sábado, 25 de febrero de 2012

Persona

(Persona)
Suecia, 1966. 80m. BN
D.: Ingmar Bergman P.: Ingmar Bergman G.: Ingmar Bergman I.: Bibi Andersson, Liv Ullman, Margaretha Krook, Gunnar Björnstrand

Pasados cuarenta y seis años desde su realización, las imágenes de Persona siguen provocando en el espectador esa sensación de vértigo de quien se acerca al filo del abismo para mirar directamente a la oscuridad que supone el epicentro de la conciencia humana. La secuencia pre-créditos, con su combinación de elementos simbólicos (un niño durmiendo que, escasos segundos antes, se aparecía ante nuestros ojos con la forma de un cadáver colocado en la estéril mesa de un depósito) y de formas desgarradoramente físicas (los paisajes nevados; los planos detalles de los cuerpos muertos de unos ancianos; el clavo que penetra en la palma de una mano a cada martillazo) nos coloca en un terreno inconcreto, de esquiva ambivalencia, que sirve para presentar el tono general del film, así como delimitar su sentido: el cinematógrafo como principio y fin de todas las cosas; la vida como una representación constante que es puesta en marcha al encender un proyector.

Al principio del film, la enfermera Alma le dice a su paciente, la actriz Elisabeth Vogler, que para ella el arte tiene una importancia tangencial en la vida de las personas. Una afirmación con la que Bergman está de acuerdo, pero en un sentido diferente. Si Alma indica que el arte puede servir de alivio terapéutico para los problemas cotidianos, para el director de La vergüenza el arte en general y el cine en particular no sólo es el medio con el que representar, dar forma, a esos problemas, sino el camino que les da sentido. Elisabeth decide, durante una representación teatral, encerrarse en sí misma, desconectando del ruido que la rodea, negándose a hablar o interactuar con el resto del mundo. Súbitamente se ha dado cuenta de que es una entidad encerrada en un juego de muñecas rusas: su trabajo como actriz no es más que una respuesta dramatizada a la mascarada que interpreta día a día. Como le indica la directora del centro en el que está recluida, el abismo que separa lo que somos y la forma que adquirimos antes los demás se ha hecho, en su caso, insondable.

Tras una breve estancia en el hospital, Alma y Elizabeth se trasladan a la casa que la directora del centro tiene en la pequeña isla de Farö. Un espacio que no sólo sirve como escenario de la acción, sino que supone un reflejo, a la vez que potencia, del carácter escindido que preside todo el film: las plácidas y bucólicas escenas que muestran a las dos mujeres dando largos paseos y recogiendo setas son contrapunteadas por las afiladas rocas golpeadas por la marea o la torrencial lluvia que castiga a la casa. Así, Persona es una película marcada por la dualidad: Alma muestra una personalidad alegre y distendida, incapaz de frenar su locuacidad, mientras Elizabeth la escucha a través de una serie de posturas afectadas y de marcado dramatismo, asemejándola a una estatua. La calidez de la primera se contrapone a la frialdad de la segunda, hasta el punto de que, antes que una persona, Elizabeth se asemeja a un ser, una entidad superior que escucha, pero no contesta ni actúa.

La fotografía en blanco y negro inunda los encuadres de sombras que van rodeando a los protagonistas, encerrándoles. Con su traje negro y su pañuelo de igual color con el que recoge el pelo, el rostro imperturbable de Elizabeth, convertido en una máscara pálida sobre un fondo negro, nos recuerda la inquietante silueta de la Muerte en El séptimo sello. Poco a poco, la atmósfera de Persona pierde sus contornos, su concreción, para diluirse en los vagos márgenes del fantástico: la fantasmagórica aparición de Elizabeth, convertida en un etéreo espíritu errante, en la habitación de Alma. Los apuntes metalingüísticos diseminados a lo largo de relato profundizan en este sentido, quebrando la suspensión de la incredulidad del espectador y convirtiendo el propio celuloide en la materia de la que está construida nuestra realidad: destaquemos el momento en el que Alma despierta del idílico sueño que vivía junto con Elizabeth, en el que la imagen se rompe y el celuloide se quema, de la misma manera que la noción de la realidad de Alma se fragmenta.

Finalmente, Persona toma la forma de una película de vampiros psicológicos (de igual manera que en las posteriores Arrebato, de Iván Zulueta, e Irma Vep, de Olivier Assayas). Cuando, al final, vemos cómo una cámara muestra en su lente la imagen invertida de Elizabeth, nos damos cuenta de que ésta no es sino una criatura fílmica cuya labor de demiurgo tiene como objetivo el corromper la inocencia de su víctima, la protagonista de su película: consigue sonsacar los sórdidos detalles del pasado de Alma, sacándolos a la luz para eliminar la pureza de la que, al principio, hace gala la joven enfermera. La terrorífica imagen de las mitades de las caras de cada una formando un simétricamente imposible nuevo rostro supone la culminación del proceso de absorción de la entidad de Alma por parte de Elizabeth. Los últimos minutos de Persona están marcados por el silencio y los movimientos mecánicos de Alma. Ya no hay más que decir y las acciones carecen de sentido. La cinta se acaba y el proyector se para. Sólo queda la oscuridad y el vacío.


viernes, 17 de febrero de 2012

El eclipse

(L'eclisse)
Italia/Francia, 1962. 126m. BN
D.: Michelangelo Antonioni P.: Raymond Hakim & Robert Hakim G.: Michelangelo Antonioni & Tonino Guerra, con la colaboración de Elio Bartolini & Ottiero Ottieri I.: Alain Delon, Monica Vitti, Francisco Rabal, Lilla Brignone
El eclipse comienza con una reconstrucción de la escena que cerraba la inmediatamente anterior La noche. Si en la película protagonizada por Marcello Mastroianni y Jeanne Moreau, el matrimonio formado por Giovanni Pontano y Lidia llegaban a la conclusión, tras una accidentada noche, de que su relación carecía de sentido, con la película que nos ocupa, considerada la última entrega de la conocida como la trilogía de la incomunicación, nos encontramos con una situación análoga: tras una noche de discusión, asistimos al final de la pareja que hasta hace poco formaban Riccardo y Vittoria. Esta idea plantea un punto de conexión entre los tres films que componen la comentada trilogía -además de los mencionados, señalemos la inaugural La aventura-: la presencia recurrente de Monica Vitti nos lleva a pensar en la radiografía de la desintegración de un universo emocional a través del ejemplo personal de tres parejas distintas pero intercambiables.

El estatismo y el silencio son las pautas que marcan la ruptura entre Vittoria y Riccardo. Como si fueran autómatas de movimientos limitados y prefijados, ambos se mueven de manera lánguida a través del salón de la casa del segundo, parándose al lado de los muebles como si compartieran su ausencia de vitalidad; el silencio se impone porque no hay nada que decir y las únicas palabras que se pronuncian sólo comunican el vacío, como si su único sentido fuese el mero sonido. Estamos ante una pareja que han dejado de quererse porque, de repente, ya no le encuentran ningún sentido. No se trata de que se haya acabado el amor o que ya no se soporten el uno al otro, sino que Vittoria, simpleme pero hóndamente, está demasiado cansada de todo.

Cuando Vittoria sale al exterior nos encontramos con un paraje más cercano a un desolado yermo que a una ciudad: a la sombra de gigantescas y gélidas estructuras modernistas, Vittoria deambula mecánicamente. Da la impresión de que mientras terminaba su relación con Riccardo se ha desatado un apocalipsis en el exterior que ha arrasado anímicamente con la población. Los escasos supervivientes -Vittoria, Riccardo y algunas personas que se encuentran por el camino- caminan como muertos vivientes, siempre moviéndose porque, quizás, si se detienen ya no tengan fuerza para reanudar el camino.

La siguiente escena supone la antítesis de lo visto en esos primeros minutos: la calma y el silencio son rotos por los frenéticos movimientos y los gritos de un grupo de inversores trabajando en la bolsa. Toda la fuerza y la pasión que no encontramos en las relaciones sentimentales que nos muestra El eclipse se han concentrado en este territorio hostilmente económico. Ese elemento invisible, abstracto e indescriptible que es el sentimiento amoroso se ha transmutado en una concepción del dinero igualmente intangible. Cuando Vittoria le pregunta a Piero, el asesor financiero de su madre, a donde va el dinero que se pierde en la bolsa, éste no sabe responderla. Como si fuera una nueva religión, la bolsa supone un acto de fe: las escalofriantes imágenes que nos muestran a un grupo de gente -financieros, economista, accionistas- pendientes de los cambios en el enorme panel que tienen ante sí nos revelan las formas del nuevo credo capitalista.

El eclipse nos muestra el itinerario que sigue Vittoria a partir del instante en que abre los ojos a una nueva percepción de la existencia motivada por la ruptura sentimental al inicio del metraje (momento escenificado a través de la imagen metafórica de Vittoria descorriendo las cortinas de la casa de Riccardo) y a sus infructuosos intentos para escapar de esa nueva realidad en la que ha quedado atrapada: monta una improvisada reunión nocturna con dos de sus vecinas, una de ellas proveniente de Kenia, imaginándose las maravillas del exótico continente africano, pero, al salir a la calle, el ululante y metálico sonido de unos gigantescos postes mecidos por el viento le despertarán de su sueño para avisarle que está siendo permanentemente vigilada y que todo intento de escapar será fútil.

De esta manera, la relación que se establece entre Vittoria y Piero parece estar condenada al fracaso, a pesar de que sólo asistimos a sus inicios. Los paseos por solitarias calles y por abandonados parques, caminando al lado de edificios en construcción; los encuentros y desencuentros entre los dos, los juegos infantiles y la entrega apasionada, el rechazo y el deseo dan forma al trascendente interrogante que plantea El eclipse: ¿sigue teniendo sentido en la era de la modernidad las relaciones humanas? ¿Sigue siendo el sentimiento amoroso el motor de nuestra existencia? A lo que, a un nivel metalingüístico, nos llevaría a preguntarnos si se pueden seguir realizando películas "de amor".

A todas estas cuestiones El eclipse da una rotunda respuesta en sus justamente míticos últimos siete minutos, los cuales conforman el que posiblemente sea uno de los finales más subyugantes y escalofriantes de la historia del cine. La cámara de Antonioni se aleja de sus personajes, olvidándose de ellos, para recorrer los escenarios que hasta hace poco recorrían éstos. Ahora están vacíos, o bien son recorridos por personas anónimas como, en el fondo, lo son sus dos protagonistas. Los planos detalle de las hojas de los árboles mecidas por el viento, las afiladas esquinas de los edificios, el agua que se escapa de un barril, la estela que deja un avión al surcar el firmamento. Los ciudadanos se mueven como seres artificiales programados para encajar en el marco de un paisaje futurista.

El eclipse invierte sus últimos minutos en mostrarnos al auténtico protagonista tanto de la película como de la trilogía en su conjunto: es en ese momento cuando nos viene a la memoria el punto de partida de La aventura, la desaparición de un cuerpo, una identidad que se desvanece. El sol se pone y el cielo se oscurece. Las farolas se encienden y la intensidad de su luz llenando toda la pantalla nos deslumbra mientras aparece la palabra "FINE". Ya no hay más que ver ni nada más que contar. Todos han desaparecido. Ahí ya no queda nada. Sólo el vacío y su ausencia de significado.


miércoles, 15 de febrero de 2012

El hombre que cayó a la Tierra

(The Man Who Fell to Earth)
UK, 1976. 139m. C.
D.: Nicolas Roeg P.: Michael Deeley & Barry Spikings G.: Paul Mayersberg, basado en la novela de Walter Tevis I.: David Bowie, Rip Torn, Candy Clark, Buck Henry

I'm an alligator,
I'm a mama-papa coming for you,
I'm the space invader,
I'll be a rock'n'rollin' bitch for you
"Moonage Daydream" David Bowie, 1972

Starman
En el algo amarillista pero divertido Bowie. Amando al extraterrestre, el prestigioso periodista musical Christopher Sandford relata minuciosamente el interés, rayando con la obsesión, de David Bowie por los temas ufológicos, no sólo en lo que respecta al avistamiento de OVNIs, sino que llegando a convencerse de haber contactado con seres de otro planeta e, incluso, fantaseando con la posibilidad de que él mismo sea uno de ellos (una idea que Todd Haynes planteó en la brillante Velvet Goldmine). No resulta extraño que, a raíz de esto, algunos de los logros más importantes de la carrera de Bowie delimiten con la ciencia-ficción.

Tras infructuosos años de singles perdidos en las colas de las listas de éxitos y diversas y frustradas formaciones musicales, Bowie conseguiría su primer éxito con "Space Oddity", sencillo publicado en 1969 y nacido a la sombra del 2001. Una odisea del espacio de Stanley Kubrick en el que nos narraba la desventura del Comandante Tom quien acababa sucumbiendo ante la aplastante tristeza de la soledad espacial. Años después, Bowie se convertiría en un hito de la historia de la música moderna con la creación de Ziggy Stardust, un mesiánico extraterrestre de sexualidad ambigua que llegaba a la Tierra para avisarnos de que faltaban sólo cinco años para el Apocalipsis, pero que acababa arrastrado en una espiral de sexo, drogas y glam-rock.

No ha de resultar extraño, pues, que para su primer papel protagonista en el cine Bowie eligiera el rol de Thomas Jerome Newton, un alienígena que aterriza en nuestro planeta buscando recursos energéticos para salvar su mundo al borde de la extinción, en la adaptación de la excelente novela de Water Tevis dirigida por Nicolas Roeg. La presencia de David Bowie sirve, sin duda, para multiplicar las lecturas del film. El hecho de que el chófer de Newton sea interpretado por Tony Mascia, quien era el chófer del propio Bowie en aquella época, erosiona el componente de ficción de la película para acercarla a los terrenos del cinéma vérité: la imagen de Newton sentado en la parte de atrás de su limusina, con su traje negro y su sombrero de igual color nos trae a la memoria las escalofriantes imágenes de Cracked Actor, el mítico documental filmado por Alan Yentob para la BBC en el que se mostraba a un Bowie cadavérico y desquiciado, al borde del colapso mental producto de la adicción a la cocaína. La escena en la cual Mary-Lou le dice a Newton que está demasiado delgado no deja lugar a dudas a este respecto.

Por tanto, más allá, incluso por encima, de su envoltorio de (ciencia) ficción, El hombre que cayó a la Tierra se sitúa en el centro de la carrera de Bowie (es decir, lo que en su momento era su presente) para, a partir de ahí, extender sus tentáculos hacia el pasado (el título es parecido al de "The Man Who Sold the World", canción incluida en el álbum de mismo nombre publicado en 1971; el concepto argumental de The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders From Mars) y hacia el futuro (las portadas de los álbumes Station to Station y Low, realizadas utilizando fotogramas del film de Roeg). De hecho, cuando el doctor Nathan Bryce, un antiguo empleado de Newton, le confiesa que no le ha gustado el disco que éste ha sacado, a lo cual Newton responde que no está compuesto para él, parece que David Bowie está avisando a sus fans del carácter experimental del período compuesto por el conocido como "el tríptico de Berlín" iniciado por el señalado Low, y seguido por "Heroes" y Lodger.

Loving the Alien
Si, para definir con una palabra, dijéramos que El hombre que cayó a la Tierra es una película alienígena, podría pensarse que nos estamos refiriendo a su argumento o, incluso, a la alucinada composición de Bowie. Lo cual, no sería erróneo, pero sí inexacto. O, mejor dicho, limitado. Porque, en consonancia con su fondo -esto es, con lo que cuenta-, El hombre que cayó a la Tierra luce unas formas inequívocamente alienígenas, como si un extraterrestre hubiera leído la novela de Tevis y hubiese decidido realizar una adaptación personal.

De ahí que Roeg decida identificarse con el punto de vista de su inmigrante ilegal interestelar, tiñendo las imágenes del profundo sentimiento melancólico de un ser perdido en un huracán hedonista, atrapado en un mundo que no conoce y compartiendo su existencia con unas criaturas que no comprende, mientras la llama de la vida de su familia se apaga poco a poco. Lo más sorprendente de El hombre que cayó a la Tierra viene dado por la manera con la que Roeg minimiza los elementos de ciencia-ficción de la trama para potenciar el extrañamiento inherente a las escenas más cotidianas. El semblante pálido e hierático de Newton; las rígidas muecas con las que intenta dotar de un mínimo de expresividad humana a la máscara que supone su rostro; la imagen de éste sentado delante de una pared llena de televisores mientras absorbe la información de los diferentes canales a la vez que vacía una botella tras otra de ginebra resultan más inquietantes que el propio aspecto del protagonista una vez despojado de su disfraz humano.

Roeg se aleja del componente alegórico de la novela original -en la cual, al estilo de Ultimátum a la Tierra, Newton avisa a Bryce de que la raza humana se encamina hacia su extinción si no se detiene el avance en el desarrollo de armamento nuclear- para desarrollar un tono satírico que radiografía el lado más oscuro del ser humano, filtrado por la tristeza de una mirada extranjera: Mary-Lou,a pesar de sus cuidados, será quien incite a Newton a beber; las gruesas lentes de las gafas de Farnsworth reflejan la ceguera que sufre por el dinero y el poder, sin percatarse de los problemas de su jefe; al principio, Bryce se nos presenta como el profesor de ciencias de una universidad hastiado de su profesión y de su vida y que se aprovecha de su situación para acostarse con sus alumnas.

La última imagen de El hombre que cayó a la Tierra nos muestra a Newton, en medio del encuadre, solo y con la cabeza agachada oculta tras un sombrero, como la patética imagen de un ser excepcional que vino a la Tierra para salvar a su familia para, finalmente, conformarse con enviarles un nihilista mensaje a modo de codificado epitafio condenado a verse relegado a la cesta de los saldos de las tiendas de música, mientras él ahoga sus últimas esperanzas en un vaso de alcohol detrás de otro, definitivamente convertido en uno más de este extraño planeta.

Art Decade
En uno de los momentos más surrealistas de El hombre que cayó a la Tierra, la limusina en la que viaja Newton rasga el velo espacio-temporal para saltar, de manera intermitente, entre su presente y el pasado colonial de la tierra por la que viaja. Es un momento aislado, que no se volverá a repetir ni tendrá mayor repercusión, pero que ejemplifica de manera perfecta la vigorosa heterodoxia narrativa de Nicolas Roeg, quien concibe la película como un juego de espejos tanto a nivel interno como externo, hasta que los reflejos acaban fusionándose.

De igual manera que los desolados paisajes del planeta de Newton tienen su réplica en los escenarios desérticos, en el corazón de la América profunda, en los que se refugiará Newton, la propia película hace juegos malabares con los elementos genéricos que maneja, abrazando tanto su coyunturalidad como dinamitándola. Los gélidos encuadres en scope de la fotografía, que congelan todos los elementos que atrapan en su interior, sumado al ritmo lento nos remiten a las muestras de ciencia-ficción más intelectuales y severas de los 70. Una seriedad contrapunteada, y eliminada, por los psicodélicos flashes que nos muestra a Newton formando su traje humano. Los numerosos desnudos, junto con las gráficas escenas sexuales, conectan con el erotismo softcore de corte europeo de los 70 en su vertiente más decadentista (los juegos de Newton y Mary-Lou con una pistola; la imagen del primero removiendo su bebida con el cañón del arma), mientras que los temas musicales y los efectos de sonido convierten a El hombre que cayó a la Tierra en una ópera-rock en prosa.

De esta manera, a caballo entre el arte y ensayo europeo y el cine arty, tan inglesa en su corazón como libre en sus formas, paseando por la fina línea que separa el aburrimiento de lo hipnótico, lo pedante de lo naturalista, tan inequívocamente hija de su época a la vez que extrañamente atemporal, posiblemente El hombre que cayó a la Tierra sea la película de ciencia-ficción más fascinante que haya caído en nuestras pantallas.


sábado, 11 de febrero de 2012

La noche

(La notte)
Italia/Francia, 1961. 115m. BN
D.: Michelangelo Antonioni P.: Emanuele Cassuto G.: Michelangelo Antonioni, Ennio Flaiano & Tonino Guerra I.: Marcello Mastroianni, Jeanne Moreau, Monica Vitti, Bernhard Wicki

Mientras regresan a casa tras visitar a un amigo enfermo en el hospital, Giovanni Pontano, un reputado escritor que acaba de publicar su último libro, le confiesa a su mujer, Lidia, que mientras ella le esperaba fuera, sufrió una agresión por parte de una paciente, arrastrándole a su habitación entre abrazos, caricias y besos hasta acabar los dos en la cama de ella, totalmente desnuda. Lidia parece indiferente ante el relato del conato de infidelidad de su marido, pues éste acabó sucumbiendo ante las atenciones de la joven, y le contesta que podría utilizar esa anécdota para escribir un cuento titulado "Los vivos y los muertos". Minutos antes, el amigo convaleciente, aquejado de una enfermedad terminal, les informa que, consciente de que está ante las puertas de la muerte, ha alcanzado una nueva lucidez. El recuerdo de este comentario nos aclara las implicaciones del nombre que Lidia se ha inventado para la historia de su marido: es decir, quienes son los vivos y quienes los muertos.

No es una casualidad que esta conversación tenga lugar en el interior de un coche, detenido por un monumental atasco que llena la atmósfera de pitidos, bocinazos y lamentos. Una representación de los avances del ciudadano moderno (la tecnología que hace posible los vehículos de motor, los cuales marcan con su velocidad el ritmo de la gran ciudad) que aprisiona a los protagonistas en unas jaulas tan lujosas como invisibles. Más tarde, los dos asistirán a la presentación del libro de Giovanni en un local atestado de personas, en su mayoría intelectuales y miembros de la élite cultural, los cuales, igualmente, representan la mirada ilustrada e irónica de ese mismo ciudadano. Lidia, quien ha hecho un esfuerzo al acompañar a su esposo, apenas será capaz de soportar estar sumergida -de nuevo, atrapada- en ese bullicio.

La noche, segunda entrega del conocido como "el cine de la incomunicación" de Michelangelo Antonioni tras la revolucionaria y controvertida La aventura, recupera la idea de aquella para ofrecernos una mirada al otro lado del espejo, a esa elipsis que marcaba el misterio que suponía el arranque de la acción. Si en el extraordinario film protagonizado por Monica Vitti la desapa-rición de un representante de la alta sociedad servía para abrir los ojos hacia una nueva percepción de la existencia a sus seres más cercanos, aquí observamos el proceso por el cual Lidia se pierde entre los pliegues de una realidad fracturada que ha dejado de tener sentido para ella.

Como si se hubiera contagiado de esa mirada lúcida del hombre moribundo (y que compartía también la enferma que "agredió" a Giovanni), Lidia recorrerá sola las calles de Milán, alejándose paulatinamente de las zonas urbanas para penetrar en unos territorios a los que el paso del tiempo ha convertido en formas abstractas encerradas en la memoria. Los gigantescos edificios que flanquean las calles dan paso a las ruinas del pasado y las calles adoquinadas desaparecen a favor de la tierra y la vegetación, un escenario agreste y primario (los chicos que se despojan de las camisas para pelear entre ellos) que contrasta con la frialdad de las comodidades de su hogar (la vitalidad de la que hace gala Lidia -intentando parar la pelea, sonriendo al encontrar a dos individuos que se ríen por la calle, maravillándose con los cohetes que un grupo de personas está lanzando al aire- se contrapone al hastío que luce su marido de vuelta al hogar, quien acaba tumbándose en un sofá donde se queda dormido, como si las cuatro paredes en las que vive antes que cobijarle le aplastaran). Antonioni coloca a sus personajes al lado de enormes construcciones para mostrarnos como son empequeñecidos por éstas: la utilización de picados y contrapicados sirven para anclarles al suelo que pisan y rodearles de esos ciclópeos seres de cemento y ladrillo que les vigilan y les aprisiona.

El resto del metraje transcurrirá en un único espacio de tiempo y un escenario concreto: Giovanni y Lidia acuden a una fiesta de la alta sociedad que durará toda la noche tras haber hecho una parada en un cabaret en el que la apatía que el primero muestra ante el sensual baile de una atractiva chica confirman el estado de congelación en el que mantiene sus instintos pasionales. La fiesta sirve de radiografía de las actividades de una cierta burguesía intelectual que vive encerrada en una burbuja de cristal por cuyas grietas se filtra el aburrimiento existencial. Tras su apariencia de corrección -la elegancia de sus prendas, sus protocolos de interacción social, sus trascendentes conversaciones repletas de citas literarias- duerme un instinto vital que ha sido encadenado por la fuerza del dinero y el poder y que es momentáneamente despertado por la irrupción de la lluvia (de nuevo, un elemento de la naturaleza) que les empapa arrastrándoles a un histérico frenesí hedonista con fecha de caducidad.

Un mundo al que Lidia ya no pertenece y al que, por tanto, no puede volver como descubrirá a lo largo del itinerario hacia el vacío que vivirá durante la noche, lleno de encuentros y desencuentros, traiciones no consumadas y amistades olvidadas. Una llamada de teléfono y una trágica noticia transforman el trayecto metafísico de Lidia en una huida nihilista. Es por ello que los teóricos celos que debería sentir al ver a Giovanni flirtear con Valentina, una joven de veintidós años, son sustituidos por la empatía y la comprensión al encontrarse ante el reflejo de su propio tormento anímico. A medida que amanece, la venda de los ojos del matrimonio desaparece, dejando a Valentina inundada en sombras (literalmente, pues apaga las luces cuando se queda sola), dispuesta a recorrer el mismo camino.

Las últimas imágenes de La noche devuelve a los protagonistas a un territorio telúrico en el que, finalmente, serán conscientes de que se han despertado de un sueño en el que él era Giovanni Pontano y ella Lidia y ambos formaban un feliz matrimonio en el que se amaban mutuamente. Convertidas en carcasas vacías perdidas en un mundo nuevo y desconocido construido con los pilares de su propia insatisfacción existencial, la cámara de Antonioni se aleja de dos criaturas abandonadas en un último acto pasional que antes que calidez y amor, refleja desesperación y miedo.


jueves, 9 de febrero de 2012

Persiguiendo a Amy

(Chasing Amy)
USA, 1997. 113m. C.
D.: Kevin Smith P.: Scott Mosier G.: Kevin Smith I.: Ben Affleck, Jason Lee, Joey Lauren Adams, Dwight Ewell

La revelación de Kevin Smith con la simpática, aunque sobrevalorada, Clerks le convirtió en una de las cabezas visibles de una nueva generación de creadores cinematográficos que tomaban el relevo de sus maestros siguiendo sus pasos, pero transitando por caminos diferentes. Si Steven Spielberg o George Lucas, los motores del cine comercial norteamericano de los ochenta, reconstruían el cine que consumían en su infancia, multiplicándolo con la ayuda de los avances tecnológicos, Kevin Smith también utiliza la filmografía de los creadores de Indiana Jones como base, pero no para crear un producto mimético, sino como discurso teórico. En suma, Smith es un fan que, al convertirse en profesional, no ha dejado de serlo, sino que ha convertido a su público en compañeros de reunión con los que charlar amistosamente acerca de sus objetos de deseo.

Es quizás por esa razón que, el intentar llevar más lejos su filmografía, alejándola de ese grupo de fieles para acercarse a un público más generalista, se ha saldado en una serie de películas que se han quedado en tierra de nadie, defraudando a sus seguidores y no interesando a una nueva audiencia. Podría pensarse que es fruto de la mala suerte, pero a la vista de una medianía del calibre de Persiguiendo a Amy, podemos llegar a una conclusión más pragmática: la popularidad adquirida por Kevin Smith a raíz de sus primeros títulos no viene tanto dada por su talento como realizador, sino por la conexión con un target concreto, aquel que se siente identificado con los personajes que protagonizan títulos como el mencionado Clerks, Mallrats o la película que nos ocupa.

En este sentido, Persiguiendo a Amy se nos presenta como una película bisagra que parte del terreno ya reconocible de las anteriores películas para penetrar, poco a poco, en un espacio nuevo. La presencia del dibujante Mike Allred, creador del superhéroe Madman, para ilustrar los títulos de crédito y la utilización de la Comic-Con como el escenario en el que presentar a los protagonistas suponen un guiño evidente a sus seguidores, a quienes regala una hilarante lectura racista de La guerra de las galaxias. Poco después, Smith vuelve a utilizar la referencialidad en una secuencia en la que se parodia la célebre escena de Tiburón en la que los improvisados pescadores a bordo del Orca comparan las cicatrices, tanto físicas como emocionales, que su pasión por los tiburones les ha causado. En este caso, será todo un catálogo de rocambolescas anécdotas sexuales el núcleo de la comparación.

Posiblemente, esta escena sea la que mejor defina el "estilo" de Kevin Smith. En realidad, lo que nos cuenta Persiguiendo a Amy -Holden, guionista y dibujante de un popular cómic de superhéroes, se enamora de Alyssa, quien también tiene su propia serie, descubriendo demasiado tarde que ésta es lesbiana, a pesar de lo cual no cejará en el empeño de conquistarla- tiene poco de novedoso. Nos encontramos en un terreno claramente influenciado por las formas del cine "indie" norteamericano -con sus pedazos de vida cotidiana a lo Jarmusch, sus diálogos y monólogos que desarrollan una filosofía de la calle- y los contenidos de la obra de Woody Allen -como analista de las relaciones sentimentales contemporáneas-. Sobre esta base tan definida, la única aportación personal por parte del director de Dogma consiste en trufar de referencias sexuales, detalles procaces y humor escatológico los numerosos diálogos, a modo de sello de identidad generacional.

No es la primera vez que Smith echa mano de los conflictos amorosos como motor argumental. En Mallrats, sus dos jóvenes protagonistas se embarcaban en la misión de reconciliarse con sus respectivas novias, pero mientras que allí la utilización de la figura del centro comercial como escenario que definía a los personajes y las múltiples referencias suponía una prolongación, corregida y aumentada, de la pequeña tienda de Clerks, en Persiguiendo a Amy, Smith se interna por caminos más dramáticos e intimistas, haciendo que en un universo basado en la ironía grosera se abra paso el amor, tanto como corazón de las relaciones de pareja como motor de la amistad.

Con Persiguiendo a Amy estamos ante un perfecto ejemplo de película teórica: un film que basa todo su sentido en las ideas sobre las que se asienta, esto es, las intenciones de las que parte el director, pero que nunca se llegan a reflejar en la pantalla. A tenor de esto, Persiguiendo a Amy resulta una propuesta paradójica, pues siendo ya la tercera película de su autor, refleja un estilo casi amateur en su puesta en escena superior al que mostrara en su baratísima ópera prima. Los diferentes planos que forman el film parecen sucederse de una manera absolutamente aleatoria a través de un trabajo de planificación no tanto convencional como inane, vacío de contenido, como si Smith centrara toda su atención en un guión que, por otro lado, utiliza la técnica del deus ex machina como motor narrativo.

Destaquemos, con todo, la única solución de puesta en escena digna de este nombre: al poco de conocer a Alyssa, Holden la ve mientras canta una canción que dedica a alguien especial que está entre el público. Holden está convencido que se está refiriendo a él y sigue la canción bailando al ritmo de la música. Una chica se coloca a su lado y empieza a bailar como él. Smith reúne a los dos en el mismo plano, informándonos que ambos comparten una relación con Alyssa y revelando al público la orientación sexual de Alyssa antes de que Holden lo sospeche siquiera. Sin duda, escaso bagaje para un film considerado el mejor de su realizador.