sábado, 26 de noviembre de 2011

La saga crepúsculo: Amanecer. Parte I

(The Twilight Saga: Breaking Dawn. Part 1)
USA, 2011. 117m. C.
D.: Bill Condon P.: Wyck Godfrey, Stephenie Meyer & Karen Rosenfelt G.: Melissa Rosenberg, basado en la novela de Stephenie Meyer I.: Kristen Stewart, Robert Pattinson, Taylor Lautner, Peter Facinelli

No ha de resultar extraño que la figura del embarazo fuera un tema dentro del cine de terror que alcanzara una especial importancia a finales de los 60 con el estreno de La semilla del diablo. El desarrollo de un ente peligroso en los márgenes de lo familiar servía para representar el concepto de peligro interior propio de una época que empezaría a mirarse a sí misma en busca de los monstruos que la aterrorizaban. La amenaza era casi literal: el enemigo se está incubando en el interior. Una amenaza que adquiriría en los 70 formas concretas y sanguinarias con el bebé asesino de ¡Estoy vivo! o el extraño ser de Cabeza borradora, representación en clave pesadillesca y textura industrial de la paternidad forzada. Con la llegada de los 80 los embarazos malditos, y sus consecuencias, discurrirían por los senderos de la Nueva Carne con películas como La mosca, Pesadilla en Elm Street 5 o Baby Blood. Títulos recientes como Amanecer de los muertos y À l'intérieur confirman las buenas relaciones existentes entre la gestación y el cine de terror. Atendiendo a esta relación, no resulta extraño que para la última entrega estrenada de la saga iniciada en Crepúsculo se haya elegido a un director que inició su carrera en los terrenos neocárnicos del mundo literario de Clive Barker con la menor Candyman II. Adiós a la carne.

Desde sus mismos inicios, la franquicia cinematográfica basada en las novelas de Stephenie Meyer ha hecho gala de un mensaje conservador que, antes que ocultarlo, ha sido enarbolado como una bandera a modo de inconfundible declaración de principios. El utililzar un género como el terror, cuya esencia primigenia consiste en la transgresión, para transmitir dicho mensaje bien podría considerarse una directa afrenta a los aficionados más puristas. Pero tanto Crepúsculo como sus continuaciones interiorizaban su discurso, haciéndolo formar parte del código genético del universo de sus personajes. Podía compartirse o no, pero lo que era innegable era su coherencia.

Los primeros minutos de La saga crepúsculo: Amanecer. Parte I, en los cuales se retrata la esperada boda entre el vampiro Edward y la humana Bella, siguen el mismo sendero de los títulos precentes poniendo en pie un fastuoso espectáculo que en su adhesión sin complejos a la cursilería parece tener como objetivo principal la sublimación de lo ridículo. Incluso podemos encontrar ciertos apuntes autoparódicos que ya hicieron su aparición en la anterior Eclipse (cuando la noche previa al enlace Edward le dice a Bella que tiene un secreto que nunca le ha contado, ésta le responde si es que, en realidad, no es virgen). Una autoconsciencia que no está reñida con la convicción y que le permite a la película salir a flote aún internándose en los terrenos de lo irrisorio: la impactante imagen de los cuerpos muertos de los invitados amontonados formando una macabra tarta nupcial, con Bella y Edward coronándola como dos muñecos ensangrentados; el beso entre los dos enamorados, ahora ya marido y mujer, registrado por una cámara que gira alrededor de ellos y que muestra al fondo los asientos vacíos, subrayando que en su felicidad se sienten los dos únicos seres de la Tierra.

Pero, como si a medida que se acerca el final de la serie llegara el momento de la verdad, la teoría se convierte en práctica, y el mensaje a favor de la continencia sexual se hace carne en el cuerpo castigado de Bella, lleno de oscuros y dolorosos cardenales, producto de su primera noche de amor con Edward. La insistencia de Bella por seguir disfrutando de los placeres carnales a pesar del peligro que supone la fuerza sobrehumana de Edward la convierten en una adicta al masoquismo hambrienta de sexo. En este sentido, el fugaz embarazo de Bella aparece como la penitencia que tiene que arrastrar para expiar sus pecados por ceder a la tentación de la lujuria.

En La saga crepúsculo: Amanecer. Parte I el embarazo toma la forma de un virus, un ente desconocido que se dedica a destruir el cuerpo que habita. El cuerpo esquelético de Bella, con una piel translúcida apenas cubriendo los huesos, las abultadas cuencas de los ojos, las vértebras marcando la piel, supone una de las imágenes más escalofriantes que el cine haya ofrecido sobre el embarazo El momento en el que Edward y Jacob descubren que la única manera de mantener a Bella con vida es alimentándola con sangre añade un apunte irónico: si la situación que padece es fruto del querer mantener su humanidad, el camino de la salvación pasa por transformarse en una vampira conceptual.

Reflejándose voluntariamente en el espejo de la saga protagonizada por Harry Potter, la división en dos partes de la entrega final de Crepúsculo convierte el mencionado embarazo de Bella en el foco de atención de esta primera mitad. Que el parto sea el clímax final del relato resulta revelador de las intenciones de sus creadores: la impactante secuencia, diseñada a base de un agresivo montaje corto, angustiosas imágenes distorsionadas y atronadores flashes, se impone a los enfrentamientos entre el clan vampírico de los Cullen y la raza de hombres-lobo. Y de esta manera, Stephenie Meyer -autora de las novelas originales y productora de las películas- firma un nuevo capítulo de su manual de buenas constumbres para señoritas virtuosas: tras el mensaje a favor de la castidad, en La saga crepúsculo: Amanecer. Parte I pasamos al panfleto antiabortista.

viernes, 25 de noviembre de 2011

Un dios salvaje

(Carnage)
Francia/Alemania/Polonia, 2011. 79m. C.
D.: Roman Polanski P.: Saïd Ben Saïd G.: Yasmina Reza & Roman Polanski, basado en la obra de teatro de Yasmina Reza I.: Jodie Foster, Kate Winslet, Christoph Waltz, John C. Reilly

Resulta sumamente tentador el acercarse a la última película de Roman Polanski comparándola con la obra precedente del director de La semilla del diablo. En este sentido, un film como Un dios salvaje encaja con facilidad en la filmografía de Polanski. Una vez más, la acción se ve contenida en un escenario concreto, en el que la claustrofobia de sus reducidas dimensiones se combina con la exaltación de los sentimientos de los que lo ocupan, como si las paredes fuesen a la vez testigo y catalizador del drama que se desarrolla en su interior: a modo de ejemplo tenemos títulos como El cuchillo en el agua (en este caso, un velero), Repulsión, La semilla del diablo, El quimérico inquilino, Lunas de hiel (en una doble vertiente: el crucero de lujo, primero, y, digamos, en su "interior", el apartamento del protagonista), La muerte y la doncella o parte de El pianista.

En el caso de Un dios salvaje, la acción transcurre casi en su integridad en el interior del apartamento neoyorquino del matrimonio Longstreet, en el cual reciben al otro matrimonio que protagoniza la película, los Cowan. El que Polanski haya decidido internarse en los terrenos de la comedia (con apuntes no poco escatológicos o procaces) tampoco resulta extraño: el humor no es un ingrediente que escasee precisamente en la obra del director polaco: desde comedias, digamos, oficiales como El baile de los vampiros y Che? a apuntes concretos en otros títulos y que, más que para otorgar un tono distendido, sirve para enrarecer aún más la atmósfera. En este punto, también coincide con Un dios salvaje, puesto que la comedia es la herramienta que sirve para sacar a la luz los aspectos más oscuros e, incluso, violentos de sus protagonistas.

Igualmente, resulta no menos tentador el buscar conexiones con la azarosa vida personal de Polanski y, concretamente, con sus problemas judiciales más recientes. El 12 de diciembre del 2009, Polanski se vio obligado a recluirse en un chalet de su propiedad situado en la estación de esquí de Gstaad, bajo arresto domiciliario tras haber pasado los dos meses anteriores en una prisión en Suiza por el delito que arrastra con la justicia norteamericana desde 1978 por haber mantenido relaciones sexuales con una menor. Así, desde esta perspectiva, resulta fácil ver en Un dios salvaje una metáfora de ese encierro obligatorio: los Cowan, a pesar de hacer varios amagos, nunca logran salir del apartamento de los Longstreet, como si algo se lo impidiera (lo que hace pensar, igualmente, en El ángel exterminador, de Luís Buñuel). Sin poder salir de ese lugar, los protagonistas se enzarzan en una contínua discusión que, al principio, se realiza con buenos modales y uso de la lógica para, poco a poco, ir perdiendo las formas y las buenas maneras, entrando en el terreno del insulto, los gritos y el levantamiento de máscaras sociales. Polanski pone a sus personajes en su misma situación (o, mejor dicho, utiliza a los personajes creados por Yasmina Reza) para echarles en cara toda la hipocresía de la que hace gala el ser humano, culpable de dicha situación.

Pero lo más interesante de Un dios salvaje, al menos de cara a analizar el trabajo de su director, reside en la manera con la cual Polanski ha tratado el material ajeno del que parte. Teniendo en cuenta la fidelidad a la letra que suele mostrar en sus adaptaciones literarias sin por ello perder su personalidad y su firma (La semilla del diablo o El quimérico inquilino), la deliberada puesta en escena teatral que aparenta Un dios salvaje puede llevar a pensar que en esta ocasión Polanski se ha limitado a trasladar a la gran pantalla el texto de Reza, intentando no interferir (o, lo que es lo mismo, estorbar) demasiado. La escasa duración de la película (apenas ochenta minutos) que respeta la acción en tiempo real de la pieza teatral y el número limitado de actores parece subrayar dicha impresión.

Pero el inicio mismo de la película contradice esa impresión. Un prólogo y un epílogo son la única novedad de la película con respecto a la obra original. En ambos el escenario es el mismo: un parque lleno de niños situado debajo del puente de Brooklyn. En los primeros minutos se nos muestra el acto que originará el conflicto. La idea podría ser el airear la acción a la vez que introducir el tema central del argumento, pero la planificación añade una lectura adicional: la cámara está situada lejos del parque: vemos a los niños discutiendo entre ellos, pero no les escuchamos, sólo oímos el tema compuesto por Alexandre Desplat. Polanski resume la idea central de la película al mostrarnos el origen del problema que centrará el resto del metraje restándole importancia. De esta manera, aporta un elemento irónico que se potencia con el plano posterior en el que vemos a los padres de los niños que hemos visto pelearse delante de la pantalla del ordenador llegando a un acuerdo escrito: la película comienza con la solución del conflicto, el resto no es sino dar vueltas absurdas al tema.

También es un aviso del sutil trabajo de Polanski en un film en el que la palabra tiene un protagonismo absoluto. El director de Tess utiliza la colocación de la cámara y su movilidad para subrayar el estado de ánimo de sus personajes en particular y del ambiente en general, atento a los detalles, los gestos, que desvelan intenciones ocultas. Funciona en este sentido la estratégica colocación de los espejos que sirven para incluir el contraplano en el mismo plano y crear una profundidad de campo adicional. Destaquemos, por ejemplo, el plano general que recoge a Nancy Cowan vomitando, subrayando así como ese acto salpica (de manera literal y metafóricamente) al resto de personajes; el travelling que sigue a Penelope Longstreet mientras se dirige al baño registrando su progresivo enfado; a medida que los dos matrimonios se emborrachan y empiezan a sacar sus instintos más viscerales la puesta en escena pierde su estatismo empezando a temblar y a realizar movimientos bruscos.

Un dios salvaje es una película desarmantemente divertida que se enfrenta al espectador con los aspectos más absurdos, cínicos y, directamente, estúpidos del ser humano (la preocupación de Penelope por sus libros de arte; el descubrimiento de que las dos parejas sostienen su estabilidad sentimental sobre los pilares de las apariencias), lo cual procede del material de Yasmina Reza, al cual Polanski aporta un ritmo fluído y cierta densidad escénica (sin olvidar el excelente trabajo de los cuatro actores protagonistas -destacando la vis cómica de Christoph Waltz- quienes dominan el arte de la sobreactuación para convertir a sus educados personajes en monstruosas caricaturas). El movimiento de cámara con el que comienza la imagen sobre la que aparecerán los créditos finales, al igual que lo hacía la inicial, vuelve a resumir el mensaje global de Un dios salvaje, además de dejar bien claro la opinión que tiene Roman Polanski de la supuesta madurez que se atribuye a los adultos.


miércoles, 23 de noviembre de 2011

The Killer

(Dip huet seung hung)
Hong Kong, 1989. 111m. C.
D.: John Woo P.: Tsui Hark G.: John Woo I.: Chow Yun-Fat, Danny Lee, Sally Yeh, Chu Kong


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Al revisar hoy este seminal título producido por Tsui Hark y dirigido por John Woo se nos aparece como posiblemente la piedra angular del cine de acción moderno, una pieza en la que convergen la herencia de un pasado reciente para, a partir de su reformulación, proyectarse hacia el futuro en un juego de vasos comunicantes (y de retroalimentación) a través del cual el cine siempre ha encontrado el medio para renovarse (sin ir más lejos, el llamado Nuevo Hollywood de los años 70 se inspiró en las formas libres del cine europeo en general y la Nouvelle Vague en particular, mientras que el movimiento francés se reflejaba en el cine clásico americano para deconstruirlo).

La, alargadísima, sombra del Jef Costello incorporado por Alain Delon para la imprescindible El silencio de un hombre, de Jean-Pierre Melville, un hierático y lacónico asesino a sueldo cuya ascética existencia estaba regida por un inquebrantable código de honor, acompaña al Jeffrey Chow encarnado por Chow Yun-Fat, quien sustituye los afilados rasgos de Delon por una presencia más poderosa pero, también, más cálida, más cercana (alejándose así de la radical abstracción de otra reencarnación de dicho icono, el conductor protagonista de la magnífica Driver, de Walter Hill). La dilatación temporal a la que somete Woo los hechos narrados, su manera de esculpir el tiempo, nos remite al spaghetti-western en general y al cine de Sergio Leone en particular (subgénero que, recordemos, suponía una radicalización europea del género cinematográfico americano por excelencia). E, incluso, podemos detectar en las briosas imágenes de The Killer la influencia de algunos de los nombres más importantes del cine norteamericano de los 70, como Martin Scorsese (la mirada tan directa como, a la vez, estilizada de la violencia; la iconografía católica como testigo mudo de dicha violencia) o Francis Ford Coppola (el tratamiento operístico de algunas secuencias de El padrino y su primera continuación o Apocalypse Now).

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Pero, a raíz de lo dicho, sería un error considerar a The Killer como una mera reutilización de elementos y estilemas de diversa procedencia internacional. John Woo asimila de manera natural dichas influencias, combinándolas con las propias del cine oriental (el subgénero de artes marciales; la importancia de los códigos de honor) y aportando una mirada ultra-romántica que sublima el arrollador y frenético espectáculo pirotécnico, contagiando a las imágenes y al ritmo del film de un tono melancólico y una atmósfera de calado existencial que sirve de contraste a la firme fisicidad de sus escenas más explosivas en las que la pantalla se llena de casquillos de balas, pólvora, chorros de sangre salpicando las paredes y trozos del decorado arrasado por las ráfagas de las armas de fuego.

Un elemento romántico que no surge únicamente de la relación de Jeffrey con Jenney, una cantante a quien ha dejado ciega accidentalmente durante un tiroteo, sino que se extiende en el dibujo de unos personajes cuya vida se ve regida por un código de honor que se ha quedado anticuado en unos nuevos tiempos despiadados, en los cuales la corrupción no entiende de líneas divisorias entre el bien y el mal, entre la ley y la delincuencia. La célebre imagen de los dos protagonistas apuntándose uno al otro no sólo sirve como marca de fábrica del director de Cara a cara, sino que relaciona directamente a ambos, el asesino Jeffrey y el inspector de policía Li, como si estuvieran ante un espejo, contemplando su propio reflejo invertido: Li se ve obligado a acatar las órdenes de su jefe, quien sólo piensa en el ascenso que puede conseguir con los éxitos del policía; Jeffrey es traicionado por aquellos que le contrataron para realizar un trabajo.

Esta relación entre los dos protagonistas, pertenecientes a dos mundos antagónicos pero hermanados por el corazón, es retratada por Woo no con palabras, sino con acciones, a través de un elaborado y seductor uso del montaje: destaquemos la escena en la cual Li entra en la casa de Jeffrey y se sienta en el sillón. Una serie de travellings y planos encadenados fusiona a los dos hombres, como si en ese instante el pasado y el presente convergieran en ese punto. En ese sentido funcionan las largas y pluscuamperfectas escenas de acción, las cuales no suponen una irrupción o un paréntesis del drama, sino que sirven para desarrollarlo, haciendo de los gestos y los movimientos de los personajes parte imprescindible de su caracterización, de igual modo que en el cine musical los números cantados suponían una prolongación de las escenas habladas.

De esta manera, The Killer bascula de manera tan extraña como armoniosa entre la aflicción y la furia, entre un sentimiento de desarraigo y la rabia desenfrenada, entre lo lírico y lo sangriento. Resulta lógico, por tanto, que la película empiece y acabe en el interior de una pequeña y modesta iglesia, lugar al cual los protagonistas son atraídos por el impulso de su sentimiento de culpa en busca de la expiación de sus pecados (la terrible imagen de Jeffrey colocado encima de los bancos de madera, con los brazos extendidos, mientras le extraen las balas alojadas en su espalda, como si estuviera crucificado). Una redención que sólo puede llegar a través de la exaltación de esos sentimientos a través de la violencia y el sacrificio en un final deudor del de Grupo salvaje de Sam Peckinpah (otra referencia ineludible) pero al que Woo atorga un tono más pesimista, pues aquí ni Jeffrey ni Li consiguen reafirmar su condición de figuras anacrónicas a través de la muerte: el plano de la estatua de la Virgen María estallando en pedazos confirma que para ambos el paraíso es inalcanzable.

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Se cuenta la anécdota de que, en una ocasión, los directores Quentin Tarantino y Tony Scott (que habían trabajado juntos en Amor a quemarropa, película en la que se mostraba a los protagonistas viendo la segunda parte de A Better Tomorrow dirigida por el propio John Woo y titulada Honor, plamo y sangre) le mostraron The Killer a un productor de Hollywood. Cuando finalizó la proyección, el director de Pulp Fiction le preguntó qué le había parecido, a lo que éste contestó: "Parece que sabe como rodar una escena de acción". Haciendo gala de su impetuoso comportamiento, un Tarantino airado le contestó; "Sí, y parece que Miguel Ángel sabía pintar un techo".

Una anécdota que sirve tanto para sintetizar el tremendo impacto que causó el concepto de cine de acción de Woo y Tsui Hark (ya ensayado en la anterior y excelente A Better Tomorrow) como para reflejar la no poca influencia que tuvo en el cine norteamericano como bien sabe el propio Quentin Tarantino: la escena de Reservoir Dogs en la que el personaje de Harvey Keitel se enfrenta a unos policías disparando con dos pistolas a la vez evidencia hasta qué punto sin la existencia de The Killer posiblemente no hubiera existido la ópera prima de Tarantino (la cual, no lo olvidemos, estaba a medio camino entre el remake inconfeso, el homenaje sentido y el plagio desvergonzado de City on Fire, dirigida en 1987 por Ringo Lam y protagonizada por Chow Yun-Fat y Danny Lee) tal y como la conocemos ahora.


viernes, 18 de noviembre de 2011

The Human Centipede 2 (Full Sequence)

(The Human Centipede 2 (Full Sequence))
Países Bajos/UK/USA, 2011. 85m. BN
D.: Tom Six P.: Ilona Six & Tom Six G.: Tom Six I.: Laurence R. Harvey, Ashlynn Yennie, Maddie Black, Kandace Caine

The Human Centipede (First Sequence) supuso un perfecto ejemplo de las capacidades de un medio como Internet para elaborar algo así como la puesta al día de las leyendas urbanas adaptadas a la inmediated y a la fugacidad de las redes sociales: es decir, un fenómeno del que todo el mundo participa, pero al que nadie tiene acceso directo. La ópera prima de Tom Six hacía del culto prefabricado una carta de presentación que valía por sí misma: en realidad, no era necesario ver la película o que ni siquiera se estrenara, lo importante era como su nombre y el enunciado de sus medios corrían como la pólvora alimentando un hype que, inevitablemente, se desinflaría al visionar el film. Que finalmente The Human Centipede (First Sequence) fuera una película tan convencional como mediocre no significaba mucho, lo importante era la onda sísmica que había producido su enunciado. Debido a la limitada distribución del film y a su carácter casi clandestino resulta difícil concluir si Tom Six consiguió sus objetivos, pero el hecho de que esta segunda entrega difiera tan notablemente, tanto en el tono como en la estética, de su predecesora atestigua que puede que no sea un buen director de cine, pero sí conoce cómo funciona el medio y el público al que se dirige. Los trucos de prestidigitación funcionan una sola vez, por tanto, es hora de cumplir con la ración de emociones extremas que prometía (y que no ofrecía) con su primer título.

The Human Centipede 2 (Full Sequence) comienza reafirmando su condición de secuela recuperando la escena que clausuraba su predecesora. La utilización del blanco y negro parece utilizarse para subrayar su condición de flashback, de objeto recuperado del pasado, pero a los pocos segundos nos damos cuenta de que hemos sido engañados: en realidad, es una película que el protagonista está viendo en su ordenador portátil. De esta manera, Tom Six elabora un artefacto metaligüístico con el que disculpar la asepsia de la primera parte (no era más que ficción) y justificar la sordidez de esta continuación (el blanco y negro sirve para subrayar que, esta vez, la acción es "real"; la glamourización del relato de ficción es sustituída por la carnalidad y la brutalidad del mundo real). Pero, al mismo tiempo, revela una postura arrogante por parte de su director, tanto en el dibujo que hace de un supuesto seguidor de su película como en la nociva influencia que ésta puede ocasionar. De manera tan inteligente como irresponsable, Six sigue alimentando el mito, convirtiendo al fenómeno "The Human Centipede" en una fuerza devastadora que trasciende su condición de obra cinematográfica para penetrar en los intestinos (pringosos y pútridos) de nuestra sociedad.

Con un ojo puesto en el temible ultragore alemán y otro en el más rabioso torture porn, Tom Six parece sentir envidia de la controversia causada por A Serbian Film, como si se sintiera superado a la hora de epatar a la audiencia. Alejándose de la mirada clínica y la frialdad expositiva de The Human Centipede (First Sequence), en The Human Centipede 2 (Full Sequence) elabora un caldo de cultivo que hace de la suciedad y lo repulsivo el principio y fin de todas las cosas. Todas las imágenes, y todos los elementos que contienen, están meticulosamente diseñadas para disgustar e impactar al espectador: la manera con la que la cámara se recrea en las mórbidas y sudorosas formas de su obeso protagonista, llamado Martin; la asfixiante atmósfera de su hogar, una casa inundada en sombras que comparte con su autoritaria madre; las sesiones con su psiquiatra, que revelan un pasado traumático en el que Martin sufrió abusos sexuales por parte de su padre; las insinuaciones que le hace su propio doctor.

En el momento en el que Martin decide "fabricar" su propio ciempiés humano siguiendo las indicaciones de la película original, Tom Six parece querer desarrollar un mensaje centrado en las diferencias entre la vida real y la ficción (destacar el instante en el que Martin recopila el que será su instrumental quirúrgico, formado por martillos, tijeras, grapadoras, cuchillos de cocina, anunciando lo que seguramente será una carnicería), pero la utilización de una estructura heredada del cine slasher (Martin utiliza su trabajo como vigilante de seguridad de un parking para conseguir la materia prima humana para su experimento) demuestra que quizás no esté tan interesado en hacer de su película un discurso como de llevarla a los terrenos del cine de género.

Así, el clímax final de The Human Centipede 2 (Full Sequence) se descubre como una desatada orgía de gore al límite, llena de laceraciones y mutilaciones, cabezas reventadas y recién nacidos aplastados, litros de sangre y escatología desquiciada. Toda una exhibición de atrocidades con la que su director, de manera harto desesperada, intenta batir algún tipo de récord en lo que a sensacionalismo morboso y mal gusto se refiere y, de esta manera, volver a ser la comidilla de foros, chats, blogs y, con suerte, incluso algún periódico con ánimo de denuncia. El confuso giro con el que termina la película revela, sin embargo, que el propio Tom Six no tiene muy claro como conseguirlo, evidenciando a la saga The Human Centipede como un cúmulo de palos de ciego (tanto por defecto como por exceso) con el que disimular su falta de talento a través del golpe de efecto más estruendoso.

jueves, 17 de noviembre de 2011

La jungla 4.0

(Live Free or Die Hard)
USA/UK, 2007. 129m. C.
D.: Len Wiseman P.: Michael Fottrell G.: Mark Bomback, basado en una idea de Mark Bomback & David Marconi, basada en el artículo de John Carlin y los personajes creados por Roderick Thorp I.: Bruce Willis, Timothy Olyphant, Justin Long, Maggie Q

La primera aparición de John McClane en La jungla 4.0 puede resultar notablemente desconcertante para el seguidor del personaje a lo largo de la saga iniciada con la clásica Jungla de cristal. En el aparcamiento de una universidad de Nueva York dos jóvenes estudiantes se están besando en el interior de un coche. McClane aparece de repente, apartando de golpe al chico, dispuesto a salvaguardar el honor de su hija a golpe de pistola y placa policial. La utilización de este lugar común de la comedia adolescente, en el que el padre policía de la chica utiliza la fuerza de la ley para espantar a los novios de ésta, no parece pegar mucho con la imagen de McClane, quien intenta recuperar el contacto con su hija con unos métodos bien poco sutiles, pero sí que es suficiente como para presentarle como un hombre "chapado a la antigua". Una imagen que contrasta con el prólogo de la película, compuesto por un conjunto de planos de pantallas de ordenador, ratones, teclados y hackers que nos coloca en un mundo fuertemente informatizado. Esta combinación nos recuerda al inicio de la película original de John McTiernan en la cual el protagonista ya mostraba sus reticencias ante la vetusta pantalla táctil de la entrada del edificio Nakatomi Plaza en la cual buscaba el piso donde trabajaba su mujer.

El paso de los años y el imparable avance de las tecnologías no han hecho que John McClane se reconcilie con éstas, más bien al contrario. En un momento del film, se le define como un dinosaurio, y es precisamente esa cualidad anacrónica la que le convierte en la única posible salvación de una sociedad que coloca toda la confianza de su estabilidad en la base de lo virtual. La jungla 4.0 mantiene el modelo de sus predecesoras ampliándolo convenientemente (de nuevo, tenemos un grupo terrorista que se ampara en unos motivos ideológicos para escudar su codicia y, siguiendo la lógica exponencial de la serie, amplia el radio de peligro a toda una nación, los Estados Unidos en su conjunto) pero si miradas hoy en día, las películas anteriores adquieren un cierto tono profético (la construcción de una lujosa y gigantesca torre de oficinas como arrogante muestra de poder que se convierte en el objeto de deseo de sus enemigos; la naturalidad con la que el peligro y el horror puede estallar a través de los puntos más cotidianos y familiares), en esta ocasión supone una radiografía del presente, en el que el uso de la fuerza ya no es imprescindible para provocar el caos: el genio de la informática Thomas Gabriel muestra por televisión como derrumba el Capitolio, revelándose como una simulación. La pirotecnia como medio de evasión. Ahora el enemigo es invisible e indetectable.

Y es precisamente este escenario el que aporta el carisma del personaje de Thomas Gabriel, el que podríamos considerar el "malo" de la película, no en sus acciones y psicología, sino en la incredulidad con la que intenta asimilar las acciones de ese enigma llamado John McClane. Producto de un universo binario en el que todo se puede controlar a golpe de ratón, los métodos analógicos de McClane suponen un desafío para Gabriel, desbordado por una fuerza de la naturaleza de la era pre-Internet. Posiblemente, Gabriel sea el adversario más humano al que se ha enfrentado el policía interpretado por Bruce Willis, reflejando en su cara el miedo que le produce un adversario que nunca se detiene, alentado únicamente por su fuerza de voluntad y su energía física y que, desde luego, no tiene tiempo para andarse con miramientos (la escena en la que McClane se enfrenta a la experta en artes marciales Mai Linh, novia de Gabriel, y la golpea brutalmente estando ésta en el suelo supone una declaración de principios sumamente políticamente incorrecta en el actual panorama cinematográfico).

En este sentido también funciona el personaje de Matt Farrell, un joven hacker perseguido por los hombres de Gabriel para matarle y al que McClane tiene que proteger. Al poco de conocerse, y mientras McClane le lleva en coche a una comisaría, éste pone la radio donde se escucha "Fortunate Son" de Creedence Clearwater Revival, un grupo que McClane describe como un ejemplo de rock clásico. Farrell le responde que, a pesar de que no conoce al grupo, el hecho de ser viejo no significa que sea bueno ni mucho menos un clásico. Farrell supone la representación de un arquetipo generacional que, consciente de tenerlo casi todo al alcance de un movimiento de ratón, muestra una actitud de superioridad, como si lo supieran todo y se permitieran juzgarlo todo. Una postura que en La jungla 4.0 dará un giro tan irónico como macabro: Farrell se burla de que McClane haga caso a las noticias porque están todas manipuladas siguiendo los intereses de la fuerza capitalista que dirigen el mundo, pero será precisamente él, con toda la información que tiene, quien proporcionará la herramienta con la que Gabriel iniciará el apocalipsis, teniendo el ingenuo de McClane que acudir a salvarle la vida y solucionar las cosas.

Sorprendentemente, John McClane encontrará su mejor aliado en el director Lein Wiseman, quien utilizará las avanzadas técnicas digitales para diseñar la aventura más espectacular de la saga (destacando el momento en el que McClane, conduciendo un gigantesco trailer, se enfrenta a un caza del ejército en medio de un puente que se cae a pedazos) para llevarla a un terreno físico propio del protagonista de Jungla de cristal (los vibrantes -y virtuales- movimientos de cámara con los que retrata las numerosas escenas de persecuciones automovilísticas, todas ellas extraordinarias). De manera harto irónica, lo digital se convierte en la mejor arma de McClane, quien confirma y amplia su posición de icono viviente del cine de acción al llevarla a su propio terreno de acción al límite, como demuestra la escena más célebre de la película, aquella en la que utiliza un coche para derribar un helicóptero en pleno vuelo. Lejos de la figura decadente y cansada de Jungla de cristal 3. La venganza, el mensaje final de La jungla 4.0 resulta gozosamente optimista: los tiempos avanzan y cambian, y los peligros también, pero siempre estaremos seguros con viejos héroes como John McClane.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Epidemic

(Epidemic)
Dinamarca, 1987. 106m. BN.
D.: Lars von Trier P.: Jacob Eriksen G.: Lars von Trier & Niels Vørsel I.: Lars von Trier, Niels Vørsel, Udo Kier, Susanne Ottesen

Epidemic comienza con dos escenas cuya relación es el fallo. En ellas, vemos a los dos protagonistas de la película, Niels y Lars, cada uno en una situación diferente pero que, en ambos casos, sale mal: cuando el primero intenta imprimir el guión que han escrito se da cuenta de que el diskette en el que lo habían guardado no funciona y han perdido todo el trabajo; el segundo se sube a un coche que no parece querer obedecer a su conductor, quien tiene problemas con la palanca de cambios. Por el tono liviano y casi alegre de ambas secuencias (una vez producido el error, en vez de enfadarse, todos se rien) nos da la impresión de que estamos ante un par de tomas falsas, inaugurando así el juego metalingüístico que supone la película en su conjunto.

Protagonizada por los propios director y guionista, Epidemic se presenta como su propio making of, un documental que nos muestra los avances de Lars von Trier y Niels Vørsel a la hora de escribir un guión llamado "Epidemic" en el que quieren contar una historia de ciencia ficción apocalíptica en la cual una devastadora epidemia asola la tierra acabando con casi toda su población, estando obligados, además, a hacerlo en el corto espacio de cinco días. La fotografía en blanco y negro, el grano propio del rodaje en 16mm., la puesta en escena espontánea y descuidada (los rápidos zooms que buscan destacar un gesto) enfatizan el carácter verídico y naturalista de esas escenas, donde vemos a Lars y a Niels trabajando juntos en diferentes situaciones: uno sentado en un sofá y hablando mientras el otro utiliza la máquina de escribir; dibujando una línea temporal en la pared donde ir situando los acontecimientos importantes de la trama; o tomando una cerveza en los numerosos descansos.

Epidemic está compuesta por una estructura episódica, conformada por los días de la semana, a través de la cual seguimos a Lars y a Niels recabando información para su película, a la vez que vemos reflejada esta información en la que será la película terminada. A cada escena, digamos, documental le sigue una escena de ficción, es decir, una escena de la "Epidemic" que están escribiendo Lars y Niels y que destaca notablemente por sus cuidadas imágenes en 35mm., con un blanco y negro menos contrastado y abundante en tonalidades grises y por un formalismo que nos recuerda al de El elemento del crimen. Estas escenas también están protagonizadas por Lars von Trier en lo que supone un irónico guiño al egoncentrismo del director de cine, quien transforma la sordidez de la historia en bellas imágenes, a la vez que se imagina a si mismo como mesias de un mundo en descomposición.

Epidemic supone una autocrítica tando al sistema industrial cinematográfico danés (el productor que rechaza las ideas innovadoras de Lars y Niels y que pide más violencia, en busca de un cine más comercial) como a sus propios autores. Una de las características del proceso de documentación que siguen los protagonistas consiste en obtener información oral de diferentes plagas ocurridas a lo largo de los siglos por diferentes medios (un experto de la Biblioteca Nacional de Copenhage, un catador de vinos, las experiencias personales del actor Udo Kier). Pero en ningún momento parece que los dos, especialmente Lars, estén muy interesados por lo que les están contando (Lars paseando por los sombríos pasillos del sótano de la biblioteca, tomando un baño o atendiendo con cara de aburrimiento, respectivamente). Lars y Niels acuden a la realidad para conseguir datos e ideas para su película, pero sin sentir mucho respeto por éstos: ahí está el momento en el que Niels relata como engañó a un grupo de jóvenes, haciéndose pasar por un adolescente, para que le enviarán la información que necesitaba para escribir un libro.

Esa irresponsabilidad tendrá sus consecuencias en la escena final, en la cual Von Trier, como nueve años depués hará Olivier Assayas con el final de la imprescindible Irma Vep, llevará la película al terreno del puro terror al demostrarnos que el cine supone una entidad maligna y diabólica con la que no se puede jugar. Tras alimentar a la ficción (esto es, a "Epidemic") con el sufrimiento y el horror (los datos verídicos conseguidos por Lars y Neils), ésta utilizará un médium (una joven hipnotizada) como puerta con la que acceder a la realidad, a través de una serie de vasos comunicantes con los que la realidad y la ficción se retroalimenta mutuamente. El resultado es una secuencia de insoportable intensidad y absolutamente aterradora en la cual se desata un caos lleno de supuraciones y sangre que convierten al modesto piso de Neils en el foco del apocalipsis.

La última imagen de Epidemic sobre la cual trascurren los créditos, un planeo aéreo que sobrevuela Dinamarca, justifica la inclusión del título del film en letras rojas en la parte superior izquierda del encuadre durante todo el metraje: lo que parecía una boutade por parte de su realizador (un acto humano) se trasforma en una seña de identidad: desde el principio, todos los movimientos de los protagonistas, todas las imágenes que hemos visto, estaban guiadas y marcadas por un poder devastador e implacable: el del cinematógrafo.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Two Lovers

(Two Lovers)
USA, 2008. 110m. C.
D.: James Gray P.: Donna Gigliotti, James Gray & Anthony Katagas G.: James Gray & Richard Menello I.: Joaquin Phoenix, Gwyneth Paltrow, Samantha Ivers, Isabella Rossellini

Los primeros minutos de Two Lovers son empleados por su director, James Gray, no sólo para presentarnos al protagonista de la película, sino también para plantear el tono del relato. Lo que sobre el papel podría limitarse a ser un nuevo repaso a las convenciones del melodrama romántico, el comenzar el film con el intento de suicidio de dicho protagonista nos revela que los asuntos del corazón conllevan, de manera implícita, el desgarro del alma. Los movimientos en cámara lenta de Leonard mientras camina por el puente de madera; la ropa que llevaba en la mano cae lánguidamente al suelo cuando éste la suelta; el cielo gris que inunda en sombras la ciudad mientras observa los acontecimientos desde las alturas; El regular y penetrante acompañamiento sonoro que parece ejemplificar los latidos del corazón de Leonard. A partir de esta escena, una perenne atmósfera de tristeza acompañará los movimientos del protagonista, extendiéndose a las formas de un entorno urbano gris, de marcada frialdad casi inhumana (los planos de Leonard perdido entre la multitud) que encierra en un bloque de hielo los ardientes impulsos románticos de una persona para quien el amor posiblemente sea la única tabla de salvación para salir de una vida marcada por lo anodino, por lo insustancial.

Una vez de vuelta en casa, nos enteramos que Leonard lleva cuatro meses viviendo con sus padres tras ser internado en un hospital psiquiátrico tras haber intentado anteriormente acabar con su vida, donde se le ha diagnosticado un trastorno afectivo bipolar. La bipolaridad que sufre Leonard se transformará en metáfora cuando se le presente en su vida dos opciones vitales en forma de dos mujeres diferentes y de espíritu antitético: Sandra, morena, la hija de un socio del negocio de su padre y que le es presentada en una cena familiar y Michelle, rubia, una vecina que vive en el apartamento de enfrente. La primera representa la posibilidad de un futuro estable y anclado en las tradiciones, además de una estabilidad laboral y emocional (afianzando el negocio compartido por ambas familias, la de Leonard y la de Sandra); por su parte, Michelle representa el riesgo y la incertidumbre, la aventura y la desesperación de un amor tan intenso como frágil, a punto de romperse en cualquier instante.

Two Lovers se estructura en una serie de reflejos especulares entre los cuales Leonard se moverá, confuso, entre sus deseos y sus obligaciones; entre lo que quiere realmente y lo que sería mejor para él, que no siempre es lo mismo. La manera en la que se relaciona con las dos mujeres resulta un ejemplo de dicha encrucijada existencial: Leonard sale por la noche con Michelle y sus amigas a bailar en una popular discoteca, pero acabará volviendo solo a casa, tras la interferencia del amante de Michelle; en cambio, en casa recibe la visita sorpresa de Sandra, con quien se acostará por primera vez. El ambiente alegre, festivo y familiar del bar mitzvah del hermano pequeño de Sandra contrastado con el aséptico hospital en el que ha sido ingresada Michell.

El patio interior que separa la ventana de Leonard y la de Michelle supone un espacio insalvable a través del cual se pueden comunicar pero que, a la vez, impide que estén juntos, colocándo a cada uno en su mundo. El escenario en el que Leonard se declarará a cada mujer supone un esclarecedor aviso de su futuro: mientras que besa a Sandra delante de la pared repleta de retratos de su familia, integrándola en la tradición de su árbol genealógico, Leonard confiesa sus sentimientos hacia Michelle en la azotea del edificio en el que ambos viven: un lugar desolado y castigado por el frío viento, el cual se lleva las palabras de Leonard, demostrando así lo inútil de su esfuerzo.

Aficionado a la fotografía, Leonard muestra algunos de sus trabajos a Sandra la noche en que se conocen: son imágenes en blanco y negro que ilustran lugares vacíos de vida: el mundo que Leonard ve a través de su cámara y que sintetiza su deriva anímica. Los rectangulares encuadres en scope se cierran sobre las imágenes de Two Lovers, empapando a las éstas de un tono melancólico que convierte la calidez del hogar y la frialdad de las calles en términos relativos cuyo sentido se pierde en una vida marcada por el anhelo, por esas motas afligidas que se nos quedan pegada a los dedos después de rozar lo único que da sentido a nuestra vida antes de que lo perdamos para siempre. Pero ni siquiera el nihilismo sirve de vía de escape para Leonard: el devastador, patético y descorazonador final de Two Lovers demuestra que, en ocasiones, el happy end no es más que la prisión en la que encierra su desesperación el amante abandonado.

sábado, 12 de noviembre de 2011

El elemento del crimen

(Forbrydelsens element)
Dinamarca, 1984. 104m. C.
D.: Lars von Trier P.: Per Holst G.: Niels Vørsel & Lars von Trier I.: Michael Elphick, Esmond Knight, Me Me Lai, Jerold Wells

La ópera prima de Lars von Trier comienza con una serie de imágenes que nos sitúan en El Cairo. Tras éstas, un plano fijo nos muestra a un terapeuta que habla directamente a cámara, dirigiéndose al protagonista del film, el detective Fisher. La voz de éste se escucha en off con un profundo tono grave, como un sonido escuchado en el interior de nuestra cabeza. confirmándonos que estamos viendo a través de sus ojos. Cuando el terapeuta decide hipnotizar a Fisher para descubrir qué es lo que pasó en su último caso, la búsqueda de un asesino que descuartiza a niños que trabajan vendiendo lotería en una anónima localidad europea, comenzando una cuenta atrás, sumerge a Fisher en su propia consciencia, a la búsqueda de esos recuerdos alterados, y a nosotros con él. Por tanto, a partir de ese punto, el relato que se nos contará no tiene que ser necesariamente la verdad de lo que ocurrió, sino la interpretación que el protagonista hace de esos hechos, los cuales pueden ser facilmente manipulados. De hecho, a lo largo del metraje escuchamos varias veces la voz en off del terapeuta dudando de lo que está escuchando: a veces, le dice a Fisher que está divagando y otras le pregunta si realmente tal personaje dijo tal frase.

Este punto de vista subjetivo está directamente relacionado con las pesquisas detectivescas de Fisher, quien hace uso del método llamado "el elemento del crimen" para encontrar al asesino. Dicho método, elaborado por Osborne, el antiguo mentor de Fisher, consiste en reconstruir los últimos pasos y acciones del criminal para lograr comprender su manera de pensar: un periplo físico en busca de un objetivo psicológico. El elemento del crimen se convierte así en una espiral introspectiva en la que vamos descendiendo hasta quedar encerrados en un callejón sin salida (primero, nos metemos en la mente de Fisher; a continuación, éste se mete en la mente del asesino; después...), contrastando esa perspectiva mental con la fisididad de los entornos que se nos muestran a través de ella.

Es de esta manera por la cual El elemento del crimen adquiere un tono onírico, casi surrealista, potenciado por la intensamente formalista puesta en escena de Von Trier, quien retrata las acciones de sus personajes y su colocación en los espacios como si formaran parte de una pesadillesca ensoñación: los travellings que recogen a los personajes estáticos, casi fusionados con el entorno como si fueran tableaux vivantes; la obsesiva utilización de las cámaras lentas; los saltos entre secuencias, dando a éstas una forma independiente, autoconclusiva; los extraños diálogos, como si el mensaje nos llegara sólo parcialmente y parte de la información se hubiera perdido en los recovecos de la memoria. Los ballardianos escenarios redondean la adscripción fantástica del film, catalogable en los parámetros de la ciencia-ficción, mostrándonos un mundo apocalíptico, en el que el hombre se mueve entre las ruinas y los desechos de una civilización anterior, ahora permanentemente castigado por una lluvia de tintes ácidos. La penetrante iluminación amarilla de la fotografía cubre de óxido las imágenes, dándoles una herrumbrosa tonalidad industrial, propia de un mundo muerto y en descomposición.

El elemento del crimen utiliza los lugares comunes del cine negro para recrearlos a través de una mirada cerebral, propia del cine de arte y ensayo. Y es de esa mirada intelectual la que ofrece lo peor y lo mejor de la película: por un lado, el resultado es inevitablemente petulante y no poco fastidioso en ocasiones; pero, a la vez, resulta una experiencia fascinante que lega un buen puñado de poderosas imágenes: los caballos sumergidos en un oscuro lago; el plano aéreo que sigue a un helicóptero mientras en tierra se busca un cadáver; las víctimas intentando escapar del asesino rompiendo los cristales de las ventanas, recogido por una grúa en retroceso. El elemento del crimen consigue irritar y ensimismar a partes iguales, suponiendo, por tanto, una perfecta carta de presentación de las constantes que regirán la carrera de un director que siempre se moverá entre las adhesiones más entusiastas y el rechazo más enérgico.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Scream 4

(Scre4m)
USA, 2011. 111m. C.
D.: Wes Craven P.: Wes Craven, Iya Labunka & Kevin Williamson G.: Kevin Williamson I.: David Arquette, Neve Campbell, Courteney Cox, Emma Roberts

Teniendo en cuenta que, tras el inesperado éxito de Scream. Vigila quien llama, sus dos principales creadores, el director Wes Craven y el guionista Kevin Williamson, aseguraron que ésta era la primera entrega de una trilogía planificada de antemano, resulta lógico que ante esta nueva entrega estrenada once años despúes de la supuestamente definitiva Scream 3 el espectador tuerza el gesto ante la impresión de encontrarse ante un run for cover en toda regla. El hecho de que repitan todos los actores originales retomando los mismos personajes convierte a Scream 4 en una de esas decadentes reuniones de antiguos alumnos en las que estos recuerdan los días felices en los que todos soñaban con un futuro prometedor el cual, pasados los años, se ha quedado en eso, un sueño (ninguno de los actores ha logrado consolidar su estrellato en la gran pantalla y los siguientes estrenos de Craven y Williamson se han saldado con rotundos fracasos).

Como si fueran los primeros en ser conscientes de ello, Craven y Williamson diseñan el prólogo de la película como una declaración de principios. Si en las tres entregas anteriores se utilizaban los primeros minutos para establecer las bases del juego autorre-ferencial que se iba a desarrollar y como arrollador inicio en forma de set-piece, en Scream 4 realidad, ficción y metaficción se confunden en una reiterativa estructura de muñecas rusas tan excesiva como paródica con la que sus creadores parece querer entonar un mea culpa por volver a caminar por un terreno ya transitado. Pero hay algo más: una de las chicas que protagonizan el prólogo dice a su amiga que quiere ver Saw, a lo que la otra le contesta que no le gusta el torture porn. Sin duda, Craven y Williamson quieren adaptarse a los nuevos tiempos, pero sin perder su identidad. Así, con ese comentario reivindican la importancia del slasher en su concepción más pura y blanda en detrimento de la explotación del dolor y el sufrimiento de films como la mencionada saga de Saw, Hostel o Martyrs.

No resulta extraño que, tras reflexionar sobre el cine de terror, las secuelas y las trilogías, en Scream 4 se utilice como medio conductor el fenómeno del remake o (como se dice hoy en día) reboot, el cual existe desde los inicios mismos del cine, pero que en los últimos años ha adquirido una especial relevancia, especialmente para el cine de terror. De esta manera, Scream 4 juega a fusionar los conceptos de secuela y remake (algo habitual en las franquicias del género), relacionando a los conocidos personajes de las entregas anteriores con sus, supuestos, nuevos (y jóvenes) sustitutos.

Y es en este terreno donde aparece una de las ideas metalingüísticas más atractivas de esta cuarta parte y que se traduce en un curioso y efectivo tono crepuscular. Neve Campbell ya no es la adolescente de las primeras películas, David Arquette ya no tiene treinta años y Courteney Cox se dirige a los cincuenta. Sus personajes quieren olvidar ya sus constantes enfrentamientos con todo tipo de psicópatas con la máscara de Ghostface y poder iniciar una vida diferente: Sidney presenta en su pueblo natal su autobiografía con la que quiere zanjar esa parte de su pasado, Dewey se ha convertido en el sheriff de Woodsboro y Gale, casada con Dewey, ha abandonado su carrera como periodista para dedicarse a escribir ficción. Pero ninguno de esos planes parece fructificar (Sidney es denominada "el ángel de la muerte", porque todos los que se le acercan mueren horriblemente; Dewey se ha acostumbrado a un día a día rutinario en el que lo más emocionante son las insinuaciones que le hace su joven ayudante; Gale se enfrenta cada mañana a la hoja en blanco del procesador de textos sin saber con qué llenarla). Mal que les pese, Ghostface se ha convertido en parte de su vida, lo único a lo que pueden agarrarse para darle sentido. Al igual que les ocurre a sus respectivos actores.

Es posible que a Wes Craven y a Kevin Williamson no les guste el torture porn, pero saben que a la audiencia a la que se dirigen sí, a tenor de las elebadas cifras que siguen consechando cada entrega. De ahí que Scream 4 haga gala de una fisicidad en los asesinatos inédita hasta el momento en la serie. Craven sigue planificando las escenas de suspense acudiendo a los lugares comunes del género (demostrando que la experiencia ha hecho del director de La serpiente y el arco iris un realizador con oficio, pero carente de una mirada personal) pero, en esta ocasión, se detiene a la hora de retratar el acto de matar en sí, deleitándose con la forma con la que el cuchillo penetra en la carne, desgarrándola, y en la brutalidad del acto: Jill y Kirby viendo a través de la ventana como su amiga, que vive en la casa de enfrente, está siendo apuñalada; Sidney entrando en la habitación de esta última, cuyas paredes están cubiertas de sangre, y encontrando el cadáver encima de la cama con las tripas sacadas; la mujer que, tras ser apuñalada, es lanzada sobre el techo de una furgoneta; el policía ciego tras recibir una puñalada en la frente que se arrastra buscando a su asesino mientras éste se le queda mirando sin moverse.

Sin duda, los tiempos han cambiado. Los adolescentes de Scream 4 son más descreídos y menos inocentes que sus predecesores (destacar el memorable momento en el que Kirby, para salvar su vida, recita de golpe todos los remakes de películas de terror que se han realizado en los últimos años) y tiene la tecnología de su parte (teléfonos móvil con acceso a las redes sociales, mini-cámaras conectadas a Internet). Siguiendo el plan original de los fundacionales Billy y Stuart, el asesino de Scream 4 se hiere a sí mismo para poder pasar como una de las víctimas en una tremenda escena en la que se apuñala, golpea contra las paredes y salta de espaldas sobre una mesa de cristal, llevando al extremo la idea de sus antecesores en todo un despliegue de brutalidad masoquista.

Pero Craven se guarda una pequeña nota de esperanza para el futuro del género: en el excelente clímax final, los tres protagonistas de la saga se reunen en una habitación de un hospital para acabar con el asesino. La imagen de Sidney, Dewey y Gale tumbados en el suelo, derrotados y sangrando pero resistiendose a morir, nos demuestra que por mucha fuerza con la que vengan las nuevas generaciones, éstas siempre sucumbirán ante la sombra de los clásicos. Puede que el mensaje sea conservador, pero sin duda resulta coherente viniendo de un director ya otoñal como es el viejo zorro de Wes Craven.


domingo, 6 de noviembre de 2011

La última tentación de Cristo

(The Last Temptation of Christ)
USA/Canada, 1988. 164m. C.
D.: Martin Scorsese P.: Barbara De Fina G.: Paul Schrader, basado en la novela de Nikos Kazantzakis I.: Willem Dafoe, Harvey Keitel, Barbara Hershey, Harry Dean Stanton

El cielo y la tierra; el alma y la carne; las lágrimas y la sangre
Nikos Kazantzakis comenzaba su novela La última tentación, publicada en 1951, con un prefacio en el que subrayaba el componente de exorcismo personal que suponía la obra. En esas primeras páginas, el escritor griego confesaba que la dualidad de la figura de Cristo, la convivencia de lo espiritual y de lo físico en un mismo cuerpo, era un misterio que le atormentaba como creyente: el enfrentamiento que se establece entre los deseos terrenales y la búsqueda de una estabilidad espiritual suponía una batalla que se había desatado, ya desde su infancia, en su interior y que convertía, a sus ojos, a Cristo en un ejemplo de una lucha que se desarrollaba más allá de la vida. Como si buscara tanto respuestas como un espejo en el que reflejar sus propias dudas, Kazantzakis planteó La última tentación como una novelización de los Santos Evangelios siguiendo la doctrina de la corriente religiosa conocida como el adopcionismo.

A grandes rasgos, el adopcionismo, surgido a partir del siglo II después de Cristo y considerado herético por la Iglesia oficial, defendía la idea de que Cristo no era tanto hijo directo de Dios y, por tanto, un ser divino que se manifestaba con la apariencia de un hombre, como un ser humano que había sido elegido por Dios para ser poseído por el Espíritu Santo y transformarse en, podríamos decir, su hijo adoptivo en la tierra. Así, la trascendencia era sustituída por un sacrificio más humano y doloroso, y la tentación y las dudas pasaban a formar parte indisociable de un Jesús a quien han arrebatado su condición de ser humano.

En un momento de la novela, Jesús le pide a Mateo, encargado oficial de transcribir la vida de su maestro, que le enseñe lo que ha escrito. Cuando éste descubre cómo Mateo ha fantaseado su nacimiento e infancia se enfada con el apóstol, acusándole de mentiroso: él no nació en un pesebre de Belén ni tampoco recibió la visita de tres reyes magos provenientes de Oriente. Mateo para defenderse le confiesa que un ángel le comunicó qué tenía que escribir. La última tentación narra la dolorosa odisea de un hombre desposeído de su propia identidad contra su voluntad, elegido por una fuerza superior para caminar hacia un destino que desconoce pero teme.

Kazantzakis expone la evolución del protagonista, de cómo poco a poco va aceptando su condición de Mesías, a través de la manera en la que se dirigen a él: durante la primera parte del libro, los que le rodean y el propio narrador le llaman "el hijo de María" o "hijo del carpintero", incidiendo en su forma carnal pero, también, en su falta de personalidad individual; cuando acepta su misión y empieza a predicar se le llama por su nombre propio: Jesús; durante las páginas que nos describen la pasión, usualmente se le denomina "el rey de los judios", subrayando el motivo por el cual es apresado y sentenciado a morir en la cruz.

La rebeldía de Jesús contra la misión que se le ha encomendado -se le presenta trabajando para los romanos para quienes fabrica cruces que servirán para sentenciar a los judíos-, su anhelo por llevar una vida normal (trabajar la tierra con el sudor de su frente; reunirse con los amigos a beber para aliviar el cansancio; casarse y tener hijos; cuidar de sus nietos) y su imposibilidad (Dios le castiga con contínuas pesadillas premonitorias e, incluso, ataques directos cuando Jesús se aparta del camino que le ha encomendado: esas garras que se clavan en su cabeza cuando se va a casar con María Magdalena) es intensificado por la tremenda fisicidad de la prosa de Kazantzakis, volcada en reflejar, en hacer sentir al lector, cómo el sol calienta las piedras del desierto, las cuales marcan los pies descalzos del protagonista; la debilidad del cuerpo, castigado por el cansancio, el ayuno y el dolor; la volcánica intensidad del deseo que ruge en el interior de Jesús, así como sus temores y su sufrimiento. La rocosidad e implacabilidad de las palabras de Kazantzakis se cierran sobre sus protagonista como las zarzas que intentan ahogar a una semilla, potenciando así la excepcionalidad de Cristo cuando, llenando su cuerpo de cortes, consigue salir de ellas, superar la tentación final y ofrecer el sacrificio supremo muriendo en la cruz por todos los hombres.

Al borde del abismo entre lo humano y lo divino
La última tentación de Cristo se abre con un rápido movimiento de cámara que surca las ramas de un árbol y se detiene al encontrar al sujeto de su búsqueda. Un plano cenital nos muestra a Jesús tumbado en el suelo, durmiendo. La cámara se acerca a él como si fuera el punto de vista de una presencia superior. Cuando Jesús abre los ojos y su voz en off irrumpe en la banda sonora, de la tercera persona, de un vigilante exterior, pasamos a la primera, como si esa presencia, una vez encontrado su objetivo, se hubiera fusionado con éste y se hubiera apoderado de su consciencia.

Así, la película dirigida por Martin Scorsese y escrita por Paul Schrader adopta una mirada subjetiva que la aleja de la novela de Kazantzakis. El mundo que rodea a Jesús, y la gente que se le acerca, está filtrado por su punto de vista, contaminado por esa angustia que crece dentro de él. Los escenarios por los que se mueve resultan en su mayoría desérticos paisajes en los que la vegetación ha sido aniquilada por la esterilidad de la piedra y la fuerza del sol borra cualquier atisbo de brisa que pueda calmar los castigados cuerpos de los hombres. Un mundo yermo y seco que espera la llegada del salvador que le devuelva la vida. Es por ello que, inmerso en la ensoñación que le ha preparado el Demonio, la última parte del film nos presenta unos escenarios radicalmente diferentes, inundados por la naturaleza en su máximo esplendor, un regreso al Edén original donde Jesús, por fin, puede llevar la vida que siempre quiso. Un lugar que, como descubriremos, resulta tan falso a la postre como la tremenda aridez del anterior.

A tenor de lo dicho, resulta coherente que La última tentación de Cristo dé más importancia a los milagros de Jesús de lo que lo hacía la novela original. En esta, Kazantzakis se cuida de no mostrar directamente los milagros,manteniéndolos fuera de campo y transmitiéndolos a través de la boca de los ciudadanos de las aldeas por donde pasa Jesús, convertidos así en leyendas urbanas que puden ser creídas o no. Hay, no obstante, dos excepciones: cuando el protagonista cura la invalidez de la hija de un centurión romano y la resurrección de Lázaro, las cuales, no por casualidad, están directamente relacionados con su posterior pasión y con la última tentación que sufrirá estando colgado en la cruz, respectivamente.

En cambio, Scorsese, fiel a esa mirada introspectiva, sí da una mayor importancia a esos milagros, ampliándolos -Jesús curando la ceguera de un hombre, exorcizando a los endemoniados, transformando el agua en vino- y mostrándolos como la conse-cuencia de la aceptación por parte del protagonista de su condición de Mesías. Una condición que, no obstante, le asusta: destacar la escena de la resurrección de Lázaro, con esa imagen que muestra a Jesús asomándose a la entrada de la cueva donde éste ha sido enterrado; ese punto de vista desde el interior representa un alma que está esperando que el salvador llegue para rescatarla de las tinieblas en las que mora y sacarla de vuelta a la luz.

Cristo de nuevo crucificado
La puesta en escena del director de Taxi Driver resulta tan fiel al estilo del realizador italoamericano como apegada a su protagonista. A lo largo del metraje abundan los movimientos de cámara que sirven para representar los pasos desnortados de Jesús (quien tan pronto predica el amor como empuña el hacha), pero también para diferenciar el estado de ánimo del mismo. Como ejemplo, señalar el momento en el que Jesús y sus discípulos bailan alegres en la celebración de una boda en Canaan, en la que la cámara se mueve ágil, ligera y espontánea, contagiada de esa alegría; y contrastémoslo con los agresivos acercamientos de la cámara a Jesús cuando éste está en el desierto, los cuales representan la fuerza del ataque del Demonio en su búsqueda de tentar a su enemigo.

La última media hora de la película, aquella que refleja la última tentación a la que es sometido Jesús, posiblemente sea la más importante de todo el metraje, pues en ella se condensa el significado del trabajo de Scorsese. Mientras Jesús agoniza en la cruz se produce un extraño movimiento de cámara, con ésta girando sobre el perfil del crucificado, que supone una distorsión de la realidad por parte del Diablo de cara a realizar su último ataque. Lo que viene a continuación, con Jesús plácidamente instalado en su hogar y envejeciendo junto a sus mujeres y sus hijos, es planificado con una serie de imágenes serenas y calmadas, sólo violentadas por los reproches que recibe el protagonista por parte de Pablo de Tarso, primero, y Judas Iscariote, después, por haberles abandonado. La toma de conciencia de Jesús de la necesidad de retomar la misión que le había sido encomendada se traduce en un frenético movimiento de cámara hacia delante que le devuelve a la cruz, como si su alma huyera de ese cálido espejismo y volviera al dolor de la carne.

Volviendo al prefacio de La última tentación con el que comenzábamos estas líneas, en él Kazantzakis declaraba que la novela era una muestra de su amor por la figura de Cristo y que estaba convencido de que todo aquel que la leyera compartiría esa pasión. Quizás consciente de la dificultad de traducir la fuerza de las palabras del autor de Zorba el griego, Scorsese sustituye la rebeldía del Jesús de la novela por el sentimiento de pérdida de alguien que no encuentra el sentido de su existencia, dejando la humanización del personaje en manos de Willem Dafoe, cuya naturalidad a la hora de interpretar a Jesús está desprovista de cualquier afectación de trascendentalidad o solemnidad.

Y es en este terreno donde la labor de Scorsese y Paul Schrader (quien consigue comprimir la voluminosa obra literaria de la que parte sin que el resultado parezca un mero resumen) se vuelve notablemente meritoria, al lograr transmitir, más allá de creencias o doctrinas religiosas personales, la excepcionalidad del sacrificio de su protagonista principal en términos puramente cinemato-gráficos, a la vez que lo conectan con los torturados personajes de su filmografía anterior, siempre a la búsqueda de una misión que les redima de una vida abocada al abismo de los descarriados de la existencia.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Inseminoid

(Inseminoid)
UK, 1981. 93m. C.
D.: Norman J. Warren P.: Richard Gordon & David Speechley G.: Nick Maley & Gloria Maley I.: Robin Clarke, Jennifer Ashley, Stephanie Beacham, Steven Grives

Inseminoid comienza con una voz femenina de tono informático describiendo las características del inhóspito planeta helado en el que se hallan confinados los protagonistas. Una voz que recuerda a la de Madre, la inteligencia artificial con la que interactuaban los tripulantes de la nave espacial Nostromo en Alien. El octavo pasajero. No es, ni mucho menos, una casualidad. El film de Norman J. Warren supone un tan descarado como barato exploit del popular título dirigido por Ridley Scott dos años antes. Si en aquel nos encontrábamos con un grupo de camioneros espaciales, aquí son sustituidos por un grupo de arqueólogos espaciales que mientras buscan minerales se topan con una extraña criatura que poseerá a uno de ellos, inseminándole para que dé a luz a uno de su especie. Por si quedara alguna duda, Warren incluye una escena que no estoy muy seguro de si se trata de un plagio descarado o de un guiño para los fans (si la película fuera italiana lo tendría más claro): reunidos todos en el comedor y mientras comentan los recientes sucesos, uno de ellos empieza a decir que se encuentra mal, llevándose la mano al pecho. Una escena, por tanto, calcada a la famosa última cena de Kane en Alien. El octavo pasajero, no sólo por las acciones de los personajes, sino también en los trajes que llevan y el diseño del lugar.

Si algo caracteriza al cine exploitation es que no sólo se conforma con imitar el hilo argumental de su modelo, sino que se se busca potenciar y, en suma, explotar, los elementos más llamativos o populares de éste. Si el tortuoso y retorcido trabajo del artista suizo H.R. Giger envolvía a la película de Scott en una asfixiante atmósfera de erostismo soterrado, en Inseminoid éste se evidencia en la directa violación que sufre Sandy por parte del monstruoso ser que la ha capturado en una secuencia de ciertas pretenciones psicodélicas y alucinatorias (la intensa iluminación azul; el cuerpo desnudo de Sandy tumbado encima de una camilla metálica mientras la cámara gira a su alrededor; la aparición del doctor de la expedición) pero que se queda en el territorio de los psicotrónico (la imagen de Sandy con las piernas abiertas, entre las cuales surge la gigantesca cabeza del alienígena).

Aviso a todos aquellos valientes lectores que tras leer estas líneas estén dispuestos a ver la película que presten atención a la comentada secuencia de la inseminación porque será prácticamente el único momento de todo el metraje en el que se enseñará al monstruo (creado por Nick Maley, entre cuyos trabajos podemos señalar Superman y su primera secuela, La guerra de las galaxias y su continuación El imperio contraataca, Krull o Lifeforce. Fuerza vital, y entre cuyos ayudantes podemos encontrar a Bob Keen). Sin duda producto de los paupérrimos valores de producción, la mayor parte del film consiste en un típico bodycount con Sandy eliminando a sus compañeros mediante los más brutales métodos para alimentar al ser que crece en su vientre con la sangre de los cadáveres en un desarrollo deudor tanto del pasado (La invasión de los ladrones de cuerpos) como del futuro (el ultragore francés Baby Blood que se estrenará nueve años después) en un claro ejemplo de que nunca hemos de infravalorar el poder de los taquiones.

Así, Inseminoid se reduce a un grupo de personas corriendo todo el rato por una serie de pasillos vacíos y hablando más que actuando (que es gratis). Aparte de los asesinatos eficazmente sangrientos destaquemos la escena del parto, la única que consigue construir una atmósfera algo inquitante, especialmente gracias a su pegajosa fisicidad (los angustioso primeros planos de Sandy que recogen el tremendo dolor que sufre; el inserto de la cabeza del bebé alienígena surgiendo entre sus piernas; dos de sus compañeros abrazados y absolutamente aterrorizados mientras escuchan los gritos de su antigua amiga por el intercomunicador). Por lo demás, Inseminoid resulta tan absurda, aburrida y extrañamente entrañable como cabía esperar.