ejercicio de exorcismo que, en su ritualidad, expulse al espectador del cuerpo de la película y lo devuelva a su mundo. El travelling en retroceso con el que termina la película, en contraposición al movimiento hacia delante que la abría, nos aleja de Fenix y su universo, devolviéndonos a nuestra realidad la cual, una vez transformados por el visionado de Santa sangre, ya no es la misma que abandonamos dos horas antes.

martes, 5 de julio de 2011

Desafío total

(Total Recall)
USA, 1990. 113m. C.
D.: Paul Verhoeven P.: Buzz Feitshans & Ronald Shusett G.: Ronald Shusett, Dan O'Bannon & Gary Goldman, basado en una idea de Ronald Shusett, Dan O'Bannon & Jon Povill, basado en un relato de Philip K. Dick I.: Arnold Schwarzenegger, Rachel Ticotin, Sharon Stone, Ronny Cox

Douglas Quaid tiene una vida, si no perfecta, sí lo suficientemente completa para considerarse un hombre feliz: todos los días se despierta al lado de una hermosa esposa que le quiere y se preocupa por él; tiene un trabajo que parece diseñado para su persona y entre cuyos compañeros puede contar con unos buenos amigos. Pero, a pesar de este idílico dibujo, Quaid no parece feliz. Todas las noches sufre la misma pesadilla en la que se encuentra en un espacio muy diferente y con una mujer que no conoce. Él mismo le confiesa a su esposa que tiene la impresión de no encajar en esa vida, de que está destinado para algo mejor, para algo importante. Minutos después, descubrirá que, en realidad, su ordenada vida no es más que una pantomima, una mentira. Pero antes de ese descrubimiento, el espectador ya ha sospechado que algo no está del todo bien.

Al conocer al compañero de trabajo de Quaid se desvela el artificio: éste es bajito y rechoncho y está medio calvo. En cambio, a su lado, Quaid es un ser hercúleo, casi la personificación de un superhéroe. Incluso su vestimenta propia de un trabajador cualquiera parece molestarle, como si le impusiera un rol que no es el suyo. En el momento en el que es atacado por los que creía sus amigos y consigue acabar con ellos con sus propias manos, haciendo gala de una habilidad para defenderse a la altura de su brutalidad, nos resulta más natural que cuando discute con su mujer por asuntos tan mundanos como las vacaciones.

En Desafío total podemos encontrar algunos de los lugares comunes de la literatura de Philip K. Dick, especialmente la incertidumbre acerca de la solidez de nuestra identidad y la vaporosidad de nuestros recuerdos. En obras como Ubik los protagonistas se movían en una realidad líquida e inestable, llegando a cuestionarse su propia existencia, su condición de seres vivos o muertos. Douglas Quaid también se encuentra con que, de repente, lo que él consideraba la realidad se hace añicos ante sus propios ojos para encontrarse perdido por los laberintos de una memoria codificada. Pero si a medida que progresa en sus investigaciones el protagonista va descubriendo su auténtico papel en el desarrollo de la acción, el espectador sigue contemplando un producto híbrido, que se mueve entre dos realidades sin decidirse por ninguna.

En su segunda producción íntegramente norteamericana, el director Paul Verhoeven maneja una serie de elementos comunes a los que formaban su anterior y exitoso trabajo, la muy superior Robocop. Ya en aquel film nos encontrábamos con un protagonista cuyo pasado había sido borrado para reiniciarlo con una identidad formateada, pero si en la primera aventura del agente Alex Murphy Verhoeven armonizaba la búsqueda de la personalidad perdida con el retrato de un mundo oscuro, sádico y ultraviolento, en Desafío total la estructura se divide en dos caminos que sólo puntualmente se encuentra. La poderosa presencia de Arnold Schwarzenegger, en el apogeo de su condición de estrella del cine norteamericano (y no sólo de acción), decanta la vía del espectáculo y de las explosiones, con un Quaid en una huída perpétua a través de un terreno lleno de obstáculos, más preocupado por esquivar las balas que de unir las piezas que reconstruyan el puzzle que han formado con su cabeza.

A pesar de lo dicho, Desafío total no es un título del todo despreciable, pero sí que nos encontramos ante un producto impersonal por parte del realizador holandés, carente de la fuerza y de la contundencia que convertía a Robocop en un demodelor ejemplo de cine de acción. Así, desinteresado por el despliegue pirotécnico y los efectos especiales, Verhoeven se centra en contagiar al conjunto con su obsesión por la corrupción de la carne y su mirada escatológica: la persona que Quaid utiliza como escudo humano y que acaba cosido a balas; el implante que se extirpa a través de la nariz; los rostros abotargados y los ojos salidos de sus órbitas producto de la atmósfera marciana; la construcción del lascivo barrio marciano Venusville.

En un momento de la película, se plantea la posibilidad de que todo lo que estamos viendo no sea más que un sueño, producto del implante memorístico que le han realizado a Quaid en Rekall Inc. Esta idea no tiene más relevancia en la historia que la de servir para tenderle una trampa al protagonista. En cambio, Verhoeven si parece querer profundizar en esta posibilidad a un nivel visual. La fotografía de Desafío total, lejos de lucir los lujos de su producción, desarrolla un aspecto demodé y anticuado, con los exteriores del territorio marciano evidenciando su condición de maquetas y su arquitectura de cartón piedra, potenciando el aspecto artificioso del mundo en el que se mueve Quaid. De esta manera, la tópica estampa con la que finaliza la película, al más puro estilo happy end hollywoodiense, bien podría considerarse una nota irónica por parte del director de la venenosa Starship Troopers. Las brigadas del espacio.

lunes, 4 de julio de 2011

Network. Un mundo implacable

(Network)
USA, 1976. 121m. C.
D.: Sidney Lumet P.: Howard Gottfried G.: Paddy Chayefsky I.: Faye Dunaway, William Holden, Peter Finch, Robert Duvall

Network. Un mundo implacable comienza presentándonos a su protagonista, el presentador de informativos de una pequeña cadena local Howard Beale, a través de la imagen de un televisor. La voz en off del narrador relata una sucinta biografía del personaje realizando una conexión entre su vida personal y los índices de audiencia de su programa. En este momento, Beale ha perdido el favor del público, los números de su show se derrumban y su vida, como consecuencia, se ha ido al garete. Esta introducción nos informa de que para los protagonistas del film el mundo de la televisión no consiste sólo en su medio laboral, sino que resulta el marco de su propia existencia, su única razón para vivir.

En la siguiente escena, vemos a Beale acompañado de su amigo y socio Max Schumacher, que es el director de los informativos en los que trabaja Beale. Éste ha sido despedido por la cadena y ambos han decidido "celebrarlo" emborrachándose y recordando anécdotas del pasado cuando los dos eran jóvenes y la televisión era muy diferente a la de ahora. A continuación, se nos muestra una serie de planos de los rascacielos que albergan a las principales cadenas de televisión. Pero Lumet no nos está enseñando los espacios por donde se mueven los personajes, sino que sigue con la presentación de los principales integrantes de la acción. Las tomas en contrapicado destacan la altura y el poderío de unos edificios que se levantan sobre los ciudadanos como si fueran gigantescas deidades cuya sombra se cierne sobre nuestras vidas diariamente, vigilándolas y controlándolas. Las personas que trabajan en su interior son esclavos cuya función es alimentar estos ciclópeos seres de hormigón.

Network. Un mundo implacable nos habla de una sociedad que ha convertido a la televisión en el catalizador de los miedos, pasiones e inseguridades de sus habitantes. Los programas no se encargan de informar al telespectador, sino que recoge sus ansiedades y deseos para filtrarlos a través de la narcóticas radiaciones de los rayos catódicos para servir tanto de catarsis como de reconfortante seguridad. En suma, una nueva religión a través de la cual descodificar nuestra existencia, darle un sentido y un orden. Y, como toda religión, necesita sus profetas, sus mesías y sus sacrificios.

Convertido en un gurú catódico que destapa a sus fieles seguidores las trampas y las hipocresías que se esconden tras los pliegues de nuestra presuntamente civilizada sociedad, Beale confiesa que una noche se despertó y oyó una voz que le nombraba su mensajero para abrir los ojos de los televidentes. Una voz que perfectamente podría ser la de esos edificios que nos mostraron al principio de la película, los cuales están dispuestos a utilizar a Beale como Mesías para que predique acerca de una nueva era, una nueva sociedad. Pero enseguida nos damos cuenta de que en realidad Beale no es más que un señuelo preparado para crear el caldo de cultivo propicio para que su auténtico representante escale hasta los puestos de poder.

La primera vez que vemos a Diane Christensen, ésta contempla las imágenes de un debate político que le resulta sumamente aburrido. Cuando, a continuación, se pasan imágenes del robo de un banco grabadas por uno de los atracadores, miembro de un grupo terrorista, se muestra entusiasmada con lo que está viendo. A Diane, que trabaja en el mimo canal que Bearer y Max, no le importan los componentes morales o políticos de los programas de televisión, sino el hipnótico poder de unas imágenes capaces de dirigirse a los sentimientos más viscerales de sus espectadores. El propio Max la definirá como una hija de la televisión, capaz de transformar su vida y la de quienes la rodean en un guión de una soap opera.

Diane está colocando los cimientos de un mundo que ya no se regirá por lo que dictamina la pantalla de su televisor, sino que, directamente, se va a convertir en un programa de televisión en sí mismo, con las personas asumiendo los roles que les caracterizan y con sus acciones sujetas a un controlado tempo y a las necesidades de la historia, con sus cambios de ritmo y giros sorpresa. Y un cambio de este tipo hay que sellarlo con sangre, la del profecta que ya no es necesario, puesto que la semilla ya se ha plantado y su misión ha finalizado. Su sacrificio se ha de hacer en directo, en un plató y recogido por las cámaras, tanto para que sirvan de testigo como para que recojan las energías despedidas por esta ofrenda.

Network. Un mundo implacable finaliza como empezó, con una pantalla de televisión que nos muestra el fin de la humanidad confundiéndose en un batiburrillo de imágenes de anuncios, informativos y talk shows. Y nos damos cuenta que, desde el principio, todo lo que ha acontecido en el film ha estado prisionero en su interior, con los movimientos de los personajes dictaminados por una serie de fuerzas superiores. Nada más existe ahí fuera, todo lo que conocemos está encerrado en una carcel compuesta de 625 líneas.