lunes, 4 de julio de 2011

Network. Un mundo implacable

(Network)
USA, 1976. 121m. C.
D.: Sidney Lumet P.: Howard Gottfried G.: Paddy Chayefsky I.: Faye Dunaway, William Holden, Peter Finch, Robert Duvall

Network. Un mundo implacable comienza presentándonos a su protagonista, el presentador de informativos de una pequeña cadena local Howard Beale, a través de la imagen de un televisor. La voz en off del narrador relata una sucinta biografía del personaje realizando una conexión entre su vida personal y los índices de audiencia de su programa. En este momento, Beale ha perdido el favor del público, los números de su show se derrumban y su vida, como consecuencia, se ha ido al garete. Esta introducción nos informa de que para los protagonistas del film el mundo de la televisión no consiste sólo en su medio laboral, sino que resulta el marco de su propia existencia, su única razón para vivir.

En la siguiente escena, vemos a Beale acompañado de su amigo y socio Max Schumacher, que es el director de los informativos en los que trabaja Beale. Éste ha sido despedido por la cadena y ambos han decidido "celebrarlo" emborrachándose y recordando anécdotas del pasado cuando los dos eran jóvenes y la televisión era muy diferente a la de ahora. A continuación, se nos muestra una serie de planos de los rascacielos que albergan a las principales cadenas de televisión. Pero Lumet no nos está enseñando los espacios por donde se mueven los personajes, sino que sigue con la presentación de los principales integrantes de la acción. Las tomas en contrapicado destacan la altura y el poderío de unos edificios que se levantan sobre los ciudadanos como si fueran gigantescas deidades cuya sombra se cierne sobre nuestras vidas diariamente, vigilándolas y controlándolas. Las personas que trabajan en su interior son esclavos cuya función es alimentar estos ciclópeos seres de hormigón.

Network. Un mundo implacable nos habla de una sociedad que ha convertido a la televisión en el catalizador de los miedos, pasiones e inseguridades de sus habitantes. Los programas no se encargan de informar al telespectador, sino que recoge sus ansiedades y deseos para filtrarlos a través de la narcóticas radiaciones de los rayos catódicos para servir tanto de catarsis como de reconfortante seguridad. En suma, una nueva religión a través de la cual descodificar nuestra existencia, darle un sentido y un orden. Y, como toda religión, necesita sus profetas, sus mesías y sus sacrificios.

Convertido en un gurú catódico que destapa a sus fieles seguidores las trampas y las hipocresías que se esconden tras los pliegues de nuestra presuntamente civilizada sociedad, Beale confiesa que una noche se despertó y oyó una voz que le nombraba su mensajero para abrir los ojos de los televidentes. Una voz que perfectamente podría ser la de esos edificios que nos mostraron al principio de la película, los cuales están dispuestos a utilizar a Beale como Mesías para que predique acerca de una nueva era, una nueva sociedad. Pero enseguida nos damos cuenta de que en realidad Beale no es más que un señuelo preparado para crear el caldo de cultivo propicio para que su auténtico representante escale hasta los puestos de poder.

La primera vez que vemos a Diane Christensen, ésta contempla las imágenes de un debate político que le resulta sumamente aburrido. Cuando, a continuación, se pasan imágenes del robo de un banco grabadas por uno de los atracadores, miembro de un grupo terrorista, se muestra entusiasmada con lo que está viendo. A Diane, que trabaja en el mimo canal que Bearer y Max, no le importan los componentes morales o políticos de los programas de televisión, sino el hipnótico poder de unas imágenes capaces de dirigirse a los sentimientos más viscerales de sus espectadores. El propio Max la definirá como una hija de la televisión, capaz de transformar su vida y la de quienes la rodean en un guión de una soap opera.

Diane está colocando los cimientos de un mundo que ya no se regirá por lo que dictamina la pantalla de su televisor, sino que, directamente, se va a convertir en un programa de televisión en sí mismo, con las personas asumiendo los roles que les caracterizan y con sus acciones sujetas a un controlado tempo y a las necesidades de la historia, con sus cambios de ritmo y giros sorpresa. Y un cambio de este tipo hay que sellarlo con sangre, la del profecta que ya no es necesario, puesto que la semilla ya se ha plantado y su misión ha finalizado. Su sacrificio se ha de hacer en directo, en un plató y recogido por las cámaras, tanto para que sirvan de testigo como para que recojan las energías despedidas por esta ofrenda.

Network. Un mundo implacable finaliza como empezó, con una pantalla de televisión que nos muestra el fin de la humanidad confundiéndose en un batiburrillo de imágenes de anuncios, informativos y talk shows. Y nos damos cuenta que, desde el principio, todo lo que ha acontecido en el film ha estado prisionero en su interior, con los movimientos de los personajes dictaminados por una serie de fuerzas superiores. Nada más existe ahí fuera, todo lo que conocemos está encerrado en una carcel compuesta de 625 líneas.

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