miércoles, 31 de agosto de 2011

Salvador (Puig Antich)

(Salvador (Puig Antich))
España/UK, 2006. 134m. C.
D.: Manuel Huerga P.: Jaume Roures G.: Lluís Arcarazo, basado en el libro de FransescEscribano I.: Daniel Brühl, Tristán Ulloa, Leonardo Sbaraglia, Leonor Watling

Cuando Álex de la Iglesia barajaba ideas y proyectos de cara a realizar su primer largometraje confeccionó una lista en la que se indicaban los lugares comunes de nuestro cine que quería evitar. Entre ellos estaba el tema de la guerra civil. Esta anécdota ejemplifica cómo la historia reciente de España (y sus derivados: la dictadura franquista o la transición) se ha convertido en un estigma de cara al público, tomando la forma de estereotipo de una industria cinematográfica anclada en el pasado (no tanto argumental como artísticamente). Es esta una de las (tantas) diferencias con el cine norteamericano, cuya habilidad para construir un espectáculo de cualquier tema le ha llevado incluso a acudir a los rincones más oscuros de su pasado como el magnicidio del presidente Kennedy, la guerra de Vietnam o el caso Watergate para sublimarlos a través del cine, pasando a formar parte de su mitología personal.

En este sentido, una película como Salvador (Puig Antich) destaca inevitablemente en el marco en el que nace al proponer una mirada al género histórico-político en el que la estética tiene tanta importancia como los hechos que se narran. Las primeras imágenes del film de Manuel Huerga establece unos patrones visuales reconocibles: los colores saturados, el montaje fragmentado a base de planos cortos, la cámara en perpetuo movimiento y el nerviosismo general de la puesta en escena supone un trabajo escenográfico no tanto moderno como coyuntural: la influencia de modelos como el Oliver Stone de J.F.K. Caso abierto o los trabajos de Paul Greengrass para sus dos entregas dedicadas al personaje de Jason Bourne son los modelos más evidentes de Salvador (Puig Antich).

Mientras que Stone conseguía conferir a su película una pátina documental que él mismo se encargaba de dinamitar para demostrar la inestabilidad del concepto de lo real y Greengrass reflejaba la memoria fraccionada de su protagonista, el trabajo de Huerga se nos revela menos meditado. La primera parte del film, en el que se nos cuenta las actividades del joven Salvador Puig Antich como militante del grupo anarquista MIL (Movimiento Ibérico de Liberación) en el seno de la España franquista durante los primeros años 70, nos es relatada por el propio protagonista y visualizada a base de flashbacks. De esta manera, parece justificarse el frenético estilo visual, pues las acciones son rememoradas por una persona orgullosa de esos acontecimientos, confiriéndoles un tono rápido y heroico, como seguramente los recuerda.

Pero el resultado de esta decisión no resulta tan acertado como su planteamiento desde el momento en el que dota a las imágenes una atmósfera irreal que choca frontalmente con las intenciones de la película. Los personajes pierden su condición individual para pasar a ser unos ideales andantes, símbolos que se mueven de manera borrosa en el interior de unos encuadres que nunca les deja el tiempo suficiente para respirar o expresarse por sí mismos. El esteticismo de Salvador (Puig Antich) acaba convirtiendose en una convención llevando a la película al terreno que, precisamente, intentaba evitar: el lugar común (véase el tiroteo con la policía en el intento de atraco al Banco Hispanoamericano de Barcelona acaecido el 2 de marzo de 1973, resuelto con los modos del cine de acción hollywoodense).

Y es este distanciamiento lo que hiere mortalmente a la película en su segunda parte en la cual asistimos al encarcelamiento de Salvador tras ser acusado de la muerte de un policía en el momento de su captura. Abandonado en su celda más como la sombra de un movimiento que como ser de carne y hueso, la estancia en prisión de Salvador lleva al film por un camino fijado (las conversaciones con su idealista abogado; los encuentros con la familia; la amistad con su carcelero) que desemboca en un único final posible que acaba de enseñar las cartas de Salvador (Puig Antich).

El largo clímax final se concentra en la útima noche de Salvador, horas antes de ser ejecutado por el escalofriante método del garrote vil. La dilatación de estas escenas busca pulsar las teclas más sentimentales de cara a emocionar a un espectador al que no se le niega ni momentos melodramáticos (las hermanas recordando los momentos felices del pasado), poéticos (la hermana pequeña derrumbándose en el suelo del patio del colegio en el momento en el que muere Salvador o el relato que le cuenta éste sobre su (im)posible futuro) sin renegar de falso suspense (los intentos de su abogado por conseguir el indulto) ni de simbolismos pueriles (los fallos eléctricos anunciando que la vida de su protagonista se va apagando).

El mismo día que Salvador, Heinz Chez -cuyo nombre real era Georg Michael Welze- encontró la muerte sólo diez minutos más tarde en Tarragona por el mismo método, acusado del asesinato del guardia civil Antonio Torralbo el 19 de diciembre de 1972. Fueron los dos últimos presos ejecutados con el garrote vil, un dato que Salvador (Puig Antich) obvia, demostrando que sus intenciones no son tanto el retratar los estertores de un régimen monstruoso y degradante como el construir una hagiografía con la que transmutar a un joven asesinado por un poder degradado en un estandarte.


lunes, 29 de agosto de 2011

La conquista del planeta de los simios

(Battle for the Planet of the Apes)
USA, 1973. 93m. C.
D.: J. Lee Thompson P.: Arthur P. Jacobs G.: John William Corrington & Joyce Hooper Corrington, basado en una idea de Paul Dehn, basada en los personajes creados por Pierre Boulle I.: Roddy McDowall, Claude Akins, Natalie Trundy, Severn Darden

Con los cinco primeros minutos que La conquista del planeta de los simios invierte para realizar un resumen de los acontecimientos narrados en las anteriores películas, utilizando para ello imágenes sacadas de éstas, la última entrega de la pentalogía iniciada con El planeta de los simios confiesa su condición episódica, como si asumiera el ser una entrega más en una saga que, a estas alturas, parece ya no tener nada que contar. De esta manera, al contrario que ocurría con las dos últimas partes, las cuales aportaban datos importantes para la serie en su conjunto (aunque bien discutibles, por otro lado), en esta ocasión asistimos a una simple aventura sin mayor trascendencia, convirtiendo a La conquista del planeta de los simios en una especie de episodio piloto de la serie de televisión que se estrenaría al año siguiente.

La herramienta primordial de la película de J. Lee Thompson es la elipsis, tanto en el comienzo como el fin del metraje, convirtiendola en una historia independiente, un compartimento estanco aislado del resto de la franquicia. Si las dos últimas entregas utilizaban la paradoja temporal como el medio para solucionar el gran misterio que quedaba por resolver al final de El planeta de los simios -¿cómo había llegado a convertirse el simio en la especie dominante?-, el espectador que espere de La conquista del planeta de los simios el nexo de unión con la película de Charlton Heston, completando así el círculo, se sentirá decepcionado.

La conquista del planeta de los simios comienza treinta años después de los acontecimientos acaecidos en La rebelión de los simios y encontramos a Caesar establecido con un grupo de simios inteligentes en un campamento en medio de la selva, con una jerarquía social muy parecido a la que vimos en el primer film, con los orangutanes militares en perpetuo enfrentamiento con los chimpancés. Cuando los protagonistas hablan de cómo la gran bomba destruyó todas las ciudades y exterminó a casi todos los humanos nos damos cuenta de hasta qué punto nos encontramos ante una producción de muy limitado presupuesto que deja a un lado los acontecimientos importantes para centrarse en las anécdotas. Pero también es una evidencia de las contradicciones a las que ha llegado la serie con respecto a su título inicial.

Ya en Huida del planeta de los simios se establecía una teoría que tergiversaba el mensaje del film original, convirtiendo el apocalipsis desarrollado por el propio ser humano en la rebelión de una especie oprimida. Como si los propios creadores de la saga fueran conscientes de haberse apartado del camino que marcó el primer título, en un momento del film le hacen exponer al científico Virgilio la posibilidad de la existencia de varias líneas temporales a modo de diferentes realidades paralelas según los acontecimientos. Así, en La conquista del planeta de los simios se juega con la idea de que debido a los sucesos acaecidos en la tercera entrega -la llegada de unos simios evolucionados a un espacio temporal en el que el hombre aún reina sobre la tierra- la línea temporal se ha visto modificada, originando un planeta de los simios diferente. A raíz de esto, el hecho de que en su conclusión el film no enlace con el principio de la primera entrega puede ser visto como una decisión coherente, pues esos sucesos han sido borrados por los nuevos acontecimientos.

Pero a parte de estas elucubraciones más teóricas que prácticas, lo que nos ofrece La conquista del planeta de los simios es un vulgar espectáculo de acción, con los simios enfrentándose a un grupo de humanos que han sobrevivido bajo tierra, desfigurados por la exposición a la radiación (y que serían los antepasados de los humanos con poderes telepáticos de El regreso al planeta de los simios). El fracasado intento de Caesar por construir una civilización utópica supone el único apunte crítico (los simios acaban cayendo en la misma espiral de violencia que acabó con la sociedad humana) en una película cuyo mayor interés radica en servir de muestra de los posteriores trabajos de su director en la productora Cannon al servicio de Charles Bronson.


domingo, 28 de agosto de 2011

Hanna

(Hanna)
USA/UK/Alemania, 2011. 111m. C.
D.: Joel Wright P.: Marty Adelstein, Leslie Holleran & Scott Nemes G.: Seth Lochhead & David Farr, basado en una idea de Seth Lochhead I.: Saoirse Ronan, Eric Bana, Cate Blanchett, Tom Hollander

La temperatura que solemos asociar con el cine de acción es el calor: personajes arrastrados por sus ardientes pasiones o sentimientos exaltados; cuerpos en perpetuo movimiento; explosiones, disparos y todo tipo de exhibicionismo pirotécnico marcan el camino a seguir por la mayoría de muestras del género. Desde sus primeras imágenes, Hanna se desmarca de esta tendencia ubicándonos en un vasto escenario helado en el que la protagonista se sitúa con la naturalidad de un témpano de hielo. Sus acciones son tan rápidas como calculadas, de una perfección mecánica carente de emociones. En el momento en el que contemplamos el rostro de Hanna su ausencia de expresividad gestual y su hieratismo en combinación con su aspecto albino la asemejan más a una figura artificial que a una persona de carne y hueso.

El gélido esteticismo de la puesta en escena de Joel Wright no tiene como objetivo el convertir a Hanna es un ejemplo de cine de acción en clave de autor (o, al menos, únicamente), sino como representación sensorial del estado emocional de su protagonista, una Blancanieves genéticamente diseñada y estratégicamente adiestrada para convertirse en una máquina de matar y que ha permanecido aislada en su búrbuja de hielo particular. Por tanto, aunque la planificación mantiene una pauta común de notable manierismo (a medio camino entre el vídeoclip, la estética publicitaria y el video-art de corte arty; lo que es potenciado -y dinamizado- por la electrónica banda sonora de The Chemical Brothers), esta pauta sí se ve modificada según las circunstancias en las que se mueve Hanna.

Por ejemplo, las primeras escenas en las que se nos presenta a la protagonista junto a su padre en un refugio polar hacen gala de un ritmo sereno -compuesto por lentos movimientos de cámara- contrastando con el montaje fragmentado que retrata el ataque de ansiedad que sufre Hanna cuando se siente atacada por una serie de avances tecnológicos mundanos que ella desconocía por completo (una televisión, un ventilador, una cafetera eléctrica, la parpadeante luz del techo). En este sentido, resulta relevante que el único momento en el que la fotografía adquiere unas tonalidades cálidas sea cuando Hanna se encuentra con otras personas que están dispuestas a ayudarla -concretamente, una familia de vacaciones que viaja en su caravana-, conociendo, por primera vez en su vida, lo que es la amistad. Pero incluso en estos momentos, una oscura nube cubre a la protagonista, advirtiéndole que no puede escapar del destino para el que nació: una noche sale junto a su amiga con dos chicos; cuando uno de ellos intenta besarla, Hanna lo derribará con una llave. Para Hanna los gestos cariñosos no existen y todo movimiento es percibido como una posible amenaza para su vida.

Si bien desde un acercamiento argumental Hanna tiene varios puntos en común con la popular trilogía iniciada con El caso Bourne, su desarrollo tiene, así mismo, notables diferencias, especialmente en el tono. Al principio del film, observamos como Hanna lee contínuamente un volúmen recopilatorio de los cuentos más famosos de los hermanos Grimm. La combinación de la pálida inocencia de su protagonista y el esteticista trabajo del director de Orgullo y prejuicio confieren a Hanna una atmósfera alucinada, casi surrealista en ocasiones, que la convierten en una violenta fábula que nos narra el viaje iniciático de una heroína que pasa por el proceso del conocimiento para encontrar en la oscuridad de la boca del lobo la razón de su existencia.


sábado, 27 de agosto de 2011

La rebelión de los simios

(Conquest of the Planet of the Apes)
USA, 1972. 88m. C.
D.: J. Lee Thompson P.: Arthur P. Jacobs G.: Paul Dehn, basado en los personajes creados por Pierre Boulle I.: Roddy McDowall, Don Murray, Ricardo Montalban, Natalie Trundy

Si algo ha caracterizado a la saga iniciada con la clásica El planeta de los simios ya desde sus inicios es su componente crítico. El film original de Franklin J. Schaffner partía de la discursiva novela de Pierre Boulle para plantear una alegoría acerca de las capacidades autodestructivas del ser humano que le llevarían casi a su extinción y que era presentada a través de un envoltorio de ciencia-ficción combinado con cierto espíritu aventurero. Los títulos que siguieron a ese film fundacional fueron perdiendo el elemento fantástico para profundizar en el espíritu crítico, especialmente a partir de la tercera entrega, Huida del planeta de los simios, como si la ambientación contemporánea de ese título impusiera un acercamiento más realista a los hechos narrados.

Con La rebelión de los simios, la saga parece abrazar el género de la película de denuncia, abandonando casi por completo los componentes fantásticos. El principio no puede ser más revelador: un grupo de simios encadenados son guiados por unas fuerzas policiales hasta una plaza donde serán obligados a realizar todo tipo de servicios a las órdenes de sus amos humanos. Con esta escena el círculo parece cerrarse del todo: si en la anterior entrega, los simios pasaban de ser la raza dominante a la minoría oprimida, aquí son tratados como esclavos de igual manera a como lo eran los humanos en la primera parte.

Pero hay una diferencia importante que afecta al sentido de toda la serie, hasta el punto de tergiversar el mensaje original. Si la película protagonizada por Charlton Heston incidía en la capacidad del ser humano para explotar su entorno y como, arrastrado por sentimientos tan extremos como el miedo o las ansias de poder, podía llegar a aniquilar todo aquello que temía, La rebelión de los simios apunta directamente al espinoso tema del racismo y la esclavitud, apartándose de la reflexión humanista para pasar al terreno de la política (que el único miembro del gobierno que ayuda a Caesar -el hijo de Cornelius y Zira y el único simio inteligente- sea de raza negra no hace sino oficializar esta perspectiva de forma bien poco sutil).

De esta manera, el camino por el cual los simios acabarán haciéndose con el poder en detrimento de los humanos (y del que aquí se nos muestra el inicio) no tiene tanto que ver con una hecatombe propiciada por el propio ser humano como por la reivindicación de Caesar y sus compañeros de su libertad, rebelándose contra sus captores a través de las armas. Este cambio puede ofrecer una nota nihilista -los simios utilizan los mismos medios que sus opresores (esto es, la violencia) anunciando los métodos que utilizarán en el futuro con los humanos cuando estén en el poder- pero también banaliza el mensaje original, simplificándolo y perdiendo su tono apocalíptico.

A pesar de que la acción se desarrolla en un futuro cercano (teniendo en cuenta, claro, la fecha de producción de la película), como indicaba líneas arriba la ciencia-ficción brilla por su ausencia destacando únicamente en este sentido las rectas arquitecturas de los exteriores, cuyos ángulos y blancas fachadas les da un aspecto modernista. La puesta en escena de J. Lee Thompson respeta la estética impuesta desde el primer film aportando una mirada nerviosa a través de la utilización de la cámara al hombro, subrayando, por un lado, el realismo de la propuesta y, por otro, la tensión que se respira en el ambiente y que puede estallar en cualquier instante. Las imágenes finales de La rebelión de los simios confirma la estructura episódica que empieza a adquirir la serie, avanzando hacia un objetivo fijado, enlazar con la fundacional El planeta de los simios. Irónicamente, cuanto más cerca se encuentra de ese título, más se aleja de su espíritu.


viernes, 26 de agosto de 2011

La misión

(The Mission)
UK, 1986. 125m. C.
D.: Roland Joffé P.: Fernando Ghia & David Puttnam G.: Robert Bolt I.: Robert De Niro, Jeremy Irons, Ray McAnally, Aidan Quinn

La misión comienza mostrándonos como un grupo de indígenas ha atado a un sacerdote inglés a una cruz de madera, soltándolo en el río. Arrastrado por la corriente, acabará cayendo por una gigantesca catarata, perdiéndose la figura en el torrente de agua. Posiblemente sea la imagen más poderosa de toda la película, además de servir como introducción y resumen del conflicto que se desarrollará durante el resto del metraje: la confrontación entre civilización y vida salvaje; la religión oficial del viejo continente contra la inocencia telúrica de unas tierras vírgenes.

La jungla sudamericana del siglo XVIII supone la representación del Edén en la tierra. Un territorio que, sin estar aún contaminado por la mano del hombre moderno, mantiene su pureza (sólo hay que comparar el intenso verdor de la vegetación y las cristalinas aguas de sus ríos con las polvorientas calles de las ciudades) y cuyos habitantes hacen gala de una sensibilidad casi mística a la hora de valorar la belleza y la armonía. El padre Gabriel consigue integrarse entre la tribu gracias a la melodía que toca con su oboe, un instrumento que los indígenas desconocen totalmente pero que llegarán a admirar por ser la herramienta con la que surgen tan preciosas melodías.

El lugar ideal en el que un hombre poseído por sus demonios internos, que ha cometido uno de los actos más horrorosos que un ser humano puede cometer empujado por unos instintos corrompidos, como es el mercenario Rodrigo Mendoza, puede encontrar el camino a la redención. Un camino que se transitará a través de una penitencia física que sirva para limpiar el espíritu. Junto al padre Gabriel y el resto de jesuitas, Mendoza recorrerá el camino hasta la tribu de los indios guaraníes arrastrando un saco lleno de sus utensilios de guerra (su sable, su armadura) atado a su cuerpo. Tras no pocos peligros en los que ha estado a punto de perder su vida (la escalada de la montaña), cuando lleguen a su destino, el saco será abandonado en el río, hundiéndose en las aguas, como si los demonios de Mendoza hayan sido exorcizados y encerrados en esas herramientas de muerte, siendo enterradas en el corazón de la Naturaleza.

Proyecto puesto en marcha por la productora Goldcrest para intentar recuperarse del estrepitoso fracaso comercial de Revolución, La misión informa al espectador tanto de las intenciones como del espíritu que la mueven desde su mismo inicio: un letrero nos informa de que los acontecimientos narrados están basados en hechos históricos auténticos. La misión supone, así, un evidente artefacto minuciosamente diseñado tanto para encandilar a los críticos y arrasar en los festivales con su estilo trascendente y ritmo complaciente (la película fue galardonada por la Palma de Oro del Festival de Cannes y nominada a siete premios Oscar, mejor película incluída) a la vez que convertirse en la película-fenómeno del año que hay que ver (por su mensaje espiritual y brillantes valores de producción).

De indudable virtuosismo técnico, resulta inevitable el encontrarse con imágenes de gran poder evocador (especialmente los planos generales del paisaje) apoyadas por la arrebatadora banda sonora compuesta por Ennio Morricone, pero incluso en sus momentos más teóricamente fuertes -el enfrentamiento entre los guaraníes y los ejércitos colonizadores de España y Portugal o la imagen del padre Gabriel portando un crucifijo dorado seguido de los miembros más jóvenes de la aldea, mientras los edificios arden detrás de ellos y las balas vuelan a su alrededor- La misión hace uso de una planificación excesivamente pulcra y académica de resultados narcóticos para el espectador. Las intensas pasiones y profundos ideales que mueven a los protagonistas quedan encerrados y ahogados en los rectangulares bordes de unos encuadres demasiado educados.


jueves, 25 de agosto de 2011

Conan el bárbaro (2011)

(Conan the barbarian)
USA, 2011. 113m. C.
D.: Marcus Nispel P.: John Baldecchi, Boaz Davidson, Randall Emmett, Joe Gatta, Avi Lerner, Danny Lerner, Fredrik Malmberg & Les Weldon G.: Thomas Dean Donnelly, Joshua Oppenheimer & Sean Hood, basado en el personaje creado por Robert E. Howard I.: Jason Momoa, Stephen Lang, Rachel Nichols, Ron Perlman

El nombre de Marcus Nispel no suele cotizar mucho dentro de los baremos con los que se miden a las personalidades más atractivas y/o importantes del cine actual a pesar de que con el éxito de su primera película, la excelente La matanza de Texas, condicionó en dos puntos el camino a seguir por el cine de género norteamericano contemporáneo: la puesta al día de los títulos clásicos que moldearon el género de terror moderno durante la década de los 70; y la recuperación de la mirada sucia, sórdida y salvajemente nihilista que caracterizaba a dichas producciones. Sería con un nuevo remake, El guía del desfiladero, con el que, partiendo de una olvidada película de aventuras noruega, Nispel demostró que su pulso industrial y esteticista casaba con la atmósfera bárbara de la espada y brujería más oscura.

Con estos antecedentes, Marcus Nispel se nos aparece como uno de los factores dentro de una ingenua operación aritmética por parte de los productores a la hora de rescatar a un personaje que estaba ausente de la pantalla grande desde 1984 con la desafortunada Conan el destructor: por un lado, la moda actual de las adaptaciones de superhéroes surgidos del mundo del cómic, un medio al que la creación del escritor Robert E. Howard no pertenece en puridad de conceptos, pero al que está inevitablemente unido debido a que la popularidad de Conan viene dada, principalmente, de sus aventuras en las páginas de los comics Marvel; y el buen estado de salud de la fantasía heróica gracias a, principalmente, la adaptación que Peter Jackson acometió de El Señor de los Anillos y al fenómeno creado por George R.R. Martin con su saga literaria Canción de hielo y fuego (en cuya exitosa adaptación televisiva participa el actor elegido para encarnar a Conan, Jason Momoa).

A raíz de lo dicho, resulta fácil pensar que la nueva versión de Conan el bárbaro supone un ejercicio artificioso destinado a aprovecharse de la coyunturalidad en la que nace de cara a resucitar a una lucrativa franquicia. Una impresión que Nispel se encarga de deshacer desde el mismo prólogo: el nacimiento de Conan en medio de un sangriento campo de batalla no sólo sirve para apuntar el tono pulp que establece el contexto de fantasía sangrienta en la que se desarrollarán las aventuras del personaje (la brutal cesárea que le practica Corin a su mujer con el filo de su espada manchado con la sangre de sus enemigos), sino que dicta el destino de la criatura. El plano de Corin elevando con sus fuertes brazos a su hijo recién nacido por encima de su cabeza rima con la imagen que cierra la película, resumiendo la perspectiva existencial del héroe protagonista.

Poeta de la barbarie y esteta de la supervivencia, Marcus Nispel se apoya en un guión deliberadamente convencional (y que reconoce sus influencias: el pequeño Conan sujetando la cadena que sostiene el recipiente lleno de hierro fundido sobre la cabeza de su padre recuerda al niño sosteniendo los pies de su padre ahorcado de tantos spaghetti westerns) para inmortalizar la atmósfera nihilista y de descarnada brutalidad de unos tiempos legendarios. Conan siendo enviado a recorrer las montañas en soledad como rito iniciático de madurez y volviendo cubierto de sangre y portando las cabezas cortadas de los enemigos que le han asaltado nos retrata a la perfección un universo salvajemente super-vivencialista en el que Conan es enmarcado como una máquina perfecta para sobrevivir en unos tiempos inclementes (el primer contacto que tiene con el mundo exterior es el filo de una espada que atraviesa el vientre de su madre y está a punto de ensartarlo).

Las estilizadas carnicerías con las que se resuelven los combates no sirven sólo para demostrar la crudeza de la era hiboria ni como seña de autenticidad, sino para subrayar la fuerza física con la que se mueve su protagonista. La cámara de Nispel está tan atenta para resaltar lo épico (el rescate de la sacerdotisa Tamara) como para subrayar el impacto (las ralentizaciones que congelan acciones, movimientos o gestos como si fueran ilustraciones), siempre dispuesto a captar el peso de las armas, el esfuerzo de la lucha o el dolor de las heridas. Resulta ejemplar del meticuloso trabajo de puesta en escena de Nispel el momento en el que Conan hace el amor con su compañera: presentada de manera un tanto precipitada por el guión (la ineludible escena "de cama"), Nispel sublima el tópico incluyendo en el plano la espada de Conan clavada en el suelo junto a los dos amantes, convirtiendo el instane en la materialización de los principios vitales del protagonista que el propio Conan ha anunciado minutos antes.

Carente de la fuerza operística de la mítica adaptación de John Milius (de la que se echa de menos, especialmente, la inmortal partitura de Basil Poledouris), Conan el bárbaro subraya el espíritu aventurero -a través del sentido de la maravilla (el barco siendo arrastrado a través de la selva; la montaña con forma de calavera) y ciertos apuntes lovecraftianos que remiten al origen pulp del personaje (el tentacular ser acuático; la máscara que absorbe sangre humana)- de una película fiel a sus instintos a la hora de radiografiar la ambigüedad moral de un universo en el que ni los buenos son tan buenos (la especial brutalidad de Conan con sus enemigos frenan la empatía que el espectador puede tener con el supuesto héroe) ni los malos de una pieza (las ansias de conquistar el mundo de Khalar Zym pasan a un segundo plano ante la posibilidad de recuperar a su esposa, brutalmente asesinada ante sus ojos).


miércoles, 24 de agosto de 2011

Mi novia es un zombie

(Dellamorte Dellamore)
Italia/Francia/Alemania, 1994. 105m. C.
D.: Michele Soavi P.: Heinz Bibo, Tilde Corsi, Gianni Romoli & Michele Soavi G.: Gianni Romoli, basado en la novela de Tiziano Sclavi I.: Rupert Everett, François Hadji-Lazaro, Anna Falchi, Mickey Knox

Primera parada inevitable
Resulta profundamente triste que siempre que se ha de hablar de esta fascinante película de Michele Soavi, reconocida como uno de los films fantásticos más estimulantes de su década, uno se vea obligado, antes que nada, a señalar lo inadecuado del título que recibiera en su tardío estreno en España. Con Mi novia es un zombie los distribuidores españoles parecían querer reconocer su frustración a la hora de catalogar -y, por tanto, vender- una película que se rebela a la hora de clasificarla en cualquier compartimento estanco, haciendo de la diversidad de tono y la mixtura genérica la seña de su identidad.

Hasta que la Muerte nos separe
El título español no sólo intenta abandonar a su suerte al film emparentándolo con un género tan poco lucido y respetado como son la comedia paródica (concretamente de películas de terror como puedan serlo La divertida noche de los zombies -otro que tal- o la saga Scary Movie), sino que oculta las diversas lecturas que aporta su título original, que tanto sirve como presentación del protagonista del film -de nombre Francesco Dellamorte Dellamore- a la vez que resumen simbólico de las fuerzas vitales que zarandean a Francesco, convirtiéndole tanto en representante de las mismas como en marioneta cuyos hilos son movidos por un Destino cuyo perverso humor negro le lleva a jugar mezclando conceptos tan aparentemente diferentes entre sí como vida, muerte o amor.

El comienzo del film resume perfectamente la perspectiva vital de su protagonista. Recién salido de la ducha, Francesco habla por teléfono con su amigo Franco. De improviso, alguien llama a la puerta. Al abrir, Francesco se encuentra con un muerto que acaba de salir de su tumba y al que volará la cabeza con su revólver con la apatía de un funcionario acostumbrado a un trabajo gris y monótono. Así, para Francesco y su retrasado compañero, Gnaghi, el hecho de que, por razones inexplicables, los difuntos que han sido enterrados en el cementerio del que se hacen cargo hayan decidido resucitar no es más que una labor extra que se suma al quehacer cotidiano de enterrarlos por el día. De hecho, cuando se dirige al cementerio de su localidad, Buffalora, para denunciar lo que está sucediendo, ante el papeleo que tiene que rellenar, Francesco decidirá que es más rápido y fácil dispararles.

Rodeado de una perpétua atmósfera mortuoria, caminando entre monumentos fúnebres, lápidas de mármol y lúgubres osarios, la única manera que encuentra Francesco para escapar del aburrimiento existencial en el que está hundido será la búsqueda del Eterno Femenino. Durante los títulos de crédito, Michele Soavi nos muestra a los dos principales protagonistas encerrados en una bola de nieve de cristal. Esta imagen que nos informa ya desde el inicio la barreras invisibles que delimitan las vidas de ambos personajes, encerrándoles en sus propia vida, también sirve para avisarnos de la importancia del elemento simbólico a lo largo de la película. Francesco no está buscando una chica que le guste o una pareja con la que pasar el resto de su vida, sino la representación material del Amor que le ayude a darle sentido a una existencia marcada por la muerte.

Una encarnación que se le aparecerá recurrentemente con el mismo rostro acompañando de diferentes identidades, formando un catálogo en el que repasar los diferentes arquetipos de representación femeninos desde un punto de vista masculino (la viuda que comparte su pasión por lo macabro; la joven virginal que busca una relación casta y pura; la prostituta que hace de la carnalidad el motor de las relaciones). Cada encuentro supone para Francesco una posibilidad de huida y cada fracaso afianza su destino: convertirse en el Ángel Exterminador que represente en la Tierra los designios de la Muerte, la cual se le llega a aparecer personalmente para convencerle de que cualquier intento de escapar de ese destino está marcado por la fatalidad. Desde esta perspectiva metafísica, para Francesco las diferencias entre vivos y muertos se reducirán hasta resultar indistinguibles. Porque, en un mundo en el que los vivos se comportan como si ya estuvieran muertos y los muertos actúan como si siguieran vivos, ¿cómo diferenciar a los unos de los otros?

Francesco Dellamorte, enterrador de lo sobre-natural
El hecho de que Mi novia es un zombie adapte una novela de Tiziano Sclavi no supone tanto un certificado de origen como una declaración de principios. Popular por haber creado a Dylan Dog, la sombra del personaje con el que Sclavi revolucionó la industria del cómic italiano planea por todo el metraje del film de Soavi, hasta el punto de que, con escaso margen de error como atestigua la elección de Rupert Everett como protagonista, podríamos considerar a Mi novia es un zombie como una adaptación de Dylan Dog situada en un universo paralelo en el que Dylan Dog en vez de investigador de lo sobrenatural hubiese sido guarda de un cementerio de un pequeño pueblo del norte de Italia, en vez de a un sosias de Groucho Marx tuviera como ayudante a un grotesco individuo mudo y sustituyera las maquetas de barcos y el clarinete por la reconstrucción de una calavera y el listín telefónico.

Pero la relación entre Mi novia es un zombie y Dylan Dog va más lejos que unos meros detalles. En "El alba de los muertos vivientes", primera aparición de Dylan Dog en 1986 escrita por Sclavi y dibujada por el extraordinario Angelo Stano, Dog acudía a un cine con la mujer que le acababa de contratar para ver Zombie, de George A. Romero, antes de introducirse en su propia aventura con muertos vivientes. En cada número de Dylan Dog podemos encontrar todo tipo de guiños y referencias al género de terror, convirtiéndose en un homenaje y compilación del mismo, desde una perspectiva tan irónica como respetuosa.

De esta misma manera, Mi novia es un zombie supone todo un resumen de las constantes visuales y narrativas imperantes en el cine fantaterrorífico italiano tanto en sus épocas de gloria (los 60), de popularidad (los 70) y de decadencia (los 80). A lo largo del metraje, Michele Soavi no reniega del aspecto más comercial y gráfico del género (las abundantes escenas gore que contemplan decapitaciones, cabezas abiertas por la mitas y rostros destrozados por el impacto de las balas; los no menos abundantes desnudos de la magnética y rotunda Anna Falchi) sublimándolo a través de una puesta en escena pictórica y simbolista. Lo subliminal y lo explícito, lo filosófico y la carnalidad, el humor escatológico y el pesimismo metafísico se dan la mano en un resultado final tan híbrido como extrañamente armónico.

Aprendiz del oficio en sus inicios con algunos de los nombres más importantes del fantástico transalpino moderno (trabajando ya sea como actor o como ayudante de, entre otros, Dario Argento, Lamberto Bava, Lucio Fulci o Joe D'Amato), resulta tristemente coherente que, como alumno aventajado, Michele Soavi realizara con Mi novia es un zombie el epitafio de ese mismo cine. Cuando, en los minutos finales, Francesco y Gnaghi, intentando escapar para siempre de Buffalora, se encuentran ante un callejón sin salida, atrapados para siempre en un microcosmos aislado del resto del mundo, Soavi realiza una metáfora de la inevitable defunción de un género, herido de muerte por las mismas fuerzas vivas que condenan a Francesco Dellamorte Dellamore a una existencia gris, rutinaria y monótona en un pueblo en el que la corrupción campa a sus anchas con la misma naturalidad con la que los muertos salen de sus tumbas.


martes, 23 de agosto de 2011

Tiburón

(Jaws)
USA, 1975. 124m. C.
D.: Steven Spielberg P.: David Brown & Richard D. Zanuck G.: Peter Benchley & Carl Gottlieb, basado en la novela de Peter Benchley I.: Roy Scheider, Robert Shaw, Richard Dreyfuss, Lorraine Gary

Tiburón comienza con un prólogo que nos muestra a la primera víctima del gran escualo asesino que centra la acción de la película. Una joven turista es brutalmente atacada mientras nada sola en el mar en una calurosa noche de verano. Aunque en ningún momento se nos muestra a la criatura, sí que ésta es formalmente presentada gracias al travelling subacuatico que reproduce su punto de vista mientras merodea buscando alimento, así como la introducción del implacable leitmotiv musical compuesto por John Williams que anunciará al espectador de la presencia del tiburón, manteniendole presente en todo momento aunque no muestre sus formas hasta pasada la mitad de metraje. La escena finaliza con un plano general del océano, con las aguas calmadas una vez ha finalizada la carnicería. Una transparencia sustituye esa imagen del mar por la noche por una del mismo elemento de día. Una cabeza irrumpe en el encuadre, la del jefe Martin Brody, encargado de la policía local de la isla de Amity, quien tendrá que hacerse cargo de la inminente amenaza. Una sencilla solución de montaje que sirve no sólo para presentar los terrenos antitéticos en los que se desarrollará la acción (el mar y la tierra), sino a los principales representantes de dichos territorios (un animal que vive en el agua y una persona que odia el mar).

Sin suponer su opera prima (antes ya había realizado la comedia en clave de road movie Loca evasión con Goldie Hawn), Tiburón sí supuso la primera gran película de Steven Spielberg, quien ya se había fogueado trabajando para la televisión (destacando El diablo sobre ruedas, con guión de Richard Matheson, título con varios puntos en común con la película que nos ocupa). A pesar de sus dos horas de duración, Tiburón hace gala de una concisión narrativa heredada de ese pasado televisivo, haciendo que cada escena, cada plano, sirva para comunicar una idea o establecer un tono. Por ejemplo, pasando el día con su familia en la playa, Brody es incapaz de dejar de vigilar el mar, esperando un ataque en cualquier momento: Spielberg utiliza a las personas que pasan por delante del encuadre para ir cerrando el plano sobre el protagonista, reflejando tanto su concentración como su preocupación; el travelling que le sigue mientras se dirige a la zona donde están sus hijos y en la que se ha visto al tiburón: la cámara retrata como empieza andando y acelera el paso hasta echar a correr, mostrando la angustia de un padre por la salud de sus hijos; el lento zoom que muestra al barco en el que Brody, Hooper y Quint parten a la caza del tiburón, estampa enmarcada por la mandíbula de otro escualo expuesta en el refugio de Quint, metáfora de cómo los protagonistas se metern en la boca de su enemigo, adentrándose en su territorio.

Convertida tanto en la primera muestra del formato blockbuster así como en definición del mismo -cuyo estreno veraniego supuso que fuera la primera película que superaba la barrera de los doscientos millones de dólares en su recaudación nacional-, vista hoy en día, Tiburón se nos aparece no sólo como piedra angular del cine contemporáneo, sino también como centro neurálgico del propio Steven Spielberg, resumiendo tanto su pasado como espectador cinematográfico como su futuro como proclamado Rey Midas de la industria hollywoodiense tanto en su vertiente como director como en la de protector de nuevos talentos a través de su figura -no menos importante y definitoria- como productor.

Así, durante su primera mitad, Tiburón supone la actualización de las bases del cine fantástico de las décadas precedentes. Si en las muestras más populares de la ciencia-ficción de los años 50 la amenaza provenía por el agigantamiento producido por la radiación de cierta parte de la fauna (Las hormigas de La humanidad en peligro, la araña de Tarántula; el caso invertido de El increíble hombre menguante, con el reducido héroe luchando contra una araña común), el gran tiburón blanco parece concentrar en su gigantesca forma la fuerza de una Naturaleza desatada que busca recuperar su reinado de la mano de los hombres.

Visto desde los ojos asombrados y aterrorizados de sus oponentes (la frase de Brody: "Necesitamos un barco más grande"; la incredulidad de Quint al ver cómo el tiburón consigue sumergirse aún arrastrando tres bidones de aire), el depredador marino llega a alcanzar una posición casi mítica y decididamente monstruosa. Tiburón utiliza la base teórica del cine fantástico (un entorno cotidiano vulnerado -y modificado- por la irrupción de lo extraño, de lo inexplicable) para trazar la línea que parte de lo familiar (las breves pero decisivas escenas de Brody jugando con sus hijos o hablando con su mujer) para aterrizar en el centro de la pesadilla (las escalofriantes escenas de Hooper en el interior de la jaula o la casi ubicuidad del tiburón, apareciendo de la nada y arrasando con todo lo que encuentra -el barco de Quint hundiéndose mientras Brody sube al puesto de vigilancia-). La paranoia que se contagió en el público, alejándose de las playas tras ver la película, se resume en una tremenda imagen: la relajación y alegría que marcan una mañana soleada en la playa -el joven jugando con su perro, los niños con sus tumbonas flotantes, la pareja que juega en el agua- rota abruptamente por un géiser de sangre acompañado por los aullidos de un niño que es devorado por un animal insaciable.

Pero, como indicábamos líneas arriba, Tiburón demuestra la temprana habilidad de su director tanto para la mezcla genérica filtrada por la nostalgia como su talento para lograr captar el motor épico que mueve la lucha del héroe cotidiano contra un enemigo que le supera. De esa primera mitad marcada por el terror (en su vertiente de suspense o con sus apuntes al cine catastrofista tan en boga en su época -la comunidad comercial de Amity más preocupada por los estragos que las acciones del animal puede causar en su economía que en la pérdida de vidas humanas) pasamos al cine de aventuras en estado puro, con Quint convertido en un descendiente del capitán Ahab, un viejo lobo de mar que parece haber nacido para enfrentarse, por última vez, a tan increíble criatura, la representación de todos sus miedos.

Las escenas del barco de Quint persiguiendo al tiburón nos trae a la memoria los clásicos del cine de aventuras marinas; los planos del propio Quint disparando con su arpón al monstruo desde el puente puede hacernos pensar en el western -como un cowboy disparando a los indios desde su caballo- y la conversación de los tres protagonistas comparando sus heridas y recordando anécdotas de su pasado recuerda a la camaradería entre combatientes vista en el cine bélico. Como contenedor genérico de vocación evasiva, Tiburón adelanta el desprejuiciado postmodernismo del cine comercial de los 80 a la vez que ratifica su condición de clásico capaz de formar a vitalicios amantes del cine de todas las edades.


domingo, 21 de agosto de 2011

Huida del planeta de los simios

(Escape From the Planet of the Apes)
USA, 1971. 98m. C.
D.: Don Taylor P.: Arthur P. Jacobs G.: Paul Dehn, basado en los personajes creados por Pierre Boulle I.: Roddy McDowall, Kim Hunter, Bradford Dillman, Natalie Trundy

La tercera entrega de la serie iniciada por El planeta de los simios comienza en terreno conocido: un plano general nos muestra la orilla de una playa desértica, con el sonido de las olas golpeando la arena como único acompañamiento sonoro. Un inhóspito escenario que resulta familiar para cualquier seguidor de la saga hasta que por la parte izquierda del encuadre aparece un helicóptero y por tierra vemos llegar un destacamento militar. De golpe, la sensación de reencontrarse con un material reconocible desaparece para ser sustituida por la incertidumbre. Lo cual se potencia cuando descubrimos que en las aguas flota la misma nave espacial con la que el coronel Taylor llegara al extraño planeta que más tarde se revelara como su hogar.

Si la anterior entrega, Regreso al planeta de los simios, subrayaba su condición de continuación recuperando en sus créditos las escenas finales del film precedente buscando así la rápida conexión con el público, Huida del planeta de los simios busca el efecto contrario, desestabilizando desde el comienzo a ese mismo público para recuperar el factor sorpresa y el componente de misterio de los primeros minutos del título fundacional. De esta manera, se consigue insuflar cierto soplo de frescura, más teniendo en cuenta que el apocalíptico final de Regreso al planeta de los simios parecía cerrar todas las puertas a una posible continuación convencional.

Como si nos encontráramos ante una especie de remake del film protagonizado por Charlton Heston realizado en una dimensión paralela, Huida del planeta de los simios recupera el esquema de El planeta de los simios para darle la vuelta, constituyendo un reflejo invertido de aquél. En esta ocasión serán los chimpancés científicos Cornelius y Zira quienes, tras un descontrolado viaje en el tiempo, se conviertan en la anomalía en un planeta regido todavía por el ser humano recuperando, de manera coherente, el tono teórico de la película original en detrimento del espíritu de aventura netamente pulp de la que hacía gala la segunda parte.

Huida del planeta de los simios vuelve a incidir en el elemento pesimista que recorre toda la saga desde sus inicios para mostrarnos a una humanidad que a la hora de enfrentarse ante la posibilidad de su futuro exterminio, lejos de intentar evitarlo a través de un proceso de autocrítica, decide evitar tal fin utilizando las mismas herramientas que la arrastrarán hacia su inevitable condena. Las escenas en las cuales Cornelius y Zira son agasajados por la comunidad científica en un intento de integrarlos en la socidedad humana resultan oscuramente irónicas: los trajes hechos a medida, los elegantes vestidos, el alcohol o las comodidades de un hogar moderno como la televisión o un baño de burbujas se revelarán como los oropeles de una humanidad que intenta concentrar su actitud civilizada a través de las apariencias en el momento en el que, huyendo de sus perseguidores, los dos simios sólo encuentren refugio en el interior de un circo, rodeados de una serie de animales salvajes con los que se encontrarán más unidos que con sus teóricos "parientes" inteligentes.

Don Taylor confecciona la entrega más realista de la saga hasta ese momento, en la cual los elementos de ciencia-ficción prácticamente han desaparecido (limitándose al concepto del viaje en el tiempo), una decisión coherente con el planteamiento argumental del film, pues la acción ya no acontece en un lejano y posthecatómbico futuro, sino en nuestro presente (refiriendome a la fecha en la que se produjo y estrenó el film). Huida del planeta de los simios alcanza el punto álgido de su tono dramático con los dos protagonistas siendo acosados por unos perseguidores que hacen de su propio miedo el instrumento ideal para la destrucción, destacando la escalofriante imagen de Zira dejando caer a su retoño por la borda de un barco. El final de Huida del planeta de los simios transforma al film en una cruel paradoja, con la humanidad colocando la primera piedra de su perdición precisamente con la materia prima que podría haber servido para su salvación.


viernes, 19 de agosto de 2011

Capitán América. El primer vengador

(Captain America. The First Avenger)
USA, 2011. 124m. C.
D.: Joel Johnston P.: Kevin Feige & Amir Madani G.: Christopher Marcus & Stephen McFeely, basado en los personajes creados por Joe Simon & Jack Kirby I.: Chris Evans, Hayley Atwell, Tommy Lee Jones, Hugo Weaving

La primera vez que vemos a Steve Rogers enfundado en su traje superheróico y siendo aclamado con el nombre de Capitán América no es en medio de un campo de batalla luchando contra las hordas de HYDRA (el brazo esotérico del Tercer Reich), sino como protagonista de un espectáculo musical cuyo objetivo es vender bonos del ejército a su entusiasmado (no siempre) público. Resulta sorprendente encontrarse en una película tan inofensiva y de cortas aspiraciones como es Capitán América. El primer vengador semejante apunte autocrítico: que el uniforme que viste Steve en estas cómicas escenas sea una reproducción exacta del diseñado para los comics originales, notablemente diferente al que después se mostrará como el oficial para combatir a sus enemigos, se nos aparece como un tímido mea culpa que viene a reflejar las escasas simpatías que la industria hollywoodiense siente por una material original que, no obstante, le está generando pingües beneficios.

Supone igualmente un detalle de personalidad de una película que parece querer luchar contra su propia condición de blockbuster prefabricado. Así, como si existiera un enlace psicosomático entre el film y su protagonista, Capitán América. El primer vengador se divide en dos partes, igual que la vida de Steve Rogers, existiendo un antes y un después de someterse al experimental suero creado para diseñar supersoldados.

Identificándose con el escuálido físico que luce Steve en los primeros minutos de metraje, Joel Johnston evita los lugares comunes del cine superheróico, como si no perteneciera a dicho género, de igual manera que Steve es la imagen opuesta de un superhéroe, siendo incapaz incluso de ganar una pelea en un callejón. De esta manera, el director de Rocketeer se ve libre para confeccionar una atmósfera retro, ensimismada y casi onírica, que potencia el tono romántico de un joven que siente latir un corazón patriótico y valiente encerrado en un saco de huesos destinado a servir de saco de boxeo de los gamberros. Esta vaporosa ambientación vintage adquiere un agradable aspecto steampunk en su combinación con los avanzados diseños tecnológicos de Howard Stark, desarrollando un elemento fantástico que ya aparece anunciado en el principio del film, con la búsqueda de Cráneo Rojo del poderoso Cubo Cósmico que recuerda a la atmósfera sobrenatural de En busca del arca perdida.

La transformación de Steve Rogers en un hiperbólico ejemplar de supersoldado sirve para recordarle a su director el (relativamente) abultado presupuesto del que dispone así como las aparatosas aspiraciones del producto final. Lo que viene a continuación consiste en un conjunto de escenas de acción que, presentadas en un paquete común, parecen desligadas del resto del metraje, como si Johnston quisiera deshacerse de un golpe un apartado que no le interesa. Lo que le interesa al realizador de Jumanji es el soldado, no el superhéroe, lo cual repercute en la ausencia del sentido de la maravilla necesario para enmarcar las hazañas legendarias que sirven de base para el nacimiento de un símbolo. El resultado de todo lo dicho se destapa en el enfrentamiento final entre el Capitán América y su némesis Cráneo Rojo, cuyo exiguo dramatismo desperdicia la posibilidad de retratar el combate entre dos seres extraordinarios producto de una ciencia cuyas aspiraciones parecen ser crear el cambo de batalla definitivo.

Cuando Steve despierta, después de permanecer casi setenta años en animación suspendida atrapado en el hielo, en una habitación de hospital que intenta recrear, de manera poco convincente, el ambiente de los años 40, Capitán América. El primer vengador parece enseñar sus subversivas intenciones ocultas. La huida del protagonista de esa falsa realidad se ve detenida para comunicarle que su destino no le pertenece. De esta menera, Capitán América. El primer vengador denuncia su impuesta condición de capítulo piloto, de mera convención de cara a ocupar su hueco en un gran proyecto titulado Los Vengadores. ¿Supondrá esta escasamente emocionante película el comienzo de una rebelión por parte de los superhéroes de la Marvel para reivindicar su individualidad?


miércoles, 17 de agosto de 2011

Regreso al planeta de los simios

(Beneath the Planet of the Apes)
USA, 1970. 95m. C.
D.: Ted Post P.: Arthur P. Jacobs G.: Paul Dehn, basado en una idea de Paul Dehn & Mort Abrahams, basada en los personajes creados por Pierre Boulle I.: James Franciscus, Kim Hunter, Maurice Evans, Linda Harrison

Con la utilización de las escenas finales de El planeta de los simios como trasfondo de los títulos de crédito de esta primera secuela, los creadores de Regreso al planeta de los simios refuerzan el carácter serial de la continuación, retomando la acción allí donde se dejara a la vez que se recupera el icónico plano final que cerraba el film original, como si lo enarbolaran como una bandera, como una seña de identidad. Pero tras aparecer el último crédito, la siguiente imagen desconcierta al espectador: en plano general observamos un nuevo cohete que se ha estrellado contra la árida superficie del planeta. De la nave, surge un astronauta cuya vestimenta y fisonomía, barba incluida, se parece mucho a Taylor, el protagonista del título precedente. La primera impresión que tiene el espectador es que está a punto de ver una variación no excesivamente trabajada de El planeta de los simios, limitándose a sustituir a un protagonista por otro.

Por tanto, con Regreso al planeta de los simios ¿nos encontramos ante una secuela propiamente dicha o un remake encubierto? En realidad, una mezcla de ambas opciones puesto que si bien por un lado se utiliza las ideas expuestas por el título anterior para desarrollarlas (por ejemplo, aquí los personajes se internan en la Zona Prohibida, la cual sólo era mencionada en el film precedente), por otro, gran parte de la acción sitúa a John Brent ante los mismos peligros a los que se enfrentara anteriormente Taylor (es herido por un disparo -en este caso, en el brazo-; es encerrado en una jaula para ser liberado por sus cómplices simios; la huída a lomos de un caballo junto a Nova).

En lo que sí se distancia el Regreso al planeta de los simios con respecto a la anterior película es por apostar por la vertiente más evasiva del género. El equilibrio que El planeta de los simios alcanzaba entre la reflexión y la acción -potenciando lo primero- aquí se decanta decididamente por la aventura hasta el punto de que la película penetra en terrenos fantásticos con los sucesos extraños que se suceden en la Zona Prohibida (muros de fuego, rayos de energía, montañas que aparecen y desaparecen de la nada). Los escasos apuntes críticos que encontramos se concentran en el breve retrato de los enfrentamientos políticos en la sociedad simiesca: las arengas populistas con las que el belicoso general Ursus enardece a sus seguidores no se diferencian mucho de las que se utilizan en nuestro tiempo e, incluso, los planes imperialistas del sanguinario orangután puede verse como una referencia a la guerra de Vietnam (especialmente en la escena en la cual el ejército es detenido por una manifestación de científicos en contra de la guerra; anotar el escasamente sutil plano que muestra a los caballos pasando por encima -literalmente- de las pancartas con mensajes pacifistas).

Pero, como indicaba líneas arriba, Regreso al planeta de los simios prefiere ahondar en su parte más comercial y espectacular, pasando por lo apocalíptico (el descubrimiento de las ruinas subterráneas de una estación de metro neoyorquina) para aterrizar en territorio pulp con esa pseudo-secta compuesta por humanos que han sobrevivido al cataclismo refugiándose en las catacumbas y que han desarrollado poderes telepáticos. Son estos detalles los que hacen del film que nos ocupa un título inferior al título original pero simpático en sus delirios camp. Además de permitirle repetir el mensaje pesimista que cerraba el El planeta de los simios por la vía de lo psicotrónico: el converir a una bomba nuclear en la nueva deidad de la humanidad confirma los genes autodestructivos que inevitablemente llevarán a la raza humana a su perdición.


viernes, 12 de agosto de 2011

El planeta de los simios

(Planet of the Apes)
USA, 1968. 107m. C.
D.: Franklin J. Schaffner P.: Arthur P. Jacobs G.: Michael Wilson & Rod Serling, basado en la novela de Pierre Boulle I.: Charlton Heston, Roddy McDowell, Kim Hunter, Maurice Evans

Con el reciente estreno de El origen del planeta de los simios -que funciona como precuela y, a la vez, como episodio fundacional de una posible, y lucrativa, franquicia-, visionar el film original dirigido por Franklin J. Schaffner y protagonizado por Charlton Heston hace más de cuarenta años revela la vigencia de una película a la cual el paso del tiempo no ha hecho más que ahondar en su mensaje pesimista. Ya en sus primeros minutos, tanto el discurso que el coronel Taylor deja grabado antes de sumergirse en un estado de hibernación espacial como la conversación que después mantiene con sus compañeros mientras exploran el inhóspito planeta en el que han aterrizado, plantea una mirada poco favorecedora de la especie humana, hasta el punto de que el protagonista admite haberse apuntado a un proyecto espacial que le va a mantener alejado de la tierra unos cincuenta años para huir de su propios semejantes.

El encuentro con una sociedad en la que el proceso evolutivo se ha invertido, convirtiendo al mono en la especie dominante y al hombre en un animal sin raciocinio al que esclavizar y humillar, no sólo supone un ingenioso -y cruel- giro irónico con el que denunciar el carácter agresivo y devastador del hombre tanto con su entorno como consigo mismo. El planeta de los simios se sitúa en una corriente alegórica dentro del género fantástico en el que encontramos paradas como el 1984 escrito por George Orwell en 1949 o la relativamente cercana El bosque de M. Night Shyamalan con la construcción de una sociedad a la que se mantiene bajo control a través del miedo y la ignorancia (la Zona Prohibida se coloca en la misma fila que la guerra ficticia de la obra de Orwell o el bosque que circunda la aldea de la de Shyamalan).

En un momento del film, el doctor Zaius le dice a Taylor que el conocimiento conduce a la demencia. Una demoledora sentencia con la que se relativiza de un plumazo todos los avances, progresos y revoluciones de los que el ser humano ha sido capaz a lo largo de su historia. La nihilista sátira que plantea El planeta de los simios nos muestra un nuevo orden social que, inspirado claramente en el nuestro, acaba cometiendo los mismos errores. La escena del juicio contra Taylor es reveladora: el momento en el que los jueces imitan la postura de la estatua japonesa de Los tres monos sabios refleja que la inteligencia no es más que la herramienta con la que modelar nuestra realidad, negando lo que no nos interesa y potenciando lo que sí.

El planeta de los simios se emparenta con otra producción de su mismo año, la imprescindible 2001. Una odisea del espacio, en la utilización de un género tan devaluado como era la ciencia ficción -cuya popularidad en la década de los 50 lo convirtió en el compartimento adecuado para todo tipo de producciones de bajo presupuesto y de alcance juvenil- para transmitir su mensaje alegórico. Pero al contrario que en el film de Kubrick, El planeta de los simios consigue mantener un equilibrio entre su parte aventurera (los tres astronautas vagando por la superficie rocosa del extraño planeta; los intentos de fuga de Taylor) y su parte teórica (el juicio anteriormente señalado o la escena en la cueva llena de fósiles).

La participación del guionista Rod Serling -tangencial en la elaboración del impactante, y aún hoy escalofriante, plano final- establece un nexo de unión con la mítica serie de televisión The Twilight Zone, auténtica piedra angular del género de la que El planeta de los simios consiste al mismo tiempo un descendiente y un homenaje a la esencia misma de la ciencia-ficción, tanto en su vertiente de producto de evasión como sus posibilidades reflexivas.


miércoles, 10 de agosto de 2011

El tiempo no espera

(Shun liu Ni liu)
Hong Kong/China, 2000. 113m. C.
D.: Tsui Hark P.: Tsui Hark G.: Hui Koan & Tsui Hark I.: Nicholas Tse, Wu Bai, Candy Lo, Cathy Tsui

El tiempo no espera comienza con un montaje acelerado que nos muestra a su protagonista principal, el joven Tyler, en diferentes acciones según el plano. Tan pronto está vestido con una camisa blanca ensangrentada y con el brazo vendado como le vemos con traje y golpeando el secador de manos de un cuarto de baño. Más tarde comprobaremos que en ese inicio se han utilizado imágenes de momentos posteriores del film, como un resumen del film que vamos a ver a base de flashforwards. La voz que acompaña este montaje es la del propio Tyler que nos propone una especie de resumen de la creación del mundo por parte de Dios, mientras se van insertando imágenes del cielo o planos generales de la vida nocturna en la ciudad. De esta manera, el prólogo de El tiempo no espera se presenta como el Génesis de la película, un punto cero narrativo en el que se concentran el presente, el pasado y el futuro, a la vez que da una primera muestra de la fragmentación estructural y acelaración narrativa de un film en el que los tiempos verbales están jugando entre sí constantemente.

Convertido en figura clave en la configuración del cine hongkonés moderno ya sea en su faceta como director (la seminal Zu. Guerreros de la montaña mágica y la no menos mítica Érase una vez en China) como en la de productor (desarrollando, junto al director John Woo, el revolucionario modelo de cine de acción que plantearon con películas tan indispensables como Un mañana mejor y The Killer), Tsui Hark regresaba a la industria cinematográfica hongkonesa tras su aciaga experiencia hollywoodiense (de la que se puede rescatar, con todo, títulos tan disfrutables como En el ojo del huracán). En este sentido, la desmesura formal y grandiosidad tonal que luce El tiempo no espera no ha de considerarse tanto como un pirotécnico run for cover como un estruendoso golpe en la mesa por parte de un director que parece haber despertado un sexto sentido a la hora de hallar inéditas soluciones visuales.

El tiempo no espera hace gala de un guión deliberadamente exiguo sobre el que Tsui Hark trabaja para demostrar las posibilidades expresivas del medio audiovisual. Así, si sobre el papel la historia no pasa de lo correcto (un joven que entra a trabajar en una empresa de seguridad clandestina para conseguir el dinero con el que mantener a una chica que dejó embaraza), es en la forma en la que esta trama argumental se desarrolla en la pantalla por la cual El tiempo no espera se convierte en un film inusualmente denso por cuanto dicha densidad surge de los malabarismos narrativos orquestados por su director, llegando, incluso, a entrar en el terreno de lo casi ininteligible con unos personajes en perpetuo movimiento y de comportamientos en ocasiones confusos. Una confusión producida por el empeño del director de Siete espadas de renegar de cualquier tipo de escena de transición en una película que hace de la velocidad su motor de combustión.

Por otro lado, como si Hark quisiera celebrar la entrada en el nuevo milenio con un repaso de su labor dentro del cine de género, El tiempo no espera supone un resumen de las diferentes constantes del cine de acción de las últimas décadas: el sempiterno plano de los enemigos apuntándose con sus pistolas y la utilización de blancas palomas a lo John Woo; los movimientos coreográficos jugando con el espacio y los objetos; las peleas mano a mano según los códigos del cine de artes marciales; las vertiginosas persecuciones automovilísticas; el cine de espías con tendencia a la abstracción. De manera inevitable, surge un film que se propone como la muestra definitiva del género a la vez que introduce un elemento desmitificador (la pistola falsa que utiliza Tyler) con el que se quisiera cerrarlo. Llevarlo al límite para, a partir de ahí, empezar desde cero.

El tiempo no espera es un film tan alucinado como alucinante que partiendo de la pura fisicidad (esa explosión vista "desde dentro") recala en lo fantasmagórico (la estación inundada por el gas lacrimógeno a modo de niebla por la cual desaparecen los protagonistas) y acaba penetrando en terrenos surrealistas (la mujer apuntando con la pistola mientras da a luz; el combate final en el concierto), suponiendo tanto una experiencia sensorial límite como un desafío a la capacidad de retención y asimilación del espectador. Y es que El tiempo no espera, al igual que el tiempo y la marea, no espera a nadie.


martes, 9 de agosto de 2011

Yatterman

(Yattâman)
Japón, 2009. 119m. C.
D.: Takashi Miike P.: Yoshinori Chiba, Naoki Sato, Takahiro Sato & Akira Yamamoto G.: Masashi Sogo, basado en la idea y los personajes creados por Tatsuo Yoshida I.: Shô Sakurai, Kyôko Fukada, Saki Fukuda, Katsuhisa Namase

Ver Yatterman con el recuerdo de las recientes adaptaciones cinematográficas americanas de superhéroes nacidos en las páginas de los comics refleja la que posiblemente sea una de las mayores diferencias entre la industria japonesa y la norteamericana a la hora de trasladar a la pantalla grande y mediante actores de carne y hueso personajes o historias nacidos en otros medios (el caso que nos ocupa, una serie de animación de los años 70). Mientras que desde Hollywood el proceso de adaptación conlleva un ejercicio de modificación, de cambio, haciendo evidente la escasa confianza (e, incluso, simpatía) que se tiene por el producto de base (ahí tenemos todos los desaguisados que se han hecho -y se siguen- con el uniforme de Batman desde la película fundacional de Tim Burton, como si no se creyera en las habilidades detectivescas y marciales -en su ingenio, en suma- del hombre murciélago para combatir el crimen sin necesidad de una pesada armadura que le impide moverse), en Japón parece haberse llegado a un pacto implícito con el espectador, siendo tan importante la fidelidad al espíritu y a las formas como su viabilidad a la hora de plasmarlo en la pantalla. En suma, la audiencia nipona quiere ver los mismos elementos que disfrutaban en la televisión, el cómic o la consola, no una versión alterada o tergiversada de los mismos, aunque para ello tenga que realizar un radical acto de suspensión de la credibilidad (un ejemplo extremo sería la serie de televisión de imagen real de Sailor Moon en la cual Luna, la gata de la protagonista, era un simple muñeco de peluche parlante).

El comienzo de Yatterman puede servir de transparente ejemplo de cómo debería ser una adaptación cinematográfica de este tipo. La escena que sirve de presentación de los personajes protagonistas nos sitúa en el enésimo enfrentamiento entre Yatterman (grupo compuesto por la pareja de adolescentes Gan Takada y Ai Kaminari bajo los alias de Número 1 y Número 2 respectivamente, acompañados de su robot-mascota Omotchama y de su mecha con forma de perro Yatter-Wan) y el grupo de villanos Dorombo (formado por la atractiva y despiadada líder Doronjo y sus esbirros Boyacky y Tonzura, a bordo del mecha fabricado para la ocasión). El travelling que abre la película supone toda una declaración de principios: la cámara se pasea por el campo de batalla, la plaza de una ciudad, desolada por la destrucción hasta niveles casi apocalípticos. Efectivamente, parece decirle Yatterman a su público, aquí vais a presenciar las mismas aventuras que disfrutabais delante de la televisión, pero con una espectacularidad y grandilocuencia como jamás habíais soñado.

Y para poner en pie tan magno universo se hace gala de un despliegue desbordante de efectos especiales digitales que confirma a la industria comercial nipona como la que mejor ha sabido asimilar y aprovechar los avances tecnológicos en el campo de la infografía, no en términos de espectacularidad, sino de funcionalidad. Así, los omnipresentes efectos visuales sirven tanto para lo pirotécnico (los diferentes mechas, las explosiones, los movimientos imposibles de los protagonistas) como para lo narrativo (recreando las formas expresivas del anime con sus golpes, caídas, personajes volando por los aires o aplastados) e, incluso, a la hora de modelar la atmósfera del momento (los cielos virtuales que representan el estado de ánimo de los personajes). Los efectos especiales no como medio de superioridad y poderío tecnológico, sino como herramienta para conferir verosimilitud, que no realismo, a todo un mundo de ficción.

La coherencia interna que mantiene en pie a Yatterman viene dada por una desarmante ingenuidad a la hora de dibujar tanto a los personajes como a sus acciones. Una ingenuidad que desarrolla un acercamiento metalingüístico a los hechos narrados (en varias ocasiones los protagonistas reconocen que pelean contra sus enemigos una vez a la semana, haciendo alusión a la periodicidad semanal de la serie original) a la vez que permite crecer la humanidad en unos personajes que consiguen escapar de su formas paródicas para mostrarnos sus sentimientos (la siempre truncada historia de amor entre Boyacky y Doronjo; o la atracción que esta última siente por el héroe). En este sentido resulta muy revelador la visualización de los deseos de Doronjo, quien se vé a sí misma como una fiel esposa que espera su primer hijo en un bucólico marco de enternecedor tono naïf.

Yatterman vuelve a acreditar a su director, Takashi Miike, como el realizador más versátil del panorama cinematográfico actual, capaz de saltar de una densa y grave historia de samuráis que compite por la Palma de Oro en el Festival de Cannes como Hara-Kiri. Death of a Samurai a un producto comercial y de corte infantil dispuesto para arrasar en las taquillas como el que nos ocupa, trabajando con la misma convicción y entrega tanto un material como el otro. De artífice de films de terror extremo como Audition y retorcidas historias de yakuzas como la trilogía Dead or Alive a valor seguro dentro de la industria mainstream (con hitos en el box office nipón como Llamada perdida, Zebraman o el díptico de Crows Zero, todas ellas, por otro lado, estupendas películas), Yatterman parece resumir en los saltos genéricos de su alucinante metraje (de la ciencia-ficción a la fantasía erótica, del musical al romanticismo adolescente, del cine de artes marciales a la aventura de corte mitológico, de la comedia slapstick al drama sentimental) los funambulistas malabarismos de una filmografía cuya clave del éxito parece ser la confianza y el esfuerzo por el trabajo bien hecho.