viernes, 3 de mayo de 2013

Cosmopolis

(Cosmopolis)
Canadá/Francia/Portugal/Italia, 2012. 109m. C.
D.: David Cronenberg P.: Paulo Branco & Martin Katz G.: David Cronenberg, basado en la novela de Don DeLillo I.: Robert Pattinson, Sarah Gordon, Paul Giamatti, Kevin Durand

Una de las grandes virtudes de la adaptación cinematográfica de la novela de Don DeLillo por parte de David Cronenberg consiste en evidenciar el carácter visionario de esta. Publicada originalmente en 2003, su traslación al cine no ha podido ser más oportuna: en el centro de la crisis económica global en la que estamos sumergidos, con el agua casi llegándonos al cuello, Cosmopolis ha sido recibida como un retrato abstracto del declive de la sociedad capitalista mientras sus motores se mantienen en el epicentro del caos rodeados por una membrana que a la vez les aisla y les protege de un apocalipsis que no parece ir con ellos. Si tenemos en cuenta que la opción del director de La mosca consiste en una ilustración sumamente fiel del original, respetando en su mayor parte los abundantes diálogos del libro así como su estructura de esquiva road movie conceptual, no podemos por menos que confirmar la capacidad del escritor neoyorquino por tomar el pulso, en un inaugurado siglo XXI, de las posibilidades autodestructivas de un inabarcable, por irreal, y monstruoso, por inmisericorde, Saturno necesitado de devorar no sólo a sus propios hijos, sino a sí mismo para que su espectro siga danzando por una ruinas del futuro que ya son del ayer.

Uno de los rasgos más definitorios del estilo de Cronenberg consiste en la importancia que adquieren los títulos de crédito, diseñados como secuencias que adelantan o concentran el sentido del film. En el caso que nos ocupa su importancia es mayor, puesto que los créditos iniciales y los finales actúan de revelador prólogo y epílogo del film, delimitando la acción a la vez que revelando su significado. Los créditos iniciales consisten en un movimiento de cámara que sigue a un lienzo rugoso y de textura membranosa sobre el que se dibujan, de manera caótica y desordenada, manchas de pintura de colores apagados. El resultado es la recreación virtual del proceso de creación de una pintura de Jackson Pollock.

Ese travelling señalado tiene su correspondencia con la primera escena de la película. La cámara recorre una hilera de limusinas blancas aparcadas una detrás de otra, indistinguibles entre sí hasta acabar encuadrando a dos personas situadas al fondo del plano. El resultado es sumamente extraño: la postura estática de ambos personajes no sólo contrasta con el movimiento de la cámara, sino que les aporta un tono sumamente irreal, poco natural. Más que dos personas hablando, parecen dos esfinges que declaman unos diálogos cuya retórica consciente evidencia su condición de arquetipos de ficción. Cosmopolis no busca recrear nuestra realidad a través de un simulacro de la misma, sino construir un ensayo teórico acerca de las líneas de demarcación subterráneas que dan forma a esa realidad.

De ahí la atmósfera onírica que se apodera del relato, el cual transcurre hacia su inevitable conclusión sin que nunca parezca realizar ninguna acción evidente. En este sentido, el uso de la limusina resulta evidente: en su obsesión por cortarse el pelo en una peluquería concreta situada en la otra punta de la ciudad, el joven multimillonario Eric Packer se pasa la mayor parte de la película en movimiento, transitando por calles y visitando diferentes localizaciones, todo sin que parezca que en ningún momento se mueve: Eric está siempre sentado. Está sentado en su limusina, mientras esta se mueve. El paisaje que se vislumbra a través de las ventanillas del coche podría ser tanto el exterior del vehículo como unas imágenes proyectadas sobre una pantalla.

Completamente insonorizado, la limusina no rueda por las calles, sino que parece flotar sobre ellas. No es extraño que la luminosidad azulada del interior, conformado por pantallas táctiles, monitores portátiles y luces de neón, la convierta en una cápsula espacial con la que Eric realiza un viaje en el tiempo, desde su actual posición de prestigioso y acaudalado miembro de Wall Sreet hacia una infancia atada a un barrio humilde, en busca de la única esencia a través de la cual reconocer su componente humano. Cosmopolis nos relata la búsqueda de una identidad perdida: en un universo de cifras que cambian al segundo de aparecer, de grandes sumas de dinero que se evaporan en el aire, de amenazas invisibles, ¿quién es Eric Packer?

Así, la estructura de Cosmopolis toma forma de un apocalipsis controlado. Los personajes entran y salen de manera abrupta, sin que nunca les veamos entrar ni salir. En una de las escenas más fascinantes del film, Eric está reunido con su profesora de teoría. Mientras ésta le explica la nuevas variables del capitalismo y su capacidad de asimilación incluso de las corrientes más hostiles al mismo, en el exterior de la limusina toma forma una surrealista manifestación anti-sistema. No hay preparativos, no hay indicios, no hay épica. Surge de la nada como si viniera a ilustrar las palabras de la mujer, como si todo fuera una proyección de la mente de Eric, un pensamiento que surca su consciencia y, de manera igual de fugaz, desaparece.

A medida que se acerca a su meta, y el film a su conclusión, Eric se despoja de aquellos elementos que construyen la forma de sí mismo que proyecta a los demás. Perdiendo esa segunda piel que significa el uniforme oficial de Wall Street: sus gafas de sol, su corbata, su chaqueta; dilapidando su fortuna en un enfrentamiento suicida contra el yuan; finiquitando un matrimonio de conveniencia tan esquivo que da la impresión de no existir; deshaciéndose de su seguridad; hasta que, finalmente, se baja de la limusina, toda aboyada, llena de pinturas, un monolito rodante de la agresividad y la fuerza intrusiva del poder y del dinero en las calles, marcada y señalada, pero invulnerable.

Y es aquí donde rescatamos ese prólogo pictórico, esas manchas frenéticas e ilógicas -como la propia estructura de la película, la cual apila escenas y secuencias, unas encima de las otras, sin capacidad de retorno-, y vemos como estas se calman y se expanden para formar los océanos de color de las pinturas de Mark Rothko sobre las cuales transcurren los créditos finales. Del frenesí de los movimientos bursátiles aterrizamos en la placidez e inmensidad de la trascendencia. No hablamos de muerte, ni de experiencia metafísica, ni de ensoñación extracorpórea. Hablamos de un hombre, apuntado por su reflejo invertido, cuya próstata asiméticra supone la única disonancia natural en un equilibrio controlado artificialmente, teniendo su primer instante de revelación auténtica, suspendido en el tiempo, flotando en el infinito.


2 comentarios:

Iñaki dijo...

Magnífica crítica de esta fascinante e incomprendida película de uno de los autores capitales del cine moderno. Cronenberg demuestra, una vez más, poder adaptar lo inadaptable y con una absoluta fidelidad a sí mismo, continua evolucionando como artista inquieto y comprometido con su tiempo y su determinación por diseccionar el alma humana a través de sus fracturas y abismos más inextricables.

Me alegra encontrar una opinión pareja a la mía, pues ya me creía el único admirador de este trabajo desafiante y poliédrico.

Saludos en paralelo

PD: http://mundosenparalelo.blogspot.com.es/2013/03/cine-marzo-2013-i.html

José M. García dijo...

Ha dado en el clavo: desafiante. El tibio, cuando no hostil, recibimiento tanto de Cosmopolis como The Lords of Salem me confirma lo acomodaticios que nos hemos vuelto, no sólo el espectador medio, sino incluso los supuestos especialistas que tiran la toalla en cuanto la cosa se pone cuesta arriba.

Me pregunto si se estrenara hoy 2001 o Persona suscitarían el interés crítico y el éxito comercial que lograron en su día.

Un saludo.