jueves, 27 de septiembre de 2012

Los Vengadores

(The Avengers)
USA, 2012. 143m. C.
D.: Joss Whedon P.: Kevin Feige G.: Joss Whedon, basao en una idea de Zak Penn & Joss Whedon, basada en los personajes creados por Stan Lee, Jack Kirby & Joe Simon I.: Robert Downey Jr., Chris Evans, Mark Ruffalo, Chris Hemsworth

Resulta difícil ver, y valorar, Los Vengadores como lo que es o debería ser: una propuesta cinematográfica. Esto es, una película,  a la cual analizar por sus propios valores intrínsicamente fílmicos. Y resulta difícil porque desde sus propios productores, esto es, Marvel Studios en alianza con Paramount Pictures, se ha vendido como algo más: un triunfo industrial como en su momento lo fuera la trilogía de El Señor de los Anillos o la serie consagrada a Harry Potter. Estamos, por tanto, ante un nuevo intento por ensanchar y llevar más lejos las posibilidades industriales de Hollywood como sistema capaz de levantar las más espectaculares y apasionantes propuestas, siempre un paso más allá de lo conocido. En el caso que nos ocupa, a la hora de fabricar un sistema solar superheróico, con Los Vengadores como fuerza central alrededor de la cual giran una serie de títulos asumidamente menores que le prestan su energía para poder seguir funcionando.

Esto, de entrada, aporta al film de Whedon un discurso metalingüístico sumamente revelador: durante la primera mitad del metraje, los supuestos superhéroes, convocados para salvar al planeta Tierra de la conquista de una raza extraterrestre encabezada por el villano asgardiano Loki, se enzarzan en una serie de enfrentamientos entre ellos, ya sea a nivel físico -la pelea a tres bandas entre Iron Man, Thor y el Capitán América en medio de un bosque que, lógicamente, quedará arrasado- o dialéctico -las contínuas discusiones una vez reunidos en la fortaleza voladora de S.H.I.E.L.D., cada uno defendiendo su propio punto de vista-. No hay que hacer mucho esfuerzo para ver a los representantes de cinco películas diferentes -esto es, El increíble Hulk, Capitán América. El primer vengador, Thor y las dos entregas de Iron Man- defendiendo individualmente sus propios intereses. En este sentido, Los Vengadores entona un sincero mea culpa -no podemos asegurar si premeditado o no, o por parte de quien- reconociendo la escasa entidad de una serie de títulos cuya existencia ha venido condicionada como camino para llegar a un objetivo establecido de antemano: la película en la cual están integradas ahora. El hecho de que sea un suceso trágico -la muerte de un personaje recurrente en la serie- el que les una, concienciándoles de la necesidad de formar una sola unidad para detener un mal mayor subraya la condición de divertimentos de los productos que les preceden: ahora, sí que es serio.

A raíz de lo expuesto, ¿podemos llegar a la conclusión de que Los Vengadores sólo nos puede aportar un interés puramente industrial/histórico? En absoluto. Los Vengadores se erige en un impecable producto bien fait, al que difícilmente podemos encontrarle alguna pega desde un punto de vista técnico. Y no hablamos de técnica en relación a las labores de producción -es decir, del equipo de efectos visuales, fotografía, montaje o sonido, la cual se le presupone a una superproducción de este tipo- sino al sentido de la téchne, esto es, de la elaboración de un discurso cinematográfico/artístico a través de la aplicación del conocimiento práctico, del oficio, (1) cualidades generalmente atribuidas a lo que conocemos como "artesanos": aquellos creadores capaces de desempeñar hábilmente su trabajo -hacer películas- y carentes de la fuerza del genio. Desde este punto, Los Vengadores está construida con una estudiada dosificación de sus ingredientes - comenzamos con una espectacular escena, de las mejores diseñadas y ejecutadas de toda la película, con el derrumbamiento de la base subterránea de S.H.I.E.L.D.- pasando, a continuación, a una serie de momentos muertos en los cuales se intentan presentar y desarrollar los elementos de la trama, salpicados de algún instante de impacto cuyo objetivo supone el calentar los motores de cara a la grand finale.

Se le puede acusar a Los Vengadores de un exceso de prudencia, de una claudicación a los estándares más reconocibles del cine de acción/aventuras, pero no precisamente de no saber manejar los elementos que la conforman: destaquemos la fluidez con la que consigue fusionar diferentes formas genéricas: desde cine de espionaje -los interrogatorios protagonizados por Natasha Romanoff- al de terror -la angustiosa escena en la cual Natasha huye de un encolerizado Hulk en el interior de los oscuros y angostos pasillos de la nave en la que viajan y que conecta con las formas de la monster movie-, pasando por agradables apuntes humorísticos, hasta desembocar en el pirotécnico clímax final en el que los Vengadores, formando un sólo equipo, se enfrentan a un interminable ejército de criaturas acompañadas por gigantescos y pavorosos seres voladores en medio de Manhattan.

Es aquí donde Los Vengadores muestra sus mejores armas en su intento de traducir el entrañable sentido de la maravilla de los cómics en los que se basa a través de un sucesivo despliegue de impactantes portadas y splash pages reformuladas con los códigos de la era digital. Pletórico de imágenes para el recuerdo (especialmente las protagonizadas por Hulk, imponiéndose el instante en que logra detener a uno de los inabarcables monstruos voladores de un solo golpe) y de un contagioso sentido de la épica y del heroísmo (al que se añade alguna afortunada fuga poética: la imagen de Iron Man perdiendo toda la energía de su armadura y dejándose caer rodeado por la oscuridad y el silencio de una galaxia de otra dimensión).

Finalmente podemos sintetizar las virtudes y las insuficiencias que resumen el resultado final de Los Vengadores con uno de sus planos más celebrados: el virtuoso plano secuencia que sigue a los diferentes miembros del equipo mientras combaten contra sus enemigos. Un momento que ejemplifica por sí mismo las posibilidades evasivas de un espectáculo bigger than life, la consolidación de una nueva mitología en la que volcar nuestros sueños, deseos y miedos; pero cuyo alcance, a la vez, se ve menguado por su envoltura de fría virtualidad, de perfección numérica, carente del vértigo y el escalofrío que nos producen aquellas obras que nos empujan al filo del abismo y nos obligan a asomarnos a él.  Habrá que esperar a la pertinente continuación para comprobar si Joss Whedon y Marvel Studios están dispuestos a sumergirse en el interior de su reluciente máquina para deslumbrarnos a todos con el resplandor de su alma.
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(1) Asalto al tren Pelham 1 2 3. Suspense y "Morality Play", por Antonio José Navarro. Dirigido por nº391, julio-agosto 2009. Págs 38-39.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Mátalos suavemente

(Killing Them Softly)
USA, 2012. 97m. C.
D.: Andrew Dominik P.: Dede Gardner, Anthony Katagas, Brad Pitt, Paula Mae Schwartz & Steve Schwart G.: Andrew Dominik, basado en la novela de George V. Higgins I.: Brad Pitt, Scoot McNairy, Ben Mendelsohn, James Gandolfini

Una de las principales señas de identidad del género noir consiste en servir de reflejo (más o menos distorsionado) de la realidad socio-económica en la que surge. Esto, más o menos, se puede decir de cualquier película o, incluso, de cualquier obra de arte (pues, en mayor o menos medida, de manera más o menos premeditada, toda creación es hija de su tiempo). Pero en el género negro, al igual que ocurre con el cine de terror, esta cualidad se ve más acentuada por tener como principal foco de atención los impulsos más instintivos, violentos y desesperados del ser humano. O, al menos, era una característica propia de las muestras más, digamos, puras. En las últimas décadas, el noir se ha visto rodeado de una mirada postmoderna a través de la cual el género ya no miraba a su entorno sino a sí mismo o a sus ancestros. De este modo, difícilmente se puede considerar como género negro estrictamente hablando a títulos tan populares como Los intocables de Eliot Ness, Fuego en el cuerpo o Muerte entre las flores, siendo más bien artefactos cerebrales más o menos aplicados. Uno de los detalles más interesantes, y significativos, de Mátalos suavemente consiste en su intento por conciliar estas dos tendencias.

El inicio de la película dirigida por Andrew Dominik resulta ilustrativo de esta intención. La cámara sigue a un individuo que camina con la cabeza baja. La ropa que lleva y el desolado escenario que recorre, el interior de un oscuro túnel que da a un descampado vacío y desolado, con bolsas de plástico mecidas por el viento, nos lo presentan como un loser, un desarraigado de la sociedad que intenta buscar una solución, una salida, a su condición de desclasado. O, lo que es lo mismo, tiene la necesidad de encontrar su  lugar en una sociedad que, por ahora, le ha dado de lado.Frankie, nuestro hombre, pasa por delante de un cartel que anuncia el próximo debate televisivo entre los dos aspirantes a ocupar la Casa Blanca, el demócrata Barack Obama y el republicano John McCain. Frankie no presta atención al anuncio, como si su situación, atrapado en los pasillos subterráneos de la sociedad, le excluyera de los movimientos de la clase superiora. Por tanto, en escasos minutos, Dominik plantea el contexto social y económico en el que se van a mover sus personajes. Pero, a la vez, introduce también una mirada estética: toda la secuencia se ve interrumpida de manera intermitente por los títulos de crédito, presentados sobre un fondo negro y acompañados de una extraña y perturbadora música (o, quizás, habría que decir mejor sonidos) de corte industrial.

Basada en la novela Cogan's Trade, publicada en 1974 por el escritor norteamericano George V. Higgins, Mátalos suavemente parece buscar fusionar por un lado la mirada seca, directa y realista del cine americano que se realizaba en el momento en el que apareció la novela original, con la mirada irónica y esteticista propia de los tiempos en los que se hace la película. Así, encontramos dos tiempos contrapuestos a lo largo del metraje de la tercera película del director de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford: por un lado, la historia que se nos cuenta se ve reducida a una anécdota: la vendetta que se pone en marcha después de que Frankie y un amigo atraquen una sala de juego. A lo largo de una escasa hora y media, Dominik se centra en retratar los movimientos tanto de los perseguidores como de los perseguidos sin necesidad de ampliar el foco de acción con más personajes o situaciones; una concreción en lo que se cuenta que contrasta con la dilatación con la que se muestran esos movimientos: una atmósfera aletargada se adueña de todos los personajes, los cuales, con una actitud visiblemente cansada, se pierden en largos diálogos que muchas veces acaban reducidos al absurdo o introspectivos monólogos. De esta manera, Mátalos suavemente parece querer centrarse en el lado más cotidiano y más humano de una venganza emprendida por un grupo de gangsters, eliminando cualquier elemento glamourizador, y en el que un asesino a sueldo, en crisis por sus problemas personales, puede ser despedido debido a su negligencia profesional.

Una postura minimalista que, sin embargo, diverge con la ampulosa puesta en escena de la que hace gala el film, más atenta a conseguir un esforzado ejercicio formal que lleve la marca de su director que en contar la historia que nos ha planteado. Una contradicción que queda perfectamente ejemplificada en las muestras de violencia que salpican la trama de Mátalos suavemente: el grupo que ha sido víctima del robo sospecha de la posible culpabilidad de uno de los suyos. Para asegurarse, envían a dos matones para que le hagan hablar. Así, el sospechoso recibe una brutal paliza bajo una lluvia inmisericorde. Es un momento descarnado, casi insoportable, en el que se acentúa la fisicidad del acto a través de la intensificación de los efectos de sonido (remarcando los terribles sonidos de un puño impactando con fuerza sobre la carne de otra persona) y las consecuencias en el organismo de la víctima, totalmente desestabilizado por los golpes hasta el punto de acabar vomitando. Una secuencia, por tanto, escalofriantemente hiperrealista que es negada, sin embargo, minutos después por el asesinato con arma de fuego de ese mismo personaje y que es escenificado con una pièce de résistance manierista en la que el uso obsesivo de la cámara lenta y de la música dota al instante de una cualidad embellecedora, casi operística: la bala saliendo del cañón del arma; los casquillos expulsados que rompen, como si fuera cristal, las gotas de la lluvia; la sangre congelada que surge de los impactos en el cuerpo; la cabeza golpeando el parabrisas mientras este se agrieta como si fuera una tela de araña.

A lo largo de todo el metraje, los discursos de los aspirantes a presidente de los Estados Unidos suponen el permanente fondo sonoro que acompaña a los personajes, ya sea a través de la televisión o de la radio. Y aunque ellos parezcan en todo momento ajenos a dichos discursos, perdidos en su espiral de violencia, inevitablemente estos acaban integrándose en lo que dicen y en lo que hacen, convirtiéndoles en las ruedas pequeñas que, no obstante, con su movimiento dan fuerza a un mecanismo gigantesco. Resulta memorable, en este sentido, las palabras con las que el mercenario Jackie Cogan cierra la película, reduciendo tanto sus sangrientas acciones como la ideología de todo un país a motivos puramente económicos, convirtiendo a Mátalos suavemente en un violento microcosmos que sirve de metáfora de las despiadadas decisiones políticas que pueden llevar a la ruina a una nación... o al mundo entero.

domingo, 23 de septiembre de 2012

Spy Game. Juego de espías

(Spy Game)
Alemania/USA/Japón/Francia, 2001. 126m. C.
D.: Tony Scott P.: Marc Abraham & Douglas Wick G.: Michael Frost Beckner & David Arata, basado en una idea de Michael Frost Beckner I.: Robert Redford, Brad Pitt, Catherine McCormack, Stephen Dillane

De una de las paredes del despacho del veterano agente de la CIA Nathan Muir cuelga un cuadro que resume con una imagen tanto la personalidad de su dueño como las intenciones de la película en general. Se trata de una bandera americana con el contorno marcado como si estuviera quemada por los bordes. Muir es un patriota que ama a su país (posiblemente, intuimos que entró en la agencia para servir a su patria) pero, tras años de todo tipo de trabajos de espionaje de alto secreto a lo largo del globo, ha llegado a la conclusión de que los engranajes que lo mueven están podridos. Es un detalle significativo dentro de una película donde lo que se dice acaba teniendo más importancia que lo que se ve y que deja entrever una mayor implicación de su director, el británico Tony Scott, en lo que está contando. De esta manera, nada en Spy Game. Juego de espías es fruto de la casualidad.

Sin ir más lejos, la presencia de Robert Redford resulta harto significativa: su imagen de actor de vocación fuertemente demócrata, así como su reconocidas inclinaciones ecológicas, dotan a su personaje, de un plumazo, de una postura "anticuada" en un entorno en el que la omnipresente alta tecnología sirve de reflejo de los grupos dirigentes que hacen de la tecnocracia el motor con el que distribuir las piezas que conforman el juego del poder que rige al mundo. Las marcadas arrugas que recorren el rostro de Muir contrastan, además, con la juventud de la mayoría de sus "compañeros" en la CIA. Unas arrugas que no son sólo síntoma de la vejez, sino testimonio del duro currículum como agente de campo, situado en el centro de los conflictos, un detalle que le humaniza, al igual que su ropa informal, lejos de los impolutos trajes y corbatas de agentes que nunca han salido del despacho.

 Spy Game. Juego de espías nos sitúa en el último día como miembro de la CIA de Muir, presto a una deseada y necesaria jubilación lejos de ese mundo que a fuerza de conocer ha acabado despreciando -en su mesa se encuentran informes de unas paradisíacas islas donde tiene pensado construir su refugio lejos del mundanal ruido-. Una apacible jornada de trabajo que se trastoca en el momento en el que recibe la información de que uno de sus pupilos, el espía Tom Bishop, ha sido capturado durante el transcurso de una misión y encerrado en una sórdida prisión china, donde será ejecutado en un plazo de 24 horas. A partir de esta premisa, la estructura de Spy Game. Juego de espías se divide en dos partes: por un lado, una carrera contrarreloj con Muir intentando encontrar la manera de salvar a Tom, misión harto complicada desde el momento en el que se da cuenta de que la CIA, temerosos de dañar las relaciones político-económicas establecidas con China, no tienen intención de ayudar al agente apresado; por otro, a través de una narración del propio Muir se nos relatan diferentes misiones emprendidas por él y Tom a lo largo de los años, desde su primer encuentro durante la guerra del Vietnam hasta la última vez que se vieron.

La primera parte no sólo es la más interesante, sino que revela el pulso de Tony Scott a la hora de construir un relato en el que las tensiones entre los personajes que lo habitan configuran una atmósfera marcadamente claustrofóbica. En ese sentido, Spy Game. Juego de espías recuerda a Marea roja, sustituyendo el angosto submarino por la no menos asfixiante oficina donde Muir se reúne con sus superiores. El director de El ansia utiliza con tino el formato scope para rodear al protagonista ya sea de las cabezas y rostros, muchas veces difuminados, de sus "contrincantes" o de objetos colocados a su alrededor, dando la malsana sensación de estar siempre rodeado. Aunque podemos detectar los conocidos tics visuales de su realizador -la cámara girando alrededor de los personajes que hablan, travellings a través de los pasillos de las oficinas colindantes, la utilización de diferentes texturas visuales, aprovechando que la reunión está siendo grabada en vídeo, la abundancia de insertos y planos de detalle- éstos están utilizados de manera más comedida, como si Scott fuera consciente de que, en este caso, la palabra tiene más importancia que los excesos visuales.

Será en la recreación de la narración de Muir donde Tony Scott dé rienda suelta a su sentido del espectáculo, aprovechando que casi todas las acciones se desarrollan en medio de conflictos bélicos. Y, aún así, por esta vez, y al igual que ocurría en otro de las más interesantes y humanos títulos del director inglés, Revenge (Venganza), la acción está puesta al servicio de los protagonistas, destacando antes que su componente espectacular el impacto que causa sobre éstos. Un ejemplo de lo dicho lo tenemos en la escena  más frenética del film, aquella en la que, en medio de un territorio tan hostil como es Beirut, Tom conduce a toda velocidad por unas calles llenas de ruinas y escombros llevando consigo el arma clave de cara a eliminar a un jeque relacionado con el tráfico de armas. Si bien Scott se aplica de cara a resaltar los elementos más explosivos (literalmente) de la escena, su fuerza surge tanto de la desesperación de Tom por llegar a tiempo mientras recorre un auténtico circuito lleno de obstáculos como las dudas de Muir, quien duda si es conveniente poner en marcha un plan secundario (y que pondría en peligro la vida de la población civil) por si su compañero falla en la misión. Son estos detalles los que ponen en primer plano el drama humano de Spy Game. Juego de espías, donde se utilizan elementos extraídos de la buddy movie (Muir, veterano, enseñando a su compañero novato, Tom) pero rehuyendo los lugares comunes del género gracias al contexto político y dramático en el que se desarrolla la acción, con dos seres humanos condenados a arrastrar el peso de sus actos en un juego en el que los sentimientos personales, los ideales o los cargos de conciencia pueden costarles la vida. De ahí que, a pesar de que Scott se ve obligado a incluir una relación sentimental heterosexual -la que establece Tom con Elizabeth Hadley, colaboradora de una ONG que lleva ayuda humanitaria a Beirut-, la auténtica historia de amor, con sus encuentros y desencuentros, es la que se establece entre Muir y Tom.

Incluso algunas ideas de puesta en escena que suponen la marca de fábrica de su autor -movimientos de cámara acelerado, bloques compuestos por una batería de planos muy cortos, aderezados por la banda sonora electrónica compuesta por Harry Gregson-Williams (y que, a nivel personal, sumado al género del espionaje me recordó inevitablemente a la saga de Metal Gear Solid)- están justificas al formar parte de los recuerdos de Muir, unos recuerdos que, teniendo en cuenta su situación, posiblemente sean una parte fragmentada e interesada de la verdad. Puede que a los seguidores más radicales de Tony Scott Spy Game. Juego de espías les suponga una propuesta demasiado calmada -tanto a nivel argumental como visual-, pero demuestra que su director puede amoldarse al material que tiene entre manos sin perder por ello sus señas de identidad. Y, por si hubiera todavía alguna duda, ahí tenemos el final de la película para demostrarlo, en el cual se establece dos acciones paralelas, dejando la teóricamente más espectacular en segundo plano y centrándose en los pasos de un hombre fiel a sus principios, a sus ideales, alejándose de un espacio -tanto físico como ideológico, de pensamiento y de movimiento- en el que conceptos como ética o moral sólo pueden dar lugar a victoria pírricas.


sábado, 22 de septiembre de 2012

Enemigo público

(Enemy of the State)
USA, 1998. 132m. C.
D.: Tony Scott P.: Jerry Bruckheimer G.: David Marconi I.: Will Smith, Gene Hackman, John Voight, Lisa Bonet

La reciente desaparición del director Tony Scott demanda un repaso a una carrera tristemente ya clausurada (1). Con una filmografía íntegramente desarrollada dentro de los márgenes mainstream de la industria de gran aparato hollywoodiense, certificado tanto por su especialización en el blockbuster millonario de temporada como su adhesión a actores y técnicos de lustre, la reputación del director de El fuego de la venganza se ha visto condicionada por su imagen de valor seguro de la industria así como la aparente escasa entidad de sus vehículos de acción. Es, quizás, momento de una revalorización, pero no nos dejemos arrastrar por la fácil tendencia de intentar buscar oro donde, quizás, no hay más que un atractivo pero fugaz destello. La consideración de Tony Scott como un autor sería tan descabellado como el limitar su valía a un mero facturador de aparatosas películas de gran espectáculo. Por mucho que rastreemos a lo largo de su obra, nos sería imposible localizar algún atisbo de una mirada personal, del desarrollo tanto de una filosofía vital o la construcción de un mundo con señas de identidad.

Entonces, a raíz de esto, ¿podemos afirmar que Tony Scott es un director sin personalidad? No exactamente, porque lo que distingue al realizador británico es, precisamente, su condición de asalariado de la industria, de artesano cuya mayor habilidad consiste en lo predecible de sus productos. Tony Scott no tenía un estilo personal, pero si claramente identificable, e incluso distinguible de sus compañeros de oficio. Sin ir más lejos, su elaborado aparato audiovisual, a medio camino entre el vídeoclip y el spot publicitario, no sólo no se diferencia del de su más reputado hermano Ridley, sino que en el caso del director de Marea roja lo radicalizó en una evolución detectable en trabajos como Domino o su cortometraje Beat the Devil. De todo ello surge una filmografía tan honesta como irregular, en la cual cualquier idea con la que trabajara era filtrada por la unidireccional mirada de Tony Scott.

Enemigo público, su quinta película producida por el todopodoroso Jerry Bruckheimer, es un buen ejemplo de lo expuesto. Adelantándose unos años a la paranoia Post-11S, el guión de David Marconi retrata el mundo moderno en el que vivimos como una jaula rodeada de sistemas de vigilancia, convertidos en conejillos de indias manipulados, sin que nos demos cuenta, por una serie de dioses demiúrgicos que todo lo ven y, por tanto, todo lo pueden -como le dice en un momento del film el experto Edward Lyle al perseguido Robert Clayton Dean, cuanta más tecnología tenemos, más somos observados-. Para ello, Marconi no es precisamente sutil, haciendo que todos los elementos que conforman su libreto apunten en la misma dirección -el estudioso de las prácticas migratorias de la aves que utiliza una cámara oculta y que tiene amistad con un joven que edita un fanzine de fuerte contenido contestatario; la cinta que utiliza Dean para chantajear a un mafioso italiano quien es, a su vez, permanentemente vigilado por el FBI- y utilizando ciertos elementos del cine de espionaje de los 70 en general y una mirada directa a La conversación, en particular.

De hecho, en ocasiones, Enemigo público nos hace pensar que estamos ante una especie de remake/continuación del excelente film de Coppola, especialmente en dos puntos: la secuencia en la que Dean se encuentra en una plaza pública con su confidente y ex-amante Rachel mientras son controlados por todo un ejército de vigilantes, cada uno colocado en un puesto clave de cara a captar con sus micrófonos toda la conversación, y que recuerda a un momento muy parecido -la misma idea de la vigilancia encubierta de cara a conseguir una información- del mencionado film del director de El padrino. El segundo punto tiene un valor más irónico, y consiste en escoger al actor Gene Hackman para interpretar a Edward, quien, tras trabajar años en el servicio de telecomunicaciones del gobierno, ha decidido desaparecer, borrar su identidad y encerrarse en una celda que lo protege tanto como le aísla de una sociedad que se ha convertido en mil ojos que velan, supuestamente, por su (nuestra) seguridad. Precisamente, Hackman era el protagonista de La conversación, donde interpretaba igualmente a un experto en espionaje que pasaba a ser de observador a observado en una espiral paranoica muy parecida, aunque más matizada, a la que ofrece Enemigo público. De hecho, rizando el rizo, cuando sus perseguidores buscan información acerca de su pasado, en las pantallas se muestra una foto de Hackman sacada de La conversación. Esta es, sin duda, una de las posibilidades más sugestivas de Marconi: que Hackman esté interpretando al mismo personaje, transformado décadas después en un ser desarraigado, definitivamente apartado de todo y de todos.

En cambio, para Tony Scott todo esto no es más que una excusa para realizar una celebración de las capacidades de fragmentación de las imágenes en el cine contemporáneo. Todo un caleidoscopio de texturas y filtros cuyo objetivo es demostrar dos cosas: uno, la amplia gama de posibilidades a la hora de rodar algo, lo que sea, pudiendo colocar/esconder una cámara prácticamente en cualquier sitio -en un móvil, en un botón, las cámaras de seguridad de las tiendas, los satélites espaciales-; y dos, el virtuosismo del firmante del film no tanto como creador, sino como director de orquesta a la hora de dirigir/controlar a un cualificado equipo técnico -especialmente en lo que se refiere al director de fotografía Daniel Mindel y al montador Chris Lebenzon. En última instancia, antes que la dirección marcada por el guión de Marconi, Scott se busca sus propias referencias, ya sea a otros ilustre orquestador de paranoias de alta tecnología, Brian De Palma -la escena en la cual Will Smith se ve obligado a huir en ropa interior, sacada de La furia- o, directamente, a sí mismo -el pirotécnico clímax final que reescribe el de Amor a quemarropa-.
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(1) Sobre las 12.30 del mediodía del 19 de agosto de 2012, Tony Scott, de 68 años, aparcó su Toyota Prius cerca del puente Vincent Thomas, en San Pedro, Los Angeles, escalando la verja de seguridad de dos metros del mismo para, a continuación, arrojarse al vacío. Su cuerpo sería recuperado tres horas después por el equipo de fuerzas de seguridad dirigido por el teniente Joe Bale. El cineasta dejó varias cartas a sus familiares y amigos en las cuales, no obstante, no aclaraba los motivos de su suicidio. Aunque se ha especulado con la posibilidad de que sufriera un tumor cerebral inoperable, esta información ha sido desmentida por su familia. Recientemente se ha sabido el contenido del testamento, donde Scott ha dejado su fortuna -entre sus posesiones, su mansión en Beverly Hills valorada en un millón y medio de dólares- a su mujer y a sus hijos.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Yakuza

(The Yakuza)
USA/Japón, 1974. 112m. C.
D.: Sydney Pollack P.: Sydney Pollack G.: Paul Schrader & Robert Towne, basado en una idea de Leonard Schrader I.: Robert Mitchum, Ken Takakura, Brian Keith, Herb Edelman

Posiblemente, Yakuza sea uno de los intentos más serios, y respetuosos, que haya realizado la cinematografía norteamericana a la hora de acercarse a la figura del yakuza, conocido comúnmente entre nosotros como la mafia japonesa aunque, como demuestra la película dirigida por Sydney Pollack, resulta más complejo, y misterioso, que eso. No ha de extrañarnos la rigurosidad de los planteamientos de los que hace gala el film, pues no en vano el guión viene firmado por dos expertos en la cultura japonesa como son los hermanos Schrader (1), Paul y muy especialmente Leonard, quien antes de escribir el guión había vivido durante cuatro años en Japón, trabajando como profesor de inglés, período en el que tomó contacto con la cultura yakuza (2). Es de este conocimiento de donde surge el sugestivo acercamiento que el film realiza a tan mítica, y mitificada, figura.

En Yakuza nos encontramos con un retrato externo y, a la vez, interno, del yakuza. Por un lado, la película evidencia una vocación didáctica, a modo de aplicado resumen de las características principales de una personalidad tan desconocida para el público occidental, a través de la visualización de los rituales propios de los clanes yakuza así como su pertinente explicación, a modo de libro de texto ilustrado -el prólogo del film nos muestra los movimientos de respeto y cortesía dentro de un mismo clan; las relaciones de dominación que se establecen entre los miembros de las familias, así como las responsabilidades de estos dentro de una sólida jerarquía; la importancia del giri, el deber, el peso de la deuda -moral, no económica- contraída con una persona; los medios de expiación de las culpas por un comportamiento deshonroso-. Todo un catálogo de gestos, acciones y palabras que ayudan a definir tan brumosa figura, evidenciando un método de conducta a la vez que una perspectiva vital que, en la extrañeza que produce en el espectador occidental, se encuentra también el germen de su fascinación.

Y es a través de ese código de conducta, unido, como decíamos, a un código vital, como Yakuza profundiza en esos valores, en esas acciones, para localizar el pulso de lo humano, de lo reconocible, medio por el cual el público ajeno a tan hermético universo puede conectar y comprender lo misterioso. Yakuza comienza con un texto que nos explica el origen de la palabra yakuza, formada por la transcripción de los números 8 (ya), 9 (ku) y 3 (za), cuya suma 20 supone la peor mano dentro de un popular juego de cartas nipón conocido como hanafuda. De esta manera, desde su origen etimológico, el yakuza está predestinado a ser una figura marcada por el fatalismo, encaminándose, irremediablemente, hacia un destino aciago. Es así como la estructura de thriller desarrollada por Pollack adquiere unos contornos amargos, dotando a sus protagonistas de una aureola trágica, seres atrapados por un pasado que les atenaza día a día, impidiéndoles moverse sino es a través de la senda de la culpa y del dolor que supone la búsqueda de la expiación de sus pecados (un tema muy grato en la obra, tanto como guionista como director de Paul Schrader): el retirado agente del FBI Harry Kilmer vive día a día con el recuerdo de la mujer a la que salvó la vida y de quien se enamoró, viéndose obligado a volver a su país y dejándola a ella y a su hija en Japón; el ex-yakuza Ken Tanaka arrastra el peso de la vergüenza desde el momento en el que un extranjero, Kilmer, salvó la vida de su familia.

Un panorama desesperanzado que dota a las secuencias de acción de un especial hálito trágico. Rodadas con el estilo directo y seco propio de su época, los enfrentamientos con armas de fuego de Kilmer y los duelos con katana de Ken no suponen sólo virtuosos ejemplos de acción y espectáculo, sino que suponen la manifestación más primigenia, más humana, de las pulsiones internas de sus protagonistas: destaquemos, por ejemplo, el momento en el que Kilmer acaba con uno de sus enemigos, vaciando el cargador de un revólver, marcando cada disparo con un plano distinto; o el tenso enfrentamiento de Ken con los guardaespaldas de su rival contrapunteado por esa herida que le recorre la espalda, seccionando en dos el tatuaje que la cubre, síntoma de la ruptura -o, al menos, el intento- con su pasado. Y es en estos detalles, en la búsqueda de un sentimiento en el interior de lo escabroso, donde Yakuza encuentra su tono: la escalofriante y, a la vez, emocionante secuencia final supone el hermoso retrato del valor de la amistad con el prójimo como exteriorización de la rectitud del camino personal.
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(1) Aunque la idea principal partió de Leonard, fueron los dos hermanos Schrader quienes escribieron los primeros borradores juntos. Posteriormente, Paul obligaría a su hermano a cederle el crédito en solitario, teniéndose que conformar Leonard con aparecer como el creador del argumento. La decisión de Pollack de contratar a Robert Towne para que potenciara los aspectos más románticos de la historia arruinó las intenciones de Paul de aparecer como único guionista del film.
(2) Paul Schrader, por Miguel Ángel Huerta Floriano. Ediciones Akal, S.A. 2008

miércoles, 12 de septiembre de 2012

El blog de Int. El regreso

Hola a todos. En primer lugar, siento este parón estival. Motivos ajenos a un servidor me ha tenido alejado de mi cubil y, prácticamente, he realizado un viaje en el tiempo a la era analógica: sin conexión a Internet, y utilizando un reproductor de VHS Sanyo conectado a una televisión de tubo Sony Trinitron cuya longevidad pone en evidencia a sus descendientes de alta definición. Ante esto, y exceptuando alguna escapada al cine, me he refugiado en la literatura. Para darle más entidad a esta entrada, y para compensar el vacío de actualizaciones, a continuación comentaré brevemente los libros que he leído estos dos últimos meses.





















Miedo y asco en Las Vegas. Hunter S. Thompson
Empezamos con una relectura. La obra cumbre del llamado periodismo gonzo. Mezcla de crónica deportiva, road movie y tratado lisérgico, en sus alucinantes páginas se nos narra la odisea del periodista Raoul Duke (alter ego del propio Thompson) y su abogado el doctor Gonzo, con el maletero repleto de todo tipo de drogas, en la ciudad de Las Vegas tanto para cubrir una carrera de motos en el desierto como encontrar el Sueño Americano. Irresistiblemente divertida, no carece de una mirada lúcida y desencantada de la realidad americana del momento.





















Los confidentes. Bret Easton Ellis
El libro que Bret Easton Ellis publicó tras el ruidoso éxito de American Psycho no es tanto una novela como una recopilación de relatos independientes que Ellis trata de interconectar a través de la numeración de los títulos de cada capítulo y la repetición de ciertos nombres. El autor de Menos que cero reincide en su estilo frío y distanciado y su objeto de estudio -la gente guapa y rica de Los Angeles- sin aportar elementos nuevos. El resultado es un constante déjà vu que sumerge al lector en un tedio análago al de los aburridos personajes del libro, sólo salvado por hallazgos como el capítulo/relato dedicado a un grupo de vampiros y, especialmente, el memorable monólogo final que cierra el libro.





















Psicosis. Robert Bloch
Siempre resulta difícil leer a posteriori una novela que ha dado lugar a un film tan mítico que, incluso, ha acabado tapando al material del que parte. Dejándolo claro, la película dirigida por Alfred Hitchcock resulta notablemente superior, y muy fiel, a lo que, en resumen, resulta un correcto y divertido relato de terror que nos ofrece un dibujo más detallado en los personajes y que, incluso, ofrece algún efectivo momento de horror puro, pero, en conjunto, carece de la angustiosa y claustrofóbica atmósfera de la película protagonizada por Anthony Perkins.





















Fahrenheit 451. Ray Bradbury
La amabilidad del amigo Fer me ha permitido leer por fin el tercer vértice del triángulo de la ciencia-ficción alegórica, completado por Un mundo feliz y 1984. Hermosa semblanza del libro como fuente de conocimiento y motor de la libertad personal, hace gala de una muy cuidada estructura y, especialmente, la inteligente y creíble evolución de su protagonista, desde cuyo punto de vista se narra la acción. Virtudes que compensan su tendencia discursiva.





















American Psycho. Bret Easton Ellis
Otra relectura. La tercera vez que leo esta obra maestra de Bret Easton Ellis (again), sin duda, uno de los acontecimientos literarios de los 90... aunque no precisamente para bien. Masacrada por grupos feministas y las revistas especializadas -el Time dijo de ella que no era más que un manual de como descuartizar mujeres- quizás porque, como bien indicaba David J. Skal en su imprescindible Monster Show, no aceptaban que Ellis llenara de sangre un mundo de papel couché alejado de la literatura de género. Ellis toma el pulso a los recién finiquitados años 80, cuyo capitalismo feroz, culto al cuerpo y triunfo rápido origina seres tan monstruosos, e inevitablemente carismáticos, como Patrick Bateman, perdido en un bucle sin fin de restaurantes de lujo, discotecas de moda y tarjetas de visitas. El autor de Las leyes de la atracción construye un elaborado artefacto literario, laberíntico y reiterativo, atreviéndose a entrar en el terreno del porno duro y el ultragore sin concesiones, brutalmente subjetivo y que, entre sus pliegues, se profundiza en el pavoroso abismo de un ser vacío.





















La mitad oscura. Stephen King
Lo más interesante de La mitad oscura viene dado por lo que tiene de trabajo confesional de Stephen King, quien utiliza un detalle de su propia biografía -la publicación de una serie de libros bajo el pseudónimo de Richard Bachman- para realizar un ajuste de cuentas con sus propios fantasmas, dividido entre su condición de figura popular y sus ambiciones de ser un escritor reconocido. En las páginas de La mitad oscura descubrimos los motivos por los cuales Stephen King se ha convertido en un autor tan querido por el cine, demostrando su habilidad para crear ideas y momentos atractivos, pero que él mismo dinamita por una escritura superficial y precipitada -uno se pregunta si King llega a corregir sus textos o los publica más salir de su máquina de escribir- y cuyo resultado final no puede sino ser la mediocridad más absoluta, muy lejos de las ráfagas de talento de El resplandor.