UK, 1957. 82m. C.
D.: Terence Fisher P.: Anthony Hinds & Max Rosenberg G.: Jimmy Sangster, basado en la novela de Mary W. Shelley I.: Peter Cushing, Hazel Court, Robert Urquhart, Christopher Lee
Al principio de La
maldición de Frankenstein conocemos al protagonista que da título al film,
el barón Victor Frankenstein, encerrado en una sucia celda, esperando la
llegada de su muerte, acusado de unos crímenes que desconocemos aún. A su lado
es llevado un sacerdote para que escuche las últimas palabras del prisionero.
Pero lo que busca Frankenstein no es alivio espiritual para su alma, sino la
necesidad de contar su historia, de compartir la obsesión que ha acabado
finalmente con su vida. Esta idea sirve para alejar La maldición de Frankenstein de las célebres adaptaciones
anteriores realizadas por la productora Universal de la novela inmortal de Mary
Shelley, y la acerca a dicha fuente original, en la cual un igualmente
demacrado y al borde de la muerte Frankenstein utilizaba sus últimas fuerzas
para relatarle al capitán del barco en el que había sido recogido los atroces
sucesos que marcaron su aciaga existencia.
Se ha repetido hasta la saciedad la innovación que
supuso en el acercamiento de la Hammer al doctor Frankenstein el centrar el
foco de atención no en la criatura producto de sus aberrantes experimentos,
sino en el doctor mismo. Igualmente, se ha señalado el expresivo uso del color,
especialmente la intensidad de los rojos, los cuales pueden representar tanto
la violencia como los fuertes instintos que mueven a los personajes. Todo esto
es cierto, y viene marcado por ese punto de vista señalado al principio. En
esta ocasión, Frankenstein no busca superar la barrera insondable de la muerte
como venganza por lo que ésta le ha arrebatado (la muerte de su madre al dar a
luz a su hermano pequeño), sino que surge de un impulso interior por romper las
barreras de la Naturaleza, entendida ésta tanto en su vertiente biológica como
moral.
La acción de La
maldición de Frankenstein transcurre casi en su integridad en el interior
de la mansión del barón, como si esta fuera una proyección de su alterada
mente. Así, podemos acotar dos espacios físicos: uno, la parte de la casa
destinada a la vida social, ostentosa en el lujo, dedicada a los encuentros con
amigos y admirados intelectuales, toda ella exultante de unos brillantes y
cálidos colores; sobre ese espacio civilizado se encuentra el laboratorio donde
Victor trabaja, que se asemeja a una cueva, con sus grises paredes de piedra, y
cuyo único mobiliario consiste en la intrincada maraña de instrumental
científico como probetas, palancas, sueros e, incluso, una bañera llena de
ácido en la que poder deshacerse de los restos incómodos.
Lo más inquietante del film no viene dado por los
experimentos en sí o la presencia de la monstruosa criatura, sino por la
implacable amoralidad de Frankenstein, cegado en su obsesión por alcanzar su
meta y que acaba contagiando a todo lo que le rodea. Terence Fisher mueve su
cámara con elegancia, haciendo que la parte pública de la vida de su
protagonista y las labores privadas de sus experimentos acaben fusionándose a
través de pequeños detalles: Víctor limpiándose las manos llenas de sangre en
su elegante chaqueta; la estudiada tranquilidad con la que toma una copa de
vino para, minutos después, trabajar en la mesa de operaciones con un par de
manos cercenadas. Lo hórrido acaba integrándose con naturalidad en el relato,
de la misma manera con la cual la criatura convive en el mismo encuadre con su
creador, convertida en la representación material (llena de cicatrices, de piel
verdosa y porte desgarbado) de la locura de éste.
No es extraño que el supuesto monstruo acabe comportándose
como si fuera la mascota de Frankenstein, acatando sus órdenes con el
desconcierto y la tristeza de quien ignora el motivo de su existencia. Resulta
fácil ver en La maldición de
Frankenstein la representación los vicios de una clase opresora que,
amparada en el poder y la inmunidad que da la riqueza, se impone a los que se
mueven a su alrededor: recordemos la escena en la cual Paul, el tutor y
ayudante de Frankenstein, increpa a Elizabeth, la prima de Victor con quien
está prometida, que se vaya a casar con un hombre que apenas conoce, sólo
porque así se decidió cuando eran niños; o la manera con la que el barón
utiliza a su criada, prometiéndole que se casarán sólo para poder acostarse con
ella, y echándola en cuanto se queda embarazada.
La
maldición de Frankenstein finaliza con Víctor Frankenstein
recorriendo junto a los guardias el pasillo que le conduce a su muerte. La cámara
encuadra la construcción de la guillotina a la que es dirigido, mientras los
créditos transcurren por la pantalla. No sorprende el otorgar el último plano
del film a la Dama de la Cuchilla que tanta sangre azul ha hecho correr.
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